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8. UN CURSO PECULIAR

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Comenzaba un nuevo curso, tercero de carrera, distinto al anterior ya de entrada porque la chica había conseguido cambiarse oficialmente al turno de mañana y seguir con su horario de camarera de tarde-noche como acostumbraba, de 19:30 hasta el cierre, un turno que siempre solía alargarse hasta la madrugada.

No tenía una vida que pudiéramos definir como fácil. Trabajaba desde antes de su mayoría de edad para poder seguir adelante y sacarse sus estudios, a lo que se unía un sinfín de problemas familiares. Ella, como su hermana mayor, Valentina, había crecido en un seno familiar cargado de alcoholismo, broncas, falta de empatía y migajas de cariño. Una familia no acostumbrada a los «te quiero» ni a los besos si no eran para pedir algo a cambio y, sobre todo, sin la confianza para poder hablar sin ser juzgada o con la mera oportunidad de ser comprendida.

Sin embargo, las hermanas eran distintas, tanto con respecto a sus progenitores como entre ellas mismas. Valentina era más tímida y muy sensible. Asentada con su pareja desde tan jovencita que este podría ser considerado casi también como un hermano de la chica, siempre se había considerado más como una madre por su manera de protegerla. Habían estado muy unidas hasta que la competitividad por los estudios y la atención de sus padres había abierto una brecha entre ellas con el paso de los años y las había distanciado. Cada una con una vida más independiente y adulta, pero siempre ahí para cuando la otra la necesitase, pues el sentimiento seguía vivo y se querían como siempre.

La comunicación entre las hermanas estaba más rota que nunca, quizás por la posición de cada una de ellas respecto a sus padres. Mientras Valentina defendía a capa y espada la actitud de su madre, la chica era del «equipo de papá», como entre ellas mismas se decían. Una relación dañada por el seno familiar, la envidia y los celos, aunque en reiteradas veces volvían a ser aquellas hermanas de uña y carne de tiempos atrás. Había algunas ocasiones donde todo parecía normal en aquella casa, donde el sufrimiento y el rencor se olvidaban por momentos.

De cara al público las cosas eran muy contrarias. Parecían ser una familia unida, capaz de salir de los problemas económicos gracias a que todos remaban juntos; sin embargo, la verdad era que cada uno salía adelante independientemente, aunque bajo el mismo techo. En el último año, Valentina había decidido salir de aquel ambiente e irse a vivir con su pareja. Sin duda alguna, había apostado por su felicidad.

La chica era totalmente distinta a su casa: abierta, sociable, risueña y siempre le gustaba hacer sonreír a su alrededor; y a la que más, a pesar de ser del equipo contrario, a su madre para paliar la tristeza de sus ojos. La distancia física del resto de su familia, que permanecía en el pueblo de origen, la había hecho considerar a sus amigas como la familia elegida. Agradecía cada día que estuvieran ahí, pues inconscientemente le daban fuerzas cada vez que tocaba volver a casa. Ellas estarían allí. Lo estaban durante el curso, tras este y lo estarían por siempre.

La chica había conseguido forjarse una coraza muy sólida. No lloraba nunca, no mostraba sus debilidades y, sobre todo, se volcaba al completo en los demás y sus problemas, de tal forma que conseguía olvidar los propios. No tenía un punto intermedio: era todo o nada. Pero su principal debilidad eran su propia mente y sus impulsos. La primera le traicionaba cada noche con reflexiones y autocríticas demasiado duras; y los segundos, derivados de su espontaneidad y naturalidad, le hacían actuar en muchas ocasiones sin pensar, causándole problemas con quienes no soportaban su sinceridad o consideraban sus actos como pedantería o sobredosis de seguridad personal sobre el resto.

Una personalidad muy peculiar, que Raúl siempre solía definir como original: una chica «perfectamente imperfecta». Él era una de las mejores cosas que le habían pasado a la chica. Le aportaba serenidad y le mostraba qué era un cariño verdadero, sincero y puro; sacaba su lado más pasional y cariñoso. Sin duda, estaba convirtiéndola en mejor persona.

Esta circunstancia era mutua. Ella le había ayudado a madurar y conseguir poner los pies en la tierra, que dejara de ser un hijo de papá y mamá para tomar conciencia de las cosas mundanas que le podían hacer feliz. Su manera de entregarse a la relación había conseguido distraerlo de los problemas familiares causados por la muerte de su hermano. Juntos acallaban los pensamientos propios y disfrutaban de los sentimientos, pues eran una pareja «perfectamente imperfecta».

En esta nueva etapa había pensado trabajar algunas horas menos de noche aunque viviera más apretada. Debía hacerlo para poder estudiar más y mejor. Siempre se preparaba los exámenes horas antes y, con lo poco que podía asistir a clase, en ocasiones se sentía muy perdida. Para poder seguir el ritmo, contaba con la inmensa ayuda aportada por Cristina y los compañeros de clase: una en el piso y los otros en el aula conseguían apoyarla para seguir al pie del cañón en sus objetivos.

En los días de presentación de las primeras clases siempre se acababa en la cafetería para ponerse todos al día, y fue allí cuando todos se encontraron de nuevo con Elena, que ya no era profesora de ninguno.

—¿Cómo estáis? ¿Qué tal el verano? —preguntó Elena de manera general.

Finalmente, tras tanta conversación trivial, se fueron despidiendo y quedando solamente Laura, Alfonso, Elena y la chica, siendo este un momento clave para hacer las preguntas más importantes con mayor confianza, pero sin la frialdad del despacho:

—¿Te puedo hacer una pregunta, Elena? —le indicó Laura.

—Sí, por supuesto. Dime.

—Mi sueño es ser profesora de universidad y me estoy currando mi expediente para ello, pero no sé por qué rama tirar. Me gusta absolutamente todo —comentó esto último entre risas.

—Laura, piénsatelo bien porque este camino no es tan fácil como parece —le dijo Elena con tono de preocupación.

—Lo sé y me lo imagino. Yo no me veo ni en sueños como profesora de un instituto —comentó con tono aterrado por si eso pudiera darse—. ¿Con quién tengo que hablar o qué tengo que hacer para abrirme hueco o conseguirlo?

—Pues… —Dedicó una leve mirada a la chica—. Siento decirte que las posibilidades pasan por el Señor. Es quien más poder tiene para hacerte subir o bajar a su antojo, y más si tienes un buen expediente como el tuyo.

—Con él he sacado matrícula de honor, pero después de cómo está tratándola a ella se me quitan todas las ganas —afirmó con tono de cabreo y resentimiento.

—Pero tú conmigo no tienes que ver nada. A ti siempre te ha tratado «bien» y no quiero que porque él sea gilipollas conmigo tú te veas limitada —argumentó la chica, que no quería que su situación la perjudicara.

—Lo sé, pero no quiero mezclarme con gente así.

—Tú no tienes nada que ver con ella —terció Alfonso—. Sabemos que es un prepotente y un arrogante; eso no es nuevo. Además, tú no te preocupes. Yo me estoy trabajando a Félix para esto.

—Él puede ser una buena baza, Laura. Seguramente, también puede ser una puerta abierta —comentó Elena.

Mientras Laura asentía, la chica se calló, sintiéndose mal porque, debido a sus circunstancias, su amiga se replanteaba su futuro con el Señor. Afortunadamente, se le abría una puerta, gracias a Alfonso, con otro catedrático como Félix, aunque este les daba clase ahora, en este primer cuatrimestre, y no lo conocían de antes. A la chica no le gustaba mucho. Veía su mirada muy sucia y de alguien de quien no fiarse. Aunque no fueran a ser amigos, ni mucho menos, estaba preocupada porque era una persona que le inspiraba desconfianza y resquemor. Sin duda alguna, era ese tipo de persona a la que no se acercaba porque hacía caso a su intuición y a lo que veía en su mirada, pero apoyaría y ayudaría a su amiga en lo que hiciese falta para cumplir su sueño aunque no le gustara su elección.

El poder

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