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3. ¿UN SEÑOR PREOCUPADO?

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Al día siguiente, como solía ser costumbre en la chica, se levantó con el tiempo justo para ir a clase y sin nada más en la cabeza que sus ganas de seguir a lo suyo y con su carrera. Laura ya había llegado. La esperaba impaciente y preocupada para preguntarle:

—¿Todo bien?

—Sí, no te preocupes. No pienso comerme la cabeza por una asignatura. —La chica tomó asiento.

—No merece la pena. Además, seguro que te la sacas en septiembre.

—Es lo mínimo. Me pondré a estudiar de lunes a jueves para después poder echar horas extras en el trabajo tranquilamente.

—Hoy también trabajas, ¿no? —Laura siempre estaba al tanto del trabajo de la chica para ayudarla en el día a día con los apuntes.

—Sí, ahora estoy de viernes a lunes. Suelo echar unas ocho horas en la cafetería y el resto de días entre semana solo las cenas por la noche.

Llegó el profesor. Casualmente, era uno de los becarios y súbditos del Señor. Ernesto, en clase, era incluso peor que su propio jefe, pues se le notaba que quería demostrar su valía para el trabajo. El problema era cuando su exceso de ego le hacía quedar peor. Los alumnos no lo criticaban por su escasa simpatía, dado que ya estaban acostumbrados a que todo por aquella torre fuera así, sino por la falta de flexibilidad a la hora de impartir sus clases. Un hombre esquemático que seguramente sabría más allá de lo apuntado en su folio, pero al que los nervios y el querer imponer su pensamiento sobre los alumnos le hacían quedar como un inútil más de los que daban clase por aquel campus.

Acabadas las clases, tanto Laura como la chica se despidieron en la cafetería de Alfonso, quien siempre lo hacía diciendo antes de cada fin de semana lo larguísimo que se le haría por no poder ver a sus niñas. Alfonso era un hombre peculiar donde los hubiera, de más de cincuenta años y estudiando de nuevo para matar el tiempo libre que la jubilación anticipada le había regalado. Si bien es cierto que en primero de carrera había congeniado mucho más con Laura, pues ambos eran los más brillantes de clase y, a pesar de sus evidentes diferencias políticas, se sentía como otro padre de ella; a lo largo del segundo curso la chica y él fueron teniendo mayor relación, sin querer fue asimilando su amistad con Alfonso como un sustituto anhelado de la escasa relación con su padre.

La chica estaba convirtiéndolo en su padre putativo, aunque a ojos de los demás no fuera más que un viejo de cincuenta años arrimándose a una joven. Quedaban al menos un día a la semana para tomar un café. Él estaba en uno de sus peores momentos: tenía tanto problemas de salud como personales en casa. Ella se estaba convirtiendo en su paño de lágrimas y él en un padre de verdad para la chica, de los que escuchan y apoyan.

Inmersos en la rutina, cada uno por su lado pero bajo un mismo techo académico donde el cruzarse se daba a menudo, y más si se intentaba a propósito, el Señor no tardó en ver a la chica tras la revisión. Solo dos semanas más tarde se encontraron en el centro de fotocopias y él se acercó a ella:

—Buenos días, señorita —dijo mientras se esforzaba en sacar una sonrisa de simpático.

—Buenos días, profesor.

—¿Ha seguido mis consejos de la asignatura?

—En este cuatrimestre me voy a centrar en el resto. Cuando llegue el verano me pondré en exclusividad con ello. —Los nervios de la chica eran esbozados en su sonrisa.

—Pero en verano no hay tutorías. Le recomiendo que se pase la semana siguiente por mi despacho para decirle el punto de unión entre el temario y las lecturas. La clave para comprender mi exigencia.

—Se lo agradezco, pero no es necesaria tanta molestia.

—No es molestia. Me supo mal suspenderla, pero sé que he hecho bien porque me lo dará todo en el siguiente examen. Y si no, pues en el siguiente. Quiero ver por qué eligió esta profesión. —Poco común ver frases de ánimo en él.

Y se fue sin dejar ni siquiera una oportunidad de contestación, pues sin duda le encantaba ser el último en hablar, que fueran sus palabras las últimas que hicieran eco en el lugar. La chica siguió con sus fotocopias, aunque más pensativa —unas palabras de ese estilo por parte del Señor eran todo un halago, sin duda—, al mismo tiempo que aliviada porque sus suposiciones malpensadas acababan de llegar a su fin. Pensó en la posibilidad de que su chulería y ceguera le impidieran apreciar sus propios errores. Realmente, dudaba si se había merecido aprobar pasándose con sus suspicacias en la revisión. Fue así, de esta manera tan fácil y sutil, como la chica bajó la guardia.

Finales de abril. Un mes después de aquella revisión y de nuevo en una clase con Elena, el Señor envió un correo a Laura y otro compañero, donde los citaba en quince días para un debate sobre un libro concreto, en el cual decidiría quién de los dos se merecía la matrícula de honor. Automáticamente, la chica comenzó a buscarle el libro a Laura por internet, dándose cuenta de que la biblioteca de la facultad solo contaba con un ejemplar. Sin dudarlo, se levantó de su sitio, dispuesta a ir a la biblioteca a por él. De nuevo en mitad de una clase de Elena, pensaba la chica mientras se sonrojaba y seguía su proceso de salida, pero no podía permitir que el libro acabara en otras manos que no fueran las de su amiga.

La chica quería a Laura, tanto que en numerosas ocasiones saltaba en su defensa cuando algunos de sus compañeros, y cada vez eran más, hacían referencia a la forma en que conseguía las cosas: mediante la práctica del «peloteo» a los profesores o del victimismo. No hacía oídos a los rumores, pues levantaba en la chica su instinto más protector y siempre había sido muy buena con ella, dándole igual el resto.

Cuando entró de nuevo en clase, Elena no pudo resistirse a preguntar delante de todos cuál era el motivo de su salida. La chica mintió, diciendo que había ido al baño, y se disculpó por molestar. Al sentarse le dio a su amiga dos besos y el libro, bajo la atenta mirada de la profesora, a la cual se le notaba el desconcierto. Al acabar la clase, ambas reían al ver correr hacia la biblioteca a su compañero, quien ilusamente creía, con su habitual estilo de superioridad y de suponerse más inteligente, que iba un paso por delante.

Esa misma tarde se vieron Alfonso y la chica en la cafetería de siempre, un sitio tranquilo, lo suficientemente cercano a la facultad, pero alejado del ruido y ajetreo universitario, perfecto para poder charlar tanto de cómo arreglar el mundo como de por qué el gatito de Alfonso estaba cojeando de nuevo. Llegando al lugar, mientras hablaban de la proximidad de los exámenes finales del curso, se encontraron con Elena sentada allí, leyendo lo que de lejos parecía un trabajo de un alumno. Al verlos se levantó a saludarlos, en especial a Alfonso, pues eran amigos fuera del ámbito académico, como estaba justo comprobando la chica, la cual se quedó un paso atrás, dispuesta a sentarse en una mesa aparte y alejada de su profesora. Sin embargo, Alfonso, con su habitual costumbre de pelotear, insistió en sentarse todos juntos y convertir aquello en algo cordial y ameno fuera de la facultad.

La chica, muy observadora como siempre, estaba notando que estaban acostumbrados a quedar. Ambos se apoyaban en sus problemas personales. Se notaba que no había nada más que un gabinete psicológico improvisado en la terraza de un bar. Aquella tarde se le hizo larguísima a la chica. No sabía qué decir ni hacer, cómo sentarse o expresarse. No estaba nada cómoda sentada frente a la profesora que a la mañana siguiente, a las nueve en punto, estaría dándole el temario en clase e incluso dos meses después tendría que examinarla. Hablaron de todo menos de la facultad. Elena parecía interesada en saber sobre la vida de la chica, de su procedencia y por qué había decidido elegir aquella carrera. Las respuestas que se encontraba eran de lo más trivial y secas. La chica estaba cortada y no daba pie a mucha conversación.

Dispuestos a alargar la tarde y quedarse a cenar, Alfonso y Elena llamaron al camarero para pedir. La chica aprovechó para excusarse con que había quedado para cenar y se le había hecho tarde. Tras levantarse, se despidió con un toque en el hombro, mientras que a Alfonso le dio dos besos y dinero para pagar su parte, cosa que rechazó, obligando a la chica a guardarlo. Mientras conducía camino al piso, no dejaba de pensar en la extraña situación de estar sentada en una cafetería fuera de la facultad junto a su profesora. Al llegar al piso se lo comentó a Cristina, que ante la cara de preocupación de su amiga no paraba de reírse.

—Yo no le encuentro la gracia, Cristina. Dime. —La chica se puso seria.

—Con lo poco que te gusta la gente que pelotea a los profesores y coges y te vas de cervezas con una. —Cristina no podía parar de burlarse.

—Pero yo no he peloteado en absoluto. Si no sabía ni qué decir. —Se sentía avergonzada sin tener claro el motivo.

—Si lo sé. Te conozco de sobra para saber que eres incapaz de pelotear incluso si necesitas aprobar, más que nada porque eres una borde de naturaleza.

—Gracias, cariño. Yo también te quiero.

—Te digo la verdad. Además, no te preocupa lo que repercuta en tu nota porque bien que me has dicho que la ves objetiva y, separando ambas cosas, porque ni siquiera habías notado que era amiga de Alfonso en clase.

—Ya sé lo que me vas a decir. Me preocupa que piensen que estoy peloteando cuando no es así. —Odiaba las versiones inventadas sobre su vida.

—Pero no puedes evitar que te sienten mal las injusticias y eso sería una. Sin embargo, te sientes mal porque ni tú misma lo ves bien. ¿O me equivoco?

—¿Hoy te has leído un libro de psicología o cómo va el tema? Cómo odio lo que me conoces.

—Te jodes. Venga, vamos a cenar, que encima vienes muerta de hambre.

Cristina se dirigió a la cocina riéndose sin parar; incluso ya dentro de ella se la seguía escuchando. Sabía que era una tontería lo que su amiga estaba pensando, pero que esta se preocuparía. Aun así, no estaba en la chica aceptar de buen grado las críticas falsas y sabía que si alguien los veía tomando café le caerían muchas. En aquel momento no sabía que sería el primero de muchos cafés y el comienzo de su madurez respecto al «qué dirán».

La chica se fue directa a la cama tras cenar, ya que al día siguiente le esperaba un buen madrugón y cuatro horas de clases seguidas con Elena. Ya en la cama, escuchó el timbre de la puerta. Extrañada, se levantó para que Cristina no abriera sola, pero era demasiado tarde: cuando salió al salón, Raúl ya estaba allí dentro, pidiendo hablar con ella. No pudo evitar agradecer en un leve susurro su presencia, pues esa noche no dormiría sola, sino abrazada a él.

El poder

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