Читать книгу El poder - Ana Rocío Ramírez - Страница 12
5. SIEMPRE JUZGADOS
ОглавлениеY ahí seguían, años después, buscándose cuando los problemas les agobiaban, no podían dormir por las pesadillas o simplemente querían verse. Raúl pasó a la habitación de la chica. Cuando alzó la cabeza, se dio cuenta de que ella ya estaba en pijama y dormía con una de sus camisetas olvidadas de veces anteriores, algo que no pudo disimular que le había encantado comprobar.
—¿Qué te pasa, rubio? —le preguntó con un gesto de preocupación mientras le acariciaba la nuca, el cuello y los abdominales para relajarlo. Estaba totalmente tenso.
—La empresa se va a pique y creo que es por mi culpa. No estoy dando la talla como debiera. Siento que estoy descentrado.
—¿Por qué? ¿Has vuelto a discutir con tu padre?
—¿Cuándo no discuto con él? —lo repitió dos veces de manera irónica—. No para de decirme que soy el peor hijo que ha podido tener. Según él, no valgo ni para elegir una mujer de bien.
—Tu padre ya me mete hasta en vuestras discusiones. No tiene suficiente con que no estemos juntos por él.
—Tampoco estamos separados. —Aprovechó para guiñarle y robarle un beso.
—Descansa, cariño. Te noto agotado y mañana tienes reunión a primera hora.
Apagaron la luz y se fueron a dormir, ella apoyada en el pectoral de él y con las piernas entrelazadas mientras Raúl la abrazaba. Una postura muy romántica en la que duraban segundos. Ambos eran igual de nerviosos hasta durmiendo y siempre acababan de cualquier forma, dispersos sobre la cama y robándose las sábanas en época de frío. A la mañana siguiente, Cristina ya se había ido a clase cuando la chica se levantó a preparar el desayuno y llevarlo a la cama. Quedaron en verse para cenar y ponerse al día.
Tras despedirse con un par de achuchones, cada uno emprendió su camino hacia la rutina. La chica no se había dado cuenta de la hora, pero acababa de perderse la primera clase de Elena. Tendría que esperarse los veinte minutos del final y entrar de manera discreta, por si había suerte y no se había dado cuenta de su ausencia antes, como efectivamente ocurrió.
Las tardes en el café se repetían cada vez con más frecuencia. Es más, Elena hasta se atrevió un día a decirle a la chica, tras las clases y aprovechando que estaba sola:
—¿Te veo esta tarde? —le preguntó dándole un golpe en la cintura y dedicándole una sonrisa—. Le he dicho a Alfonso que os paséis sobre las ocho. Así puedo veros.
La chica se quedó muy cortada y se limitó a afirmar con la cabeza. A pesar de llevar semanas tomando café fuera de la facultad, en ningún momento el trato había sido diferente. Al contrario, la chica trataba a Elena de usted a pesar de que la propia profesora había mencionado en clase que se la tuteara sin problemas. Pero ella quería marcar distancia y dejar clara su postura de no aprovecharse de su buena relación fuera.
Camino al coche para volver a casa, pasaba la chica por el parking de motos cuando se encontró al Señor y este la paró con gesto preocupado:
—¿Cómo estás? ¿Cómo te va este cuatrimestre?
—Por ahora bien. Espero escapar mejor que el cuatrimestre anterior. Gracias por la preocupación. —Intentó proseguir.
—Espera —le dijo agarrándola por el brazo—. Tienes que tener cuidado. Te veo buena niña y por eso mismo quiero avisarte.
—¿Avisarme? ¿De qué? —Aprovechó para soltarse, pero ciertamente acababa de preocuparse al completo por aquella situación.
—De Elena. Es muy abierta con los alumnos. Esto acarrea muchas envidias y competencias entre los propios alumnos. Van a pensar mal por tu buena relación con ella.
—Pero mi relación con ella es cordial. Es más, nunca hemos hablado ni siquiera de sus clases.
—No seas inocente. Sabes de primera mano que pensarán mal. Solo te aconsejo que te alejes: no te va a venir bien. Únicamente puedo decirte eso hasta ahora. Es una compañera de trabajo y no puedo hablar más aunque quiera protegerte.
Se alejó de la chica mientras se ponía las gafas de sol, dejándola preocupada y pensativa al respecto. No cayó en reflexionar sobre cómo conocía esa relación ajena a la facultad. Tras unos minutos paralizada en mitad del parking, la chica siguió caminando hacia el coche y volvió a casa. Aquella tarde decidió no ir a tomar café. Tardaría cerca de semana y media en volver, por lo que Alfonso y Elena le preguntaron los motivos de su ausencia:
—Entre los estudios y que Raúl ha estado por aquí esta semana, pues no he tenido tiempo de quedar. —Justo al decir el nombre de Raúl se dio cuenta de que acababa de abrir la caja de Pandora y comenzó a intentar que lo olvidaran—. Pero contadme, ¿estáis los dos mejor con vuestros problemas? Ponedme al día.
—¿Tienes novio? —preguntó de inmediato Alfonso con cara de preocupación.
Ante el silencio de la chica por no saber qué responder a la pregunta —no eran novios, pero tampoco amigos «normales»—, Elena saltó a su rescate:
—Deja que la niña tenga lo que quiera —soltó de manera sarcástica.
—Pero nos tendrá que presentar a ese tal Raúl para nosotros darle el visto bueno. ¿Estudia o trabaja? ¿Qué edad tiene? ¿De dónde es? ¿Cuándo lo vas a traer una tarde? —Alfonso comenzó un tercer grado.
—Nunca —respondió de manera tajante y rotunda.
—¿Qué tiempo lleváis?
—No voy a responder nada, Alfonso. Son mis cosas.
—¿Tus cosas? Llevas dos meses escuchando las nuestras. Creo que nos merecemos que la confianza sea mutua porque sabes mucho de los dos.
—En eso lleva razón —apuntilló Elena en voz baja mientras asentía con la cabeza.
Un poco forzada, contó una historia muy ligera, de la cual cada uno de ellos sacó conclusiones totalmente distintas, siendo la de Alfonso la que más le molestó a la chica:
—Entonces llevas varios años siendo simplemente el juguete sexual de Raúl. Pues qué suerte tienen algunos —dijo mientras se acababa el cigarro, con un tono molesto.
—Yo no lo conozco a él —Elena intentó calmar la tensión creada con un tono suave y cariñoso—, pero como mujer y sin intención de ofenderte, te digo que tú sientes mucho más de lo contado por ese chico. Pero ojo, no te juzgo. Cada uno lleva su vida como quiere.
Salvada por la campana. Llegaba el camarero para traer una nueva ronda. Al volver a quedarse solos, Alfonso intentó sacar el tema de nuevo, ya que estaba realmente molesto con las últimas noticias de la chica. No entendía cómo podía estar involucrada en una relación así. Desde entonces ese nombre se convirtió en algo que le molestaba y agriaba su cara en todo momento. El odio hacia Raúl fue inmediato por su parte. Elena, muy rápida y ágil de pensamientos, captó la situación de inmediato, convirtiéndose en la mediadora cada vez que salía el tema de ahí en adelante.
La chica se fue de nuevo antes de cenar. Esta vez sí tenía planes y no era una excusa. Había quedado precisamente con Raúl, algo que remarcó al irse. Se despidió, esta vez con dos besos a Elena y con un toque en el hombro a Alfonso. Estaba disgustada y quería dejarlo claro.
Al llegar a la cena, la chica no pudo guardarse la pregunta que le rondaba en la cabeza sobre el tema y se la hizo a Raúl:
—¿Soy tu juguete sexual?
—¿O yo soy el tuyo? —preguntó Raúl entre risas, pensando que la chica estaba bromeando.
—Te lo estoy preguntando seriamente —dijo, esta vez de manera más rotunda.
—Ahora piensa: ¿le contarías tú a tu juguete sexual tus problemas? ¿Le mandarías cada noche un mensaje de buenas noches? ¿Tendrías a tu juguetito en la mente más que al propio trabajo?
—Lo siento. La conversación de esta tarde con Alfonso ha sido rara…
—¿Quién es Alfonso? —El nombre le sonaba, pero no caía en él.
La chica comenzó a refrescarle quién era Alfonso. Le había hablado de él en algunas ocasiones. Posteriormente le comentó la conversación que había tenido sobre la relación de ambos, ante lo que Raúl se mostró muy tajante:
—No pienso calentarme la cabeza por ese viejo, pero te digo que tengas cuidado. Tú lo ves como un padre y la reacción que te ha mostrado hoy es de celos. Ten cuidado, cariño.
Y sin conocerlo, lo caló al completo.
Tras la cena se fueron al hotel de Raúl. Querían pasar la noche juntos y despedirse, pues comenzaba la época de exámenes y no se verían en unos veinte días. No durmieron. Cuando se dieron cuenta de la hora, ya tocaba ducharse —juntos, por supuesto— e ir a sus respectivas rutinas. Raúl la dejó en la puerta del aulario. Al despedirse con un beso, vieron pasar a Elena, que se dirigía a la clase. Automáticamente, la chica se sonrojó y se metió corriendo en el aula. Primero tenían clase con Elena y después con Ernesto para poner fin al curso, y a su segundo año de carrera.
Fue uno de estos últimos días de clase cuando la chica le habló a Claudia, una compañera de clase con un carácter similar al de ella, pero con la que por distintas circunstancias nunca había cruzado palabra.
—También te han avisado de que estaba pasando lista de asistencia, ¿no? —comentó la chica en un tono amable para acercarse a conocerla.
—La verdad es que sí —dijo entre risas—. Me han tenido que traer desde casa para que a segunda hora no me volviera a poner falta.
Claudia era una chica muy sociable, leal, capaz de sacar uñas y dientes para defender a los suyos en cada momento, muy coqueta y con una muy débil coraza que le permitía aparentar una personalidad arrolladora de primeras. A pesar de su faceta arisca, en el fondo estaba cargada de inseguridades. Era lista e intuitiva y nunca llegaría a mostrarse al completo frente a la chica por sus reservas, aunque sí se entregaría a la causa para apoyarla. Sin duda, el comienzo de una amistad acababa de gestarse entre Claudia y la chica. Se iniciaba una unión que duraría el tiempo que la vida y el destino tenían previsto y marcado.
Comenzaron los días intensivos de biblioteca. En ellos no había cabida para las nuevas amistades de las carreras. En esas jornadas de estudio estaban los amigos de siempre de la chica, que se conocían desde primaria. Más de diez años de amistad, por lo que entre ellos había de todo, salvo sutileza y tacto, pues, como bien decía siempre Mar, la confianza da asco.
Se reunían desde la nueve de la mañana hasta la madrugada. Solo paraban para comer y para los respectivos cigarritos, aunque siempre hacían intermedios de risas, charlas y cotilleos en mitad de la biblioteca, entre susurros y miradas compenetradas. En aquellos días se reunían de manera fija la chica, Cristina y Mar, estudiante de Psicología, bipolar pero directa y expresiva como la que más. Para ella no existía la sutileza. Teniendo confianza, diría lo que pensaba sobre ti o cualquier persona. Todo un personaje peculiar, pero de las pocas que confiaron en la chica cuando, con dieciséis años, quiso cambiar su mal genio y carácter. Sin duda, llevaba su vocación de psicóloga y de querer ayudar a los demás desde siempre en su interior.
La chica contaba con un grupo de amigos sólido desde los once años. Las mismas amigas y amigos que, aunque habían tomado destinos y carreras distintas, los fines de semana se veían en Marbella, en los bares de siempre, a pesar de las distancias y la falta de contacto diario. Estaban ahí como siempre habían estado. Un claro ejemplo de ello era Adelaida. Estudiaba Ingeniería en Algeciras y ningún día le faltó un «buenos días» o un «¿qué tal estás?». Amiga de sus amigas, se preocupaba por cada una del grupo de manera individual y colectiva. Semana tras semana insistía en una cena de las amigas de siempre. Sin duda alguna, era el pegamento del grupo; la que hacía que, a pesar de llevar vidas distintas y en diferentes lugares, se volviera a la tierra cada fin de semana. Una paciencia de santa tenía con todas ellas.
Adelaida no dejaba de ser otra loca más de ese grupo, fiestera pero con los pies en la tierra, capaz de sacar una sonrisa a cualquiera con sus alocados planes donde no faltaba el pasarlo bien en ningún momento. Una amiga de los pies a la cabeza. La chica agradecía al mundo haberla puesto en su camino hacía ya muchos años, pues era una rompedora de rutina, un botón de desconexión que ayudaba sin parar, día tras día, a sacar sonrisas, cuando muchas veces ni ella misma tenía fuerzas para ello.
La chica se sentía afortunada por todas y cada una de sus amistades. Por eso no le importaba todo el mal rollo que se había creado en clase, la cual estaba dividida como en dos bandos: los amigos de Laura contra el resto. Estaba acostumbrada al concepto piña como grupo; por eso nunca se cansó de dar la cara por esta una y otra vez, de responder a cada comentario de los compañeros que intentaban molestar. No llegó a comprender tanto odio hasta que llegó el final del curso y ella se mezcló en esta historia, pues se sentía en deuda con Laura por su ayuda con los estudios en los primeros años de carrera.
La chica suspendió la asignatura de Ernesto, el súbdito del Señor, al igual que el resto de la clase, salvo Alfonso y Laura, por lo que ni se molestó en ir a revisión. Las notas con Elena no estuvieron mal: un sobresaliente y un notable bajo. Estuvo a punto de preguntarle si el sobresaliente había sido merecido o por las tardes de café, pero lo dejó pasar, pues seguramente la pregunta la ofendería por poner en duda su profesionalidad.
Ese mismo día, el último en la facultad antes del verano, se volvió a encontrar al Señor en un sitio que se convertiría en el punto de encuentro «casual» en el curso siguiente: el aparcamiento de motos. Esta vez no se paró. Iba acompañado de Úrsula, una de sus empleadas. Sin embargo, sí le dedicó una frase:
—Nos vemos en septiembre. Estudia.
Comenzaba el verano, una rutina distinta formada por trabajo, más trabajo y estudio por la noche. No es que de camarera fuera a ganarse la vida, pero estos dos trabajos hacían que pudiera seguir manteniendo sus estudios en Málaga y, de vez en cuando, darse una escapadita. Raúl, por su parte, harto de verla esforzarse, le ofrecía ayuda económica para que no tuviera que estar tan asfixiada, pero el orgullo de la chica no podía permitírselo.
Era la época en la que más se veían. Prácticamente vivían juntos durante los tres meses. Una vida de casados independientes, pues salían a trabajar, con sus amigos y por la noche volvían a la casa para pasar la noche juntos o, simplemente, para amanecer juntos. Seguían con su relación, incomprendida por el mundo pero elegida y cómoda para ellos.
Los meses se les pasaron a ambos volando. Cuando la chica se dio cuenta, era septiembre y tenía que enfrentarse a dos exámenes, ambos del mismo departamento del Señor. Aun así, estaba convencida de que aprobaría. Había estudiado y preparado las asignaturas como ninguna otra hasta ahora. Raúl la acompañó. Estaba igual de nervioso que ella, sobre todo cuando, estando fuera, reconoció al Señor y vio que no solo merodeaba por su examen, sino también por el de su empleado en los días siguientes. Estaba buscándola.