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4. UNA HISTORIA DE AMOR

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Cinco años de relación de amor y odio. Ni podían estar juntos ni podían estar el uno sin el otro. Raúl, un chico bien acomodado, acostumbrado a no recibir ningún «no» por respuesta, se había planteado como reto acostarse con la chica cinco años atrás como uno más de sus juegos. Sin embargo, este acabaría marcando la vida de ambos.

Con diecisiete años ella y veintidós él se conocieron, irónicamente, en un hospital, en las sesiones de rehabilitación. Él había sufrido un accidente de moto y había sido operado de la rodilla, mientras que la chica tenía una hernia de disco y estaba en tratamiento físico preventivo para no empeorar su situación. El día que ella llegó por primera vez a la clínica, se quedó mirándolo imprudentemente. Raúl era atractivo y con una picardía que encandilaba a cualquiera, chulo y con un toque de arrogancia propia de un chaval de su edad que, hasta ese día, lo había conseguido todo con tan solo pestañear.

Ella era normal, del montón alejado del que él se solía fijar, pero no podía evitar la curiosidad al descubrir la sinceridad tan directa de la chica, quien estaba fijándose en su herida en vez de en él, llevándole a gastar una de sus insolentes bromas:

—La sonrisa y los ojos los tengo más bonitos, rubia —le dedicó con tono picarón.

A lo que ella respondió de una manera muy fría y distante, mirándole a los ojos:

—Es común, del montón. Pero la herida es original, al igual que tu falta de humildad y tu defecto visual, pues soy morena.

La cara de Raúl fue un auténtico cuadro. No supo ni qué responder ante semejante bordería de la chica. Sin embargo, eso mismo fue lo que le llamó la atención y, finalmente, lo que le enamoró.

Pasaron los tres meses correspondientes a la rehabilitación. Los pacientes que habían pasado todos juntos esa fase realizaron una cena de finalización, donde los flirteos entre la chica y Raúl eran cada vez más evidentes, pero él cometió el error de que siempre hablaba de más e incluso mantenía el mismo flirteo con otras. Por esta misma razón, cuando Raúl se ofreció a llevarla a casa paró en un parque cercano a la casa de la chica, donde poder hablar tranquilamente a solas.

—¿Por qué te caigo mal? —Sonreía mientras la miraba a los ojos.

—No me caes mal, Raúl. Si no, no estaría sentada aquí contigo.

Automáticamente, la besó de una manera un tanto fría y con las intenciones claras de querer algo más y, aprovechando el banco junto al parque y que era una zona totalmente oscura y poco transitada, acercó a la chica hacia él. En ningún momento habían dejado de besarse; la tensión sexual era muy evidente. Ella se sentó sobre él, dejando caer sus piernas por la parte de atrás del banco y acariciando la nuca de Raúl de una manera muy sensual. Se le notaba el erizamiento de los vellos cada vez más. Él aprovechó para coger con cada vez más fuerza la cintura de la chica. Era muy evidente el deseo carnal con cada gesto. Estaban a punto de entregarse, pues la chica estaba igual de desinhibida que él y con las mismas ganas de quitarle la ropa, pero de repente, a pesar de que en aquel momento fuera lo que más le apetecía, mordió el labio de Raúl y se levantó.

—Hoy no va a ser el día. Hoy no me apetece ser un número más.

—Estás de broma, ¿no? ¿De verdad me vas a dejar así? Pero si tú también quieres.

—Pero mi orgullo no me lo permite. Hasta pronto, rubio. —Se dio la vuelta sonriéndole y se fue.

—Hasta nunca, que eres una niñata chula y estúpida —le gritó enfadado y con cara de incrédulo.

Cada uno tiró hacia un lado. La chica se había preocupado con la última frase de él, pues realmente le apetecía, y mucho, estar con Raúl; pero no podía dejarse llevar. No era más que un niñato que solo quería un polvo, mientras que ella se acabaría pillando. Sabía que a pesar de estar culpándose por quedarse con las ganas, había hecho lo correcto para no sufrir.

Mientras tanto, Raúl no paraba de maldecirla por haberlo dejado tirado con el calentón. Su ego no se estaba creyendo lo que le acababa de pasar. Sin embargo, cuando llegó a su casa y encontró a su compañero de piso y amigo no paraba de reírse. Los nervios le hacían soltar una carcajada tras otra.

—Raúl, ¿qué te pasa? ¿Qué has fumado? —le preguntó Germán.

—Esa niña es una auténtica cabrona —le decía una y otra vez entre risas.

—No te has podido acostar con ella, ¿verdad? Pues me alegro. A ver si así se te bajan los humos. —Una frase que le dedicó mientras le golpeaba la rodilla.

—Llevo todo el camino pensando quién se cree. No está tan buena para que se lo tenga tan subido, pero ahora no puedo parar de reírme porque la hija de su madre sabe que no me voy a dar por vencido y la voy a llamar.

—Pues sin el número lo tienes difícil. —Ahora era Germán quien reía.

—Va a hacer que me lo curre. No será una noche de sexo sin más.

Y así fue. A los pocos días Raúl volvió a la clínica para sonsacarle el número de teléfono a la fisioterapeuta que los había tratado a los dos.

—Dolores, no seas así. No se lo voy a decir a nadie, pero necesito su número, por favor.

—Raúl, te conozco lo suficiente para saber que no te tomas nada en serio, empezando por tu propia salud. ¿Has seguido haciendo los ejercicios?

—No me cambies de tema. Después me regañas, pero dame el número.

—¿Por qué esa insistencia? Si ella no te soportaba. ¿No te has dado cuenta en estos tres meses? Siempre ha dicho que eras un niño de papá, un pijo repelente, prepotente y creído.

—Eso me está doliendo, así que merezco una recompensa por tus hirientes palabras —le dijo en tono irónico y con intento de poner cara de pena.

—Está bien, pero esta conversación nunca ha existido. Aquí lo tienes. Fotografía la tarjeta de paciente y vete.

—Dolores, eres la mejor. Sin duda, Dios te lo va a compensar con muchos hijos.

—Vete y no digas tonterías. Pero una cosa te digo, como mujer y como madre tuya que podría ser: no es de las tuyas, no es tu tipo.

—¿Y cuáles son de mi tipo? —Le dedicó la mejor sonrisa picarona.

—Sabes a lo que me refiero. Esta chica no te va a ser nada fácil. No es para nada hueca y es de las que te cortan el rollo rápido.

—Me gustan los retos —exclamó mientras le daba un beso en la frente y se fue de la consulta.

No esperó ni siquiera a salir por la puerta principal del hospital cuando ya estaba llamando; sin embargo, no tuvo fortuna y la chica no se lo cogió hasta el día siguiente por la noche. Tardó todo un día, para desesperación de Raúl, quien no pudo evitar que se le notara cuando por fin le cogió el teléfono:

—Sí, dígame.

—Rubia, ¿tú que pasa? ¿Que no sueles devolver las llamadas perdidas?

—¿Raúl? —La chica se mostró totalmente sorprendida.

—Así me llamo. ¿Qué tienes que hacer esta noche?

—Pues acostarme, mañana tengo clase. Te recuerdo que estoy en bachillerato y tengo selectividad en un mes.

—Es verdad, que eres toda una baby —bromeaba por la diferencia de cinco años.

—¿Me has llamado para decirme tonterías? ¿Qué quieres? ¿Y cómo tienes mi número?

—¿Te apetece ir a cenar este sábado?

—Prefiero comer. Por la noche he quedado para salir. ¿A qué hora?

—Te recojo a la una en el parque de la otra vez.

—Vale. —Colgó sin dar oportunidad de decirle nada más.

Durante mes y medio estuvieron quedando los sábados para comer y besarse a ratos. Se mandaban mensajes casi todos los días, cuyo contenido no era más que burlas del uno hacia el otro, junto con las trivialidades que les pasaban a lo largo del día, provocando el mismo efecto en ambos: una sonrisa pura, sincera, y la sensación de que algo más se estaba gestando.

El sábado siguiente de la Noche de San Juan quedaron a cenar y posteriormente decidieron irse a un mirador en la montaña donde poder hablar, hacer y deshacer sin dar explicaciones. Allí, nada más salir del coche, la chica se apoyó en el capó. Raúl, muy peliculero, comenzó diciendo lo bonitos que estaban el cielo y las estrellas hasta que, de repente, se giró hacia la chica y se colocó frente a ella, rozando nariz con nariz:

—¿Sabes una cosa? Eres como el vino: de las que mejoran cuando se las conoce y de las que van a madurar muy bien.

Acto seguido la besó, cogiendo con su mano derecha su cuello y mejilla mientras con la izquierda acercaba su cuerpo al suyo. Ella, totalmente receptiva, rodeó con sus piernas la cintura de él mientras le metía la mano en el bolsillo trasero para acercarlo aún más. Tras varios minutos en los que las chispas no paraban de saltar entre ambos, besándose en la boca y el cuello, de nuevo y de repente ella le mordió el labio; inmediatamente, él abrió los ojos y, con sus manos aún en su cuello y cintura, le dijo:

—Ni se te ocurra, rubia.

La chica, entre risas, le volvió a morder, pero esta vez más lentamente, y en un susurro le dijo:

—Era broma, rubio.

Cuando acabaron, Raúl se tumbó y rodeó con su brazo a la chica, besándola de nuevo en los labios y la frente; sin embargo, ella se levantó y comenzó a vestirse.

—¿Dónde vas? —preguntó con cara de preocupación.

—Ha valido la pena la espera, ¿no? Pero ya tienes lo que querías, ¿no? Pues entonces me voy.

—Yo no he dicho eso en ningún momento. —Se quedó totalmente incrédulo.

—Raúl, en todos estos meses te he escuchado decir mil barbaridades sobre todas aquellas chicas con las que te acuestas y cómo ninguna significaba nada. Sé que soy una más; soy consciente de ello desde la noche del parque. Pero no te preocupes. Cada uno lleva la vida que quiere.

—Pero… Pero… Rubia. —No podía decir una frase completa. Los nervios no le dejaban vocalizar bien; estaba totalmente sorprendido.

—No te preocupes, que hay una parada aquí. Aquí tienes una amiga para lo que necesites, ya lo sabes.

Le dio un beso y se fue.

Esa noche, al llegar a casa, la conversación entre los dos amigos fue totalmente distinta a la del comienzo:

—Me gusta la niñata, Germán. Y no sé qué hacer.

—Normalmente, y es algo que ya sabes porque no llevas soltero toda tu vida, cuando te gusta alguien intentas salir con esa persona. Seguramente se te habrá olvidado, pero yo te lo recuerdo. —Su tono irónico crispó a Raúl.

—Muy gracioso, pero ella no está receptiva a tener nada conmigo.

—No, Raúl. No está receptiva a ser una más. Simplemente te está diciendo que no es fácil; no es una chica de una noche. Tú eres quien debe decidir si lo es o no.

—Cuatro años estudiando Psicología para al final decidir yo, Germán. Así no se puede ir por la vida siendo psicólogo —le dedicó a su amigo en tono de broma.

La siguiente llamada para quedar de nuevo fue por parte de Raúl. Necesitaba verla, contarle sus cosas y que la chica formara parte de su vida. Se estaban enamorando el uno del otro entre flirteos y borderías, entre cenas y noches de pasión. Llevaron durante más de nueve meses vida de pareja sin llegar a serlo. No quedaban con otras personas, no se eran infieles, pero al mismo tiempo no paraban de justificarse el uno al otro que no eran nada. Hasta que llegó el día donde los sentimientos no pudieron ocultarse más, siendo Raúl de nuevo quien dio el paso. Tras otra noche juntos, donde ella ya no se vestía y se iba, sino que se quedaban hablando horas hasta dormirse, fue cuando, mirándola a los ojos, él le dedicó un «te quiero» sincero y puro, brillándole los ojos, encontrándose con una respuesta que lo dejó totalmente frío: «Gracias».

La chica se hizo la dormida de inmediato, al igual que él. Ambos estaban nerviosos y no paraban de moverse. Él no comprendía qué acababa de pasar. Sentía ser el mayor calzonazos del mundo por abrirse y por cómo ella estaba jugando con él, y eso no podía permitírselo. La chica no comprendía por qué le acababa de decir «gracias» cuando realmente quería gritarle que lo quería y amaba cada segundo que pasaban juntos. Sabía que había generado una fractura en aquella relación o intento de iniciarla.

Cuando a la mañana siguiente se fue para casa, notó la mirada vacía de Raúl, quien se despidió muy fríamente y sin casi mirarla a los ojos. Estuvieron toda aquella semana sin hablarse, cinco días exactamente, en los que él se negó a llamarla mientras que ella no paraba de pensar y planear algo perfecto para poder recuperar la confianza y confesarle su verdadero sentimiento. Ese mismo viernes, el vuelo de Madrid a Málaga aterrizaba a las 14:10, como era habitual. Raúl tardaría en llegar a casa una hora aproximadamente, por lo que el plan de la chica tenía que estar listo a las 15:00. Y así fue: la chica confió en que, como de costumbre, Raúl bajaría a Marbella el fin de semana y, cuando este abrió la puerta, tenía su comida favorita preparada en la mesa, todas las persianas bajadas y el salón alumbrado con un par de velas.

Ella se había vestido como miles de veces él le había dicho que le encantaba: con una camisa suya y solo unas bragas de encaje fino de color negro y el pelo totalmente suelto. Estaba de pie, en mitad del salón, esperándolo y mirándolo a los ojos desde que entró por la puerta.

—Rubia, ¿qué es todo esto? —No podía dejar de mirar a su alrededor y sonreír, pues estaba cuidado cada mínimo detalle, hasta el colchón en mitad del salón.

—La semana pasada metí la pata. No esperaba que lo que yo sentía tú también lo hicieras. Me dio miedo oírlo de tu boca. Solo estaba acostumbrada a escucharlo en mi mente cuando te miro, te beso o simplemente te abrazo. Raúl, te quiero, y no te lo he dicho antes porque me dio miedo; no pensaba que la felicidad fuese tan real y sentida a tal extremo hasta que te conocí. —Acababa de entregarle todo, su corazón en bandeja. Por eso mismo agachó la mirada.

—Pero ¿miedo por qué, mi rubia? —le dijo mientras le levantaba la cara para mirarla a los ojos—. Hemos empezado algo sin comenzar, estamos sin estar, nos queremos sin decírnoslo, nos buscamos el uno al otro en cada momento, ambos sabemos de la necesidad del otro por estar juntos. Por esto mismo debemos…

—Ya sé. Dejarnos llevar y sobre todo llevarlo a nuestra manera. Pero me sentí mal cuando no te respondí, cuando sentí que esto se acababa y era por mi culpa.

—Aquí estamos. Quedémonos con esto y comencemos por el postre.

Tres segundos después estaban de pie, apoyados en la pared, dejando salir toda la tensión acumulada. De nuevo les sobraba ropa y les faltaban besos por darse.

Comenzaron así cuatro años de idas y venidas, de un año de estabilidad y seis meses sin dirigirse palabra. Se querían y se amaban, pero las circunstancias y las familias los separaron aún más. Principalmente la de él: se oponía por las diferencias sociales, mientras que la de la chica tardó años en saberlo, pues ya de por sí la relación no era buena y ella siempre sentía que no debía dar en casa explicación alguna de su vida privada.

Cabezones, orgullosos, celosos, directos y sinceros, sin duda alguna estaban hechos el uno para el otro, pero en otra etapa de sus vidas, como ellos mismos decían. Más adelante, cuando ninguna de sus vidas dependiera del control paternal, cuando pudieran ser ellos mismos en público como lo eran en la intimidad. De cinco años, estuvieron uno y medio siendo egoístas y pensando solo en la relación. El resto del tiempo se dejaron influenciar por las malas lenguas, los celos, los familiares y amigos entrometidos. Aun así, se veían una vez a la semana como mínimo para que el mundo se parara alrededor de ellos, para poder entregarse el uno al otro al desnudo y sin tapujos, para poder seguir amándose en silencio y siempre a escondidas.

El poder

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