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2. PRIMERA PRUEBA

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Ocho horas al día durante trece días seguidos para un examen de tan solo ochenta folios de apuntes, cuando a asignaturas de densidad triplicada dedicaba la mitad de tiempo. La chica sabía que sería difícil, pero nadie le dijo que fuese imposible.

Los días previos al examen, tres días antes exactamente, se encontraron la chica y el Señor casualmente en un bar de mucha influencia académica, donde él no solía acudir. La curiosidad le estaba haciendo relacionarse, involucrarse con aquel ambiente que siempre odió, pues su llama necesitaba saber más sobre la chica y era el sitio perfecto para encontrarla.

Ella ni siquiera había notado su presencia; sin embargo, él tomaba sorbo tras sorbo de su café sin poder retirar su mirada de la mesa de aquella chica. Se dejó llevar por su impulso —algo que siempre había podido controlar— y se sentó junto a ella:

—¿Estos apuntes son sobre mi asignatura? —Curioseaba los folios de la mesa.

—Sí, Señor. Estoy rehaciéndolos por segunda vez a mano para repasar mejor. — Evitó mirarle directamente; no le daba buena espina.

—Es inútil. Lo sabes, ¿verdad? Ni tú ni la gran mayoría de tus compañeros aprobaréis. —Sonreía tras aquella mitad broma y mitad verdad.

—Si no lo intento dejaría de ser yo, Señor. No puedo tirar la toalla así, sin más, en la asignatura. Quien no arriesga, no gana. —Quería mostrarle su interés sobre la misma.

—Positiva y valiente. Me sorprende de una chica tan retraída como usted. Sin embargo, me acaba de dar una idea muy buena. Gracias.

—¿Qué idea, Señor? —La chica no lo comprendió.

—Un consejo: deje de estudiar y descanse; está mejor sin ojeras. Nos vemos el lunes.

Se alejó lentamente de ella para que no lo olvidara fácilmente. La chica, sin embargo, agachó rápidamente la cabeza. Sentía miedo y mucho respeto por el Señor, pero su carácter la traicionaba en cuanto veía una situación injusta frente a ella, aunque siempre desde el respeto y la educación.

Antes de cruzar la puerta, él se giró. Esperaba una mirada cómplice con ella, pero no obtuvo nada más que una frustración, no solo por no encontrar la respuesta esperada, sino con él mismo. No entendía por qué aquella obsesión de repente. Su mente se sentía desconcentrada desde aquel debate en clase.

Llegó aquel lunes. Los nervios de ella eran propios de una chica joven enfrentándose a un examen, pero los del Señor no eran por la evaluación, pues él mismo era quien la desarrollaba y lo llevaba haciendo desde hacía tres décadas. Estaba nervioso por verla ante su primera prueba.

Repartió los folios en primer lugar, dejando la bancada de la chica a la orden de su súbdito. No se acercó; no la miró todo lo que hubiese deseado. Sentía que en él estaba naciendo un descontrol impropio de su persona. La falta de información sobre aquella chica estaba desquiciándolo. Tras repartir a todos el papel, con tono firme y seguro dijo:

—Desarrollen cada uno de ustedes el tema que mejor se sepan.

Los alumnos se miraron entre ellos totalmente sorprendidos e incrédulos. No entendían cómo el Señor estaba concediendo ese privilegio. Nunca lo había hecho y mucho menos había sido tan benevolente. Ni él mismo sabía por qué había hecho eso. Se fue al baño a refrescarse y, cuando levantó la cabeza, contempló su reflejo y supo que algo dentro de él no estaba igual. La intriga le estaba haciendo dudar; no pensaba con claridad. Simplemente quería ponerla al límite y poder así observar de qué materia estaba hecha la chica.

Abandonó el examen dejando a sus súbditos con las labores de plebeyo y vigilancia. Se dirigió a su despacho con idea de comenzar a trabajar cuando miró el reloj y decidió irse a casa a desfogar con su esposa todos aquellos nuevos sentimientos que su cuerpo estaba experimentando, a regalarle el oído a la mujer que lo mantenía pero no lo hacía feliz. La chica, mientras tanto, ajena a los pensamientos retorcidos del Señor, tenía su mente concentrada en aquel examen, quizás de los más fáciles de su vida, sin poder imaginarse lo que todo aquello le depararía en su futuro.

Acabó el examen antes del tiempo límite, recogió sus cosas y dio las gracias al becario educadamente. Con su mochila colgada de un solo hombro, como siempre solía hacer, se marchó de la clase con su mejor sonrisa. Fuera de esta se encontró con sus compañeros, quienes también estaban asombrados por la generosidad y benevolencia del Señor en el examen. Juntos se fueron al bar a celebrarlo. Esperaban que para la semana siguiente estuvieran los resultados. Ninguno esperaba suspender esa evaluación tan asequible.

Efectivamente, las notas fueron excelentes y favorables para todos, salvo para ella. Ilógicamente, había suspendido con una nota un tanto llamativa: 4,9. Por tan solo una décima sus posibilidades de aprobar la asignatura se prorrogaban. Debía seguir intentando superarla o pasando pruebas, como luego descubriría. No lloró en aquel momento. No sintió que verdaderamente fuese injusto, a pesar de las buenas sensaciones tras acabar el examen, dudó incluso de si había fallado en algo grave, pues todos cometemos errores. Lo que no pensaba es que el suyo hubiera sido ser ella misma en todo momento.

Se citaron en tutoría dos semanas después. Algo tarde, pero el Señor, como en el futuro sería muy propio, quería forzar a la chica, situarla al límite de sus nervios para comprobar de primera mano cómo actuaba en cada una de las situaciones que la vida le brindara. Quería que el nerviosismo de por qué estaba suspensa y de si tenía opción a rascar esa décima que le faltaba le mostrara a la chica real, a la chica que se encontraba tras la fachada educada, tímida y simple que mostraba siempre en clase al profesorado.

La hora fijada para la tutoría era justo en medio de una clase, con lo cual tuvo que levantarse en mitad de ella e interrumpir con su salida a la profesora, quien la observaba mientras seguía explicando con gestos de curiosidad. No solo molestó para poder salir de clase. Levantó incluso a tres de sus compañeros para salir de la bancada, haciéndose notar sin querer.

Ahí estaba, un día cualquiera de marzo, esperando a que el Señor se desocupara para poder entrar en el despacho. Sus piernas volvían a temblar. No paraba de dar vueltas por el hall mientras oía las voces del Señor, siempre déspota, con uno de aquellos súbditos que rondaban por la torre. Este salió, con cara blanca y descompuesto por toda la humillación que allí acababa de sufrir; miró a la chica fijamente e incluso llegó a pararse frente a ella, pero sin pronunciarse, una mirada cómplice que la chica no entendía de ninguna manera, pero que en un futuro sería lo más humano que sentiría por aquellos pasillos.

Se acercó muy silenciosamente a la puerta; sin embargo, tocó de forma firme y segura para que el Señor supiese que estaba allí, esperando la orden de entrada. Para alargarle más la espera, contestó desde su cómoda silla:

—Un minuto.

De esta manera la hacía temblar un poco más mientras él disfrutaba de un cigarrillo cargado de imaginación sobre lo que podría pasar, sobre qué cara mostraría. Lo irónico fue que pasó lo único que no había pensado.

Tras su entrada al despacho, se quedó observándola de arriba abajo mientras ella permanecía en silencio, de pie, pues no pensó en ningún momento sentarse sin que el Señor se lo ofreciera.

—Siéntese, señorita. —Le señaló la silla—. Cuénteme en qué puedo ayudarla.

—Vengo para la revisión de mi examen. Teníamos la cita de tutoría fijada desde hace semanas.

—Disculpe, ni recordaba ese tema. Le busco el examen mientras me comenta qué percepción tuvo al hacerlo, si fue buena o mala, y por qué cree que está suspensa.

—Sinceramente, a esa última pregunta esperaba que usted me pudiera dar respuesta diciéndome en qué he fallado, qué debo mejorar y cómo puedo superar su asignatura. Yo salí del examen pensando que tenía un ocho como mínimo y aquí me hallo… —Aquella frase sonaba más humilde en su cabeza.

—No se preocupe. Su cara me suena de que es de las habituales en clase. Seguro que tiene solución el problema. Si no ahora, en septiembre. Aquí tengo su examen. Léaselo y pregúnteme lo que quiera sobre él.

Mientras la chica revisaba lo escrito semanas atrás, el Señor se encendió un cigarro contemplando su manera de sentarse, la forma en que pasaba las hojas. Pero sobre todo miraba sus ojos. Quería leer en ellos qué estaba sintiendo, qué ocultaba y qué pensaba. Tenía la necesidad de saber. Estaba tan absorto en ella y en sus interrogantes que no se dio cuenta de que la chica había acabado de leer y le hablaba. Se conectó a la conversación tarde, pero fue suficiente para no perder el hilo.

—No sé en qué he fallado. Me gustaría saberlo, porque no entiendo la letra de las anotaciones en rojo. Dígame, por favor, cómo puedo mejorar. Y no solo aprobar en septiembre, sino sacar nota.

—Mire, señorita, usted seguramente tendrá muy buenas notas en el resto de las asignaturas, pero en este departamento no somos de regalarlas. Si usted cree que su examen está aprobado, le hago una fotocopia ahora mismo y se lo lleva al decanato para reclamar una revisión distinta. Hágalo si tan segura está de su potencial. —Le devolvió la prepotencia anterior—. Ahora, le advierto que en esa revisión su nota se puede ver perjudicada, pues estará la profesora Úrsula, seguramente, y después dudo entre la asistencia de Facundo o Saúl, todos becarios y leales a mi persona.

—Estoy segura de que he aprobado, pero sé que tengo las de perder si reclamo; me marcaría para el resto de la carrera. Es de estas ocasiones en las que si volvieras atrás lo volverías a hacer exactamente igual. Pues así me siento, pero frente a su poder no puedo hacer nada, y más cuando usted mismo me dice que será inútil. —No pudo callar.

—Le repito que yo en su lugar iría a reclamar. Recuerdo el día que me dijo: «Quien no arriesga, no gana». Sin embargo, a las primeras de cambio saca la bandera blanca. Señorita, déjeme aconsejarle que estudie mucho en verano y se tranquilice; se está poniendo muy nerviosa. —Se encendió un cigarrillo y le ofreció.

—Me está diciendo claramente que estoy aprobada, pero que ni reclamando obtendré esa nota. Como comprenderá, no solo me pongo nerviosa, sino que me enfado por la injusticia que estoy padeciendo.

—No me malinterprete. ¿Le he dicho en algún momento que está aprobada? La he guiado hacia una oportunidad poco probable, pero la he ayudado. Señorita, no se victimice. Está suspensa. Asúmalo y póngase a estudiar, que es lo que debe hacer para aprobar. Viniendo aquí a intentar agradarme no lo conseguirá. No soy simple, no soy normal, no soy como el resto. Ya tendrá oportunidad de comprobarlo.

—No me victimizo, y mucho menos por un suspenso, pero voy a cruzar esa puerta más segura de mi aprobado que cuando entré, al igual que la cruzaré sabiendo que no ha sabido explicarme el motivo de mi suspenso. No tenemos nada más que hablar. Muchas gracias por su atención —dijo tan tajante y contundente que ella misma se asombró.

Y se fue, malhumorada y dejando con la palabra en la boca al Señor, quien no se la había imaginado nunca como una chica brusca, con temperamento y segura de sí misma. Si bien es cierto que había intuido ciertas aptitudes, las cuales le hacían pensar que la chica tenía carácter, era algo impulsiva e incluso bastante sincera, no sabía los niveles de cada uno de estos rasgos. Tampoco intuía qué más escondía tras cada uno de sus interrogantes. Una chica con un escudo de hierro, con el que intentaba aparentar que era fuerte, y él con una mente capaz de aflojar aquellos tornillos lentamente, pues el objetivo que se acababa de fijar era encontrar sus debilidades, saber por qué tenía aquella fachada cuando sus ojos no siempre mostraban felicidad, pues le enseñaban en cada segundo un sentimiento o pensamiento distinto. Tenía que descubrirlo para poder seguir pensando que era el mejor en lo suyo, analizando a las personas y poniéndolas a prueba.

La chica volvió a clase. Sin darse cuenta volvió a destacar con su entrada, su cara de enfadada y su portazo al entrar hicieron que todos centraran sus miradas en ella, incluso la profesora, Elena, la cual preguntó con un tono amable y empático:

—¿Todo bien, nena?

La chica, sorprendida por el interés de aquella profesora y con ganas de gritar que el Señor era un cabrón injusto, mintió y sonrió mientras decía:

—Todo bien, como siempre. Disculpe la interrupción de nuevo.

Volvió a su sitio, tras levantar a varios de sus compañeros, para sentarse junto a su fiel compañera desde el primer día, su amiga Laura, quien nada más verla sabía que todo había ido mal y venía con todo tipo de novedades, salvo con un aprobado. La chica aprovechaba cada minidebate que la profesora creaba en clase para contarle todo lo ocurrido y Laura se indignaba por la soberbia del Señor con cada palabra que su amiga refería sobre aquella tutoría.

La clase finalizó. Ambas seguían hablando, notándosele a la chica que tenía algún problema por la alteración con la que hablaba. Elena recogía lentamente. Intuía que lo estaba pasando mal y quería hacerle ver que estaba ahí para oírla si ella quería. Cuando pasaron frente a ella, con tono de orden les pidió que se quedaran las últimas. Ambas esperaron a que todos sus compañeros salieran para hablar más cómodamente.

Lo hicieron. Tanto Laura como la chica sabían que las palabras de Elena podrían servir de mucha ayuda en aquellos momentos. Una vez que todos estuvieron fuera, la profesora fue directa y clara:

—¿Qué te pasa? ¿Está todo bien? ¿Te puedo ayudar en algo?

La chica le contó todo lo que no hacía ni una hora acababa de suceder en el despacho del Señor, como si una amiga más fuese. Era la primera vez que hablaba con ella de algo que no fueran dudas o relacionado con la asignatura que impartía. Sería la primera de las muchas veces que hablarían juntas sobre el Señor.

Elena, como la propia chica, no se imaginaba las verdaderas intenciones del Señor, por lo que los consejos de la profesora hacia su alumna fueron típicos:

—Es así. Estudia y demuestra en septiembre que puedes con la asignatura. Si necesitas ayuda con cualquier cosa, ya sabes dónde tengo el despacho. Suerte y ánimo.

Unas pocas palabras que no pasaban de ser un mero y cordial consejo, el primero de muchos que Elena daría a la chica. El primero de muchos que la chica escuchó y no siguió.

Elena se marchó de clase, dejando a Laura y la chica juntas, las cuales decidieron no hablar más de aquel tema hasta que llegara septiembre, para lo que faltaban siete largos meses aún. Irónicamente, la chica tuvo la desgracia de hablarlo de nuevo con el propio Señor en los primeros encuentros casuales que se comenzarían a dar las semanas siguientes y que llegarían a hacerse habituales.

La chica volvió a casa con su típica sonrisa nerviosa. Allí estaría Cristina, impaciente, esperando noticias sobre la tutoría. Su mejor amiga era totalmente opuesta a ella: callada, noble, cariñosa, tranquila, entre muchos otros rasgos, ninguno de ellos compartidos, aunque juntas eran la combinación y el contraste perfectos. Sin duda alguna, Cristina era quien más la conocía. Seis años de amistad, entre los cuales cuatro eran de convivencia, habían dado pie a una confianza y un vínculo extremo de la una con la otra. Más que amigas, eran y son hermanas. La chica se sentía totalmente afortunada por poder contar con ella en su vida.

Desde este conocimiento, Cristina veía que la situación se estaba poniendo difícil, pues la preocupación en el semblante de su amiga era notoria. A la chica le rondaban muchas cosas por la cabeza. Tantas que ninguna le cuadraba.

El poder

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