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10. LAS CARTAS SOBRE LA MESA

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Nerviosa, temblando y sin parar de dar vueltas por el salón se preparaba para el examen oral, para el que estaba citada a las diez y media de esa misma mañana. Eran las cinco y aún no podía dormir. Había redactado toda una serie de posibles preguntas y sus respuestas, releído tres veces esas mil páginas del primer manual subrayado, con infinitas anotaciones y, sobre todo, con el esquema permitido preparado.

Se quedó dormida en el sofá. Cinco minutos antes de sonar el despertador, Cristina la despertó, preocupada porque era bastante perjudicial para la chica dado su historial médico, con problemas de espalda que en ocasiones la habían dejado incluso sin poder caminar debido a su pinzamiento en la columna, empeorados debido a su trabajo de camarera.

—¿Qué hora es? —preguntó sobresaltada la chica, levantándose rápidamente, pensando que se había quedado dormida.

—Son las nueve. Tranquila, te queda una hora y media aún.

No sabía exactamente las horas que había dormido, pero el cansancio quedaba en segundo plano debido a los nervios acumulados. Nunca había sido de esas personas a las que un examen les parece una vida; siempre había sido una chica con aplomo que se metía en su mundo, haciendo oídos sordos al entorno antes de cada prueba o acontecimiento importante, pero en esta ocasión le era imposible.

—Estate tranquila. Te lo sabes mejor que tu propio DNI —bromeó Cristina para relajarla.

La chica reía. Junto con Raúl, Cristina era experta en calmarla y quien más la entendía. Se dispuso a salir. Esta vez tocaba afrontarlo sola, debido a que su amiga también tenía clase y no podía acompañarla, y el resto de compañeros ya le hacían el favor de cogerle los apuntes mientras ella acudía a su cita del examen oral.

Los minutos pasaban lentos, pero ya eran las once de la mañana y por allí no aparecían ni el Señor ni ninguno de sus súbditos para poder preguntarle al respecto. Llegaba media hora tarde a un examen. Con cualquier otro profesor se podría decir o hacer algo, pero con él te jodías y aguantabas el tirón. La chica se puso como margen esperarlo una hora, aunque ella misma sabía que seguramente esperaría hasta ser vista por alguien para dejar constancia de que había estado allí.

Mientras daba vueltas por aquella planta, releyendo todos los carteles, escuchó su voz ronca proveniente de la planta inferior. Parecía disponerse a llegar a su cita con la alumna al fin.

En mitad del descansillo de la escalera, se paró en seco al ver a la chica sentada en el butacón, provocando incluso un choque con los súbditos que lo acompañaban.

—Pero ¿tú y yo habíamos quedado hoy? —preguntó muy asombrado de tenerla allí.

—Sí, para el examen oral. Le mandé un correo.

—Y lo vi, pero no recuerdo haberte dicho exactamente hoy. No pasa nada. Entra y lo hacemos rápido. —Se dispuso entonces a abrir la puerta del despacho.

—Pero Señor, teníamos cosas pendientes que revisar —replicó Tomás.

—Cuando acabe aquí, entonces lo vemos todo. —Mientras tanto, indicaba con sus gestos y típica galantería que la chica pasara primero.

Una vez dentro, el Señor se dispuso a ordenar un poco el despacho y hacerle hueco. A simple vista no parecía un tipo muy desordenado, pero sí con mil cosas en mente que le llevaban a serlo, algo seguramente provocado por su avaricia de poder, de querer dirigir todos los proyectos de su ámbito, por los que era incluso internacionalmente conocido.

—Tome asiento, señorita. Aunque reconozco que me gusta la gente educada como usted, que espera la orden para hacerlo. —Le estaba dedicando una media sonrisa a la chica, quien supuso que sus palabras eran para tranquilizarla y romper el hielo—. Ahora cuénteme. ¿Qué le ha parecido? ¿Le ha gustado el libro?

—Sí, la verdad. La asignatura me gusta y este —señaló el libro— no está nada alejado de lo visto en ella.

—Anda, pero si ha hecho los deberes. ¿Puedo cogerlos? —Una pregunta retórica, pues los esquemas y resúmenes de la chica ya estaban en su mano cuando la hizo.

—Por supuesto. Es lo comentado por correo electrónico, lo que le pregunté si podía traer.

—¡Guau! —exclamaba una y otra vez mientras leía el trabajo realizado—. Se lo ha tomado usted muy en serio. Me alegro. Se nota que ha trabajado. Por lo tanto, no le voy a hacer examen. Me quedo con estos resúmenes y esquemas. Usted ya tiene su merecidísimo cinco.

—¿No voy a hacer el examen? —La chica no creía lo que estaba escuchando.

—Nunca tuve intención de hacérselo. Simplemente quería verla trabajar sin conformarse. Pero no se marche aún. Tenemos algo muy importante de que hablar.

Se levantó de su mesa y salió del despacho, dirigiéndose a otro cercano. Al parecer, no llevaba encima el tabaco y necesitaba de él para esa conversación. Al volver cerró la puerta y cogió un par de folios de la impresora.

—¿Quiere uno? —dijo ofreciéndole un cigarrillo.

—No, gracias. No fumo.

—Ya debe estar tranquila. No va a tener examen. Venga, anímese. Sé que fuma de vez en cuando —afirmó volviéndole a insistir.

En ese momento aceptó tanto el cigarro como el ofrecimiento a encendérselo. No pensó en la coletilla de saber su picoteo con el tabaco. Parecía que el ambiente era más relajado, pero la chica seguía en tensión, sin saber exactamente el porqué de su simpatía. Ambos estaban debatiendo tranquilamente sobre diversos temas de la asignatura y la carrera. La cosa se torció: el Señor empezó a descubrir sus cartas, atreviéndose incluso a plasmarlas en un folio.

—Yo a su edad regalaba los apuntes a las chicas guapas como usted. —Se lo decía mirándola a los ojos—. No creo que tenga problema en conseguirlos. Sé cuánto trabaja y las escasas horas que tiene para dedicarle a esto.

—Pero me gusta lo que estudio; por eso sigo.

—Y aquí está. —Se echó hacia atrás fuertemente, agitando la silla del impulso tomado—. Frente a alguien que le puede hacer la vida mucho más fácil.

—¿Por? —La chica acababa de perderse. Al mismo tiempo, sus nervios volvían.

—He cogido los folios para explicárselo mejor y hacerle un esquema. Ya veo que le gustan y los comprende mejor. —Con su risa irónica parecía estar muy seguro de sus palabras, pero sus actos y la forma de fumar revelaban que también estaba nervioso.

—No entiendo qué quiere decirme, lo siento. —Se hizo la tonta.

—Su expediente es mediocre, tirando a bajo, pero me gusta y le veo potencial. —Al mismo tiempo, anotaba la nota media de la chica en el papel—. Pero mi área y mi trabajo tienen matrícula de honor. —De nuevo anotaba, en esta ocasión dos dieces—. Gracias a esto puedo conseguirle lo que quiera. ¿Prefiere trabajar en esta universidad o en otra?

—Nunca me he planteado nada de esto. —La chica estaba desorientada.

—Pero ¿le gusta la idea? Con mi apoyo, mi ayuda… —No pudo evitarlo y se encendió otro cigarrillo, pero esta vez sí se le notaban los nervios. Estaba temblando—. En fin, ¿por dónde iba? Ah, sí. Yo nunca ofrezco esto, señorita. Son las masas las que tocan a mi puerta para pedírmelo.

—No entiendo por qué me lo ofrece a mí. Usted mismo ha visto y dicho que mi expediente es normal.

—Porque me gusta su seguridad, su aplomo, la forma de expresarse… —El Señor lo veía con claridad—. Pienso que es una inversión muy fructífera. ¿Qué me dice?

La chica estaba totalmente en silencio. No sabía qué hacer o decir de nuevo; solo le salía observarlo a él y al folio donde escribía números.

—No diga nada. Entonces, mejor siga escuchando ahora mismo. Me gusta porque es diferente y original. Estoy cansado de los cerebritos que tocan a mi puerta pidiendo un puesto. Serán muy brillantes y sacarán notazas, pero no soportan la presión del trabajo diario. Pero usted —en esta ocasión la miraba fijamente a los ojos e incluso la señalaba con el dedo índice de la mano derecha— es diferente y me gusta. Veo que es capaz de comerse el mundo. Veo en usted un diamante en bruto muy parecido a mí.

—Muchas gracias. —La chica no pudo evitar sonrojarse—. No es algo que me haya planteado, ni mucho menos. Quienes llegan aquí no sé cómo serán de personalidad, pero sí sé que es gente con muy buenos expedientes.

—Imagínese si usted tuviera eso también. —Comenzó a reírse—. Se come la universidad entera. Incluso me destronaría. Pero no quiero que se equivoque: todas las cosas de este mundo tienen un precio y algo de este calibre no iba a salirle gratis.

—¿Cuál es el precio? Mucho sacrificio y competitividad, he de suponer —apuntó, ingenua.

—Eso ya cuando esté dentro, cuando abra el regalito. Pero para abrirlo, antes ya sabe qué tiene que hacer. —La risa irónica y perversa podía vérsele a kilómetros en ese momento.

—La verdad es que no. Me lo puede decir claramente y con todas las letras. —El tono ya no era preocupado; ni siquiera se sentía halagada. La chica comenzaba a estar a la defensiva.

—Es lista. Sabe que no lo haré. —De nuevo se prendió otro cigarrillo.

—Dígame exactamente, por favor. —La chica no podía evitar desafiarle con la mirada, mantenérsela como nunca.

—Repito: es lista y sabe lo que quiero. Desde febrero estoy interesado en usted. Le mando correos electrónicos, le ofrezco todo mi tiempo y ayuda, estoy a su disposición. Mucha preocupación para ser yo, ¿no cree?

—Demasiada. ¿Entonces ese sería el precio? —Lo había captado por completo.

Mientras esperaba la respuesta, comenzó a recoger sus cosas. La ira de la chica no paraba de aumentar. Quería contenerse y guardar las formas, pero cada vez le estaba costando más.

—Sí, y es algo que usted ya sabía desde que entró por la puerta. No niego sus aptitudes. No lo haría si no creyera en usted. —Quería demostrarle también su interés mental.

—No lo quiero. Puede retirar su oferta y met… —Estaba ofendida.

—No acabe la frase. Estábamos hablando muy cordialmente. Solo quiero recordarle que yo no llamo a puertas. No es consciente aún de que es alguien muy especial para mí y por ello he hecho una excepción. Llévese el folio con el esquema y recapacite. Aún tiene mucha carrera por delante. A finales de tercero es cuando comienzan a pasar por aquí para hacer el trabajo de fin de carrera conmigo y poder quedarse. —Se levantó para darle la mano a la chica. Quería mantener su imagen de caballero incluso después de aquella conversación—. Para entonces, la oferta seguirá vigente si lo pide. Y recuerde: es porque sé su valor. Cuídese.

La chica salió sin despedirse. Estaba ofendida y al mismo tiempo halagada. Respecto al precio, todo parecía indicar que se trataba de acostarse con él. No iba a venderse, y menos por un puesto, pero una parte de ella se sentía halagada: un profesor con ese poder y caché había valorado su esfuerzo de trabajar y estudiar. Era la primera vez que alguien lo hacía.

Siempre había vivido procurando no decepcionar a sus padres, pues aunque la elección de carrera había supuesto dramas y broncas en su casa por las escasas salidas profesionales, ella había prometido que sería la excepción y su objetivo era cumplirlo, pero no a ese precio, por muy golosa que fuese la oferta. El mero hecho del reconocimiento y la confianza a medias depositada supuso un empuje y un cambio de ahí en adelante para la chica.

En cuanto salió de aquella torre de despachos intentó localizar a Cristina, pero esta no le cogió el teléfono. Seguía en clase y le fue imposible hablar en aquel momento. Aquella noticia era demasiado gorda para aguantarse y sus compañeros aún estaban en el aula. Entonces recordó a Elena y las tantas veces que le había repetido el interés académico y las ganas de potenciarla del Señor. Fue directa a su despacho.

—¿Se puede? —La chica golpeó la puerta y esperó indicaciones de Elena para pasar.

—Por supuesto. Pasa.

Al entrar, la chica cerró la puerta, algo que llamó la atención de Elena.

—¿Por qué cierras? Yo tengo la costumbre de atender con la puerta abierta.

—¿De verdad? —La chica no comprendía el motivo.

—Claro. Así evitas muchas más cosas de las que crees.

—¿Puedo dejarla cerrada? Es algo personal y bastante confidencial.

—Vienes del examen, ¿no? Cuéntame. —Elena dejó de hacer sus tareas para dedicarle plena atención.

Esta le contó todo cronológicamente, desde el principio, con los temas debatidos incluidos y la parte final tan espinosa.

—Es normal que estés por una parte halagada. Incluso podrías estar eufórica, porque él nunca hace esas ofertas a nadie. Lleva razón en lo dicho. —Elena se quedó a cuadros.

—También me siento aliviada por no ser una inútil suspendiendo una y otra vez. —La chica no podía parar de sonreír.

—Eso ya te lo dije en su momento. Estaba poniéndote a prueba y llevándote a tu límite para ver hasta dónde eres capaz de llegar y si explotabas de manera académica.

—Pero olvidas la segunda parte…

—No la olvido. Me sorprende incluso. —Su tono era sosegado para no alarmarla—. Es tan caballeroso. Nunca se le ha oído nada con ninguna alumna y son muchos años los que lleva por aquí. Has dicho no; eso también le habrá gustado y le habrá hecho ver que no eres fácil. No creo que vaya a más. No es de esos…

Golpearon la puerta.

—Sí, adelante.

Eran Laura y Alfonso. Estaban preocupados por la chica y a esta, con la tertulia, se le había olvidado responder a los mensajes. De nuevo, la chica repitió la historia para ellos. La cara de Laura cambiaba cada vez más conforme se acercaba el final de la misma y, sobre todo, al ver el folio con las anotaciones, donde se indicaba claramente la opción a un puesto.

—Estoy hasta temblando. Mira. —Enseñó su mano para que todos vieran su estado de nervios.

—Qué asco de tío —argumentó Laura.

—Ha sido elegante dentro de lo que cabe. Él ha hecho una proposición y ella la ha rechazado. Ambos son adultos y seguirán su camino. —Elena quería seguir confiando aún en la profesionalidad de su compañero.

—¿Y qué más te ha dicho sobre el puesto? —Alfonso se sentía indignado.

—Que podría ser en la universidad que quisiera. —La chica no podía evitar su sonrisa al decir esto.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Vas a hacer el trabajo de fin de carrera con él? —preguntó Laura con mucha preocupación e incertidumbre.

—No, ni loca. Había pensado hacerlo con Elena si ella me aceptaba. —La miró de reojo—. En cuanto a trabajar en la universidad, era algo que nunca me había planteado, la verdad… pero es una puerta abierta. Aun así, no será de esa manera —exclamó de manera tajante y, de nuevo, dando vueltas por la habitación.

—Yo creo que te lo volverá a ofrecer. Y, sin segundas intenciones, pégale un empuje a tu expediente y súbelo —le aconsejó Elena.

—Yo tengo que irme. Además, Alfonso tiene que llevarme y se nos va a hacer tarde —comentó Laura, quien se sentía muy incómoda y quería marcharse.

—¿Nos vemos mañana? Y siento no haberos respondido antes; se me ha ido de la cabeza. —La chica mostró su despiste.

Al final todos salieron del despacho camino a sus respectivos coches, incluso la propia Elena. Alfonso y Laura iban más adelantados, lo que fue aprovechado por Elena para aconsejarle a la chica:

—Debes tener cuidado en la manera de decir las cosas ahora mismo. Ha sido un subidón para ti porque te valoran, pero acabas de contarle a tu amiga que se le ha cerrado una posibilidad de quedarse y que lo tiene más difícil…

—Es verdad. —La chica se echó las manos a la cabeza y se paró en seco—. No me he dado cuenta en absoluto.

—Lo sé. —Elena le pidió bajar el tono de voz con sus gestos—. Por eso te lo estoy diciendo yo. Sé que no has tenido ninguna mala intención. Se ha notado tu franqueza e ingenuidad. Has contado las cosas sin más vueltas, pero eso ha podido hacerle daño. —Elena se preocupaba por la amistad entre las chicas.

—Ella se merecería ese y cualquier puesto antes que yo. Le dedica muchísimo a todo esto. —Acababa de darse cuenta de que quizás había metido la pata con Laura.

Tras despedirse todos, la chica se montó en su coche y, revisando si llevaba todo, se dio cuenta de que le faltaba el esquema, el folio dado por el Señor. Salió del asiento del piloto para buscarlo mejor entre sus cosas. No paraba de preguntarse una y otra vez dónde lo había dejado. Paró en seco, aliviada y percatándose de que era Laura quien lo tenía. Se relajó ilusamente; ya se lo pediría al día siguiente. No se imaginó que nunca más volvería a ver aquella propuesta, aquella prueba.

El poder

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