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1. UNA CHICA SIN MÁS

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Llevaba año y medio aquella chica pasando desapercibida entre el resto de los mortales, curso y medio de asistencia a clase de manera disimulada, sutil. Sus ausencias y su presencia carecían de importancia, tímida y retraída, para los ojos de sus compañeros y profesores.

Su interés académico era el justo y necesario para recordarle por qué eligió aquella carrera abocada al fracaso, su motivo para estudiar Historia. Su decisión sobre los estudios no solo le había llevado a un futuro incierto, sino a un cúmulo de problemas en casa, pues unos padres humildes, trabajadores y de pueblo no comprendían cómo se había pasado de una carrera más próspera como Veterinaria a Historia de un día para otro. No entendían ni compartían la decisión de aquella chica, quien era ni más ni menos que su propia hija.

Cada fin de semana bajaba a aquella pequeña ciudad costera para verlos, para hacerles ver que, a pesar de sus escasos apoyos, nunca olvidaría que la mitad de aquel sueño que estaba cumpliendo lo estaba consiguiendo gracias a ellos. Nunca oyó un «te quiero» o «estamos orgullosos», nunca escuchó de sus propios padres unas palabras que no fueran reproches. Por todo lo sufrido en lo tan poco vivido era como era, como le gustaba al Señor, sin ni siquiera ella saberlo.

Pese a todo, estaba ya a mediados de su segundo año. Su expediente no brillaba por sus notas; eran lo suficientemente vulgares para seguir avanzando sin arrastrar asignaturas y poder seguir manteniéndose con la mísera beca que le otorgaban, junto con los trabajos esporádicos.

Los exámenes finales de febrero se acercaban, provocando unas clases menos concurridas, sobre todo las impartidas por el Señor, un profesor famoso por su dureza, soberbia, chulería y por su elevado número de suspensos y repetidores. En esta rutina, cada clase que impartía era una lección de prepotencia y arrogancia en estado puro, donde los alumnos agachaban la cabeza en los momentos de debate, pues un solo cruce de mirada con él suponía competir verbalmente con una de las mayores mentes de la facultad, con plena conciencia su dueño de aquel potencial.

Pero esos momentos eran inevitables. El transcurso académico y sus variedades históricas siempre conducían a una diversidad de opiniones, donde la paz y la cordialidad pasaban a un segundo plano, dejando como protagonista a la terquedad de la razón, acompañada de un tono de voz chirriante para las personas como aquella chica, que pasaban ya no solo de pronunciarse, sino incluso de pensar en el tema de debate.

Hasta aquel día de principios de febrero, cuando el subconsciente la traicionó y habló en voz alta, pronunciando un breve pero irónico comentario, el cual fue tomado por sus compañeros como chiste, provocando risas y dejando al Señor en segundo plano. Mientras todas las mediocres miradas de sus compañeros se fijaban en ella, se acercó, pronunciando su nombre por primera vez, haciéndola dudar sobre su invisibilidad en la asignatura. Con un tono grave y castigador le pidió que se pusiera en pie y explicara aquel comentario.

Las piernas le temblaban mientras lo hacía. Los nervios le impedían hasta oír sus propias palabras. Solo sabía que su boca no paraba de hablar y que ello iba a conducir a un círculo vicioso donde todo era expresado mediante una leve pero notoria tartamudez, producida por el respeto y miedo que el Señor infundía. Efectivamente, entró en bucle, pero se había expresado competentemente bien para optar a una frase concisa y clara del Señor: «Una buena perspectiva de la realidad, pero ni una más». Se sentó y respiró con normalidad de nuevo. Acababa de pasar una prueba de fuego.

Sin ser conscientes de ello, ese episodio marcó un antes y un después en la vida de ambos. El Señor acababa de descubrir que esa chica callada y despistada no era quien aparentaba ser entre aquellas cuatro paredes, siendo su verdadero carácter no precisamente el de una niña; y que la timidez, junto al sonrojo de aquel momento, no eran parte de sus cualidades habituales.

La clase finalizó y al Señor se le encendió una llama pequeña, nacida de la curiosidad. Acababa de descubrir con aquella coletilla que había prejuzgado y fallado en su apreciación inicial, algo que su ego no podía permitirse. Debía investigar para averiguar más sobre la misteriosa chica, en la cual él mismo creía no haberse fijado nunca aunque, sin saber por qué, supiera su nombre.

El poder

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