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PRÓLOGO
ОглавлениеHace tiempo que Adriano necesitaba una nueva biografía. El último intento serio de escribirla fue el de B. W. Henderson, en 1923. Aquella obra, con su comparación entre Adriano y lord Kitchener, sus afirmaciones pacatas («hasta donde sabemos, la relación entre Adriano, que no tuvo hijos, y Antínoo fue de una amistad muy pura») y su declarada hostilidad hacia la erudición «teutónica», tiene ahora un aire rancio (la de su predecesor Gregorovius aparece injustamente tachada de «compilación intolerable [...] una auténtica pesadilla de libro»). En realidad, Henderson estaba desfasado incluso en el momento de la aparición de su trabajo—inexplicablemente, había ignorado el estudio publicado en 1907 por W. Weber, que fue fundamental, y tal vez todavía sigue siéndolo, aunque resulte en gran parte ilegible—. De cualquier modo, el considerable aumento de la información disponible—sobre todo inscripciones y papiros—desde el momento en que escribieron Weber y Henderson exigía desde hace tiempo una nueva síntesis cuyos cimientos han sido echados por una auténtica profusión de temas adriánicos: las acuñaciones de moneda del emperador, su muro, sus proyectos constructivos en Roma y Atenas, su favorito Antínoo, la guerra o rebelión judía de Bar Kojba y el «renacimiento griego», además de una intensa labor dedicada a la Historia Augusta. Sin embargo, Adriano ha llegado a ser conocido sobre todo por una novela de Marguerite Yourcenar (1951). Sin restar méritos a su gran intuición y su genio literario, el Adriano cuyas Memorias compuso Yourcenar es una persona distinta del emperador histórico. Aun así, a pesar de la necesidad de un estudio actual y objetivo, es posible que no me hubiera decidido a realizarlo de no haber sido por la insistencia de Peter Kemmis Betty.
Se supone que, al menos, me hallaba en una buena posición para emprender la tarea. Da la casualidad de que nací y me crié cerca del Muro de Adriano, esa «afamada obra de la Antigüedad» (como la llamó Walter Scott). Es una tierra donde resulta imposible que el nombre de Adriano pase inadvertido. Hace ya tiempo, una de las principales empresas locales era Hadrian Paints [‘Pinturas Adriano’], en Haltwhistle; «Adriano» ha sido luego en el valle del Tyne un nombre de marca registrada para cualquier tipo de productos, desde chapas para carrocería de coches hasta agua mineral. Más aún: nuestra casa, Chesterholm, fue construida en gran parte con piedras del fuerte romano de Vindolanda, al otro lado del arroyo, y mi padre fue un arqueólogo muy dedicado al estudio del Muro de Adriano. Cuando fui a la universidad, descubrí con sorpresa (o con consternación) que, en Oxford, la «historia antigua» acababa con la muerte de Trajano, el 8 de agosto del 117 d. C., y la «historia moderna» no empezaba hasta la llegada de Diocleciano al poder, el 20 de noviembre de 284. Los años intermedios, de Adriano a los hijos de Caro, eran una especie de agujero negro. No se trataba de algo casual; en las humanidades, las Literae Humaniores, la historia antigua estaba imbricada con la literatura clásica, y tras el reinado de Trajano no se escribió nada en latín «clásico»—fuera de algunas Sátiras de Juvenal y, en mi opinión (no compartida por muchos), los Anales de Tácito—. Otra posible razón es que la fuente principal para los años del 117 al 284 era la Historia Augusta, considerada impropia para estudiantes universitarios. Sin embargo, al graduarme comencé a investigar sobre los Antoninos y los Severos y «me engolfé en el océano de la Historia Augusta», aunque no con «indiferencia», como lo había hecho Gibbon. Por suerte, mi supervisor fue Ronald Syme. Aquel trabajo de fin de carrera me llevó, como estaba previsto, a escribir una tesis doctoral (no publicada), y las biografías de Marco Aurelio (1966) y Septimio Severo (1971), a las que la editorial Batsford otorgó una existencia nueva en forma revisada (1987 y 1988).
Adriano constituye todo un reto. Ya había sido un personaje extraño y desconcertante para sus contemporáneos. ¿Podemos esperar meternos en su piel? Las diecinueve palabras de su poema Animula, su «adiós a la vida», han generado una copiosa bibliografía. No disponemos de mucho más para saber qué sucedía tras aquella elegante fachada, cómo era el auténtico Adriano—los fragmentos de su autobiografía solo dan a conocer una versión para el consumo público, y lo mismo ocurre con los retratos, las monedas y las inscripciones con su nombre descubiertas de Nortumberlandia al Mar Negro y de Transilvania a los límites del Sahara—. En el interior de Adriano había varias personalidades contrapuestas. El emperador encarnó diversos papeles. Para nosotros, al menos, Adriano ha de ser lo que hizo. Pero ni siquiera los «hechos», la cronología y el curso de los acontecimientos, son siempre fáciles de establecer. Por no hablar (por ejemplo) de por qué construyó el Muro en Britania, creó el Panhelenio en Atenas o adoptó a Ceyonio Cómodo como hijo y sucesor. En particular, sus prolongadas giras por las provincias—la característica más notoria de su reinado—son difíciles de datar con precisión. Por eso, en estas páginas, habremos de recurrir (quizá con demasiada frecuencia) a giros como «probablemente», «es bastante posible», «podemos conjeturar». He intentado ofrecer un relato coherente e indicar en las notas las fuentes y obras modernas consultadas por mí. (La bibliografía podría haber sido mucho más voluminosa. En el libro, por ejemplo, he citado solo una selección de temas analizados en mi artículo sobre su poema de «adiós». La mayoría de las notas se limitan a citar las fuentes y una selección de estudios modernos. Y, de vez en cuando, he añadido algún análisis sobre cuestiones de cierta dificultad.) Había proyectado incluir una sección más, con capítulos sobre la «Política de Adriano»—medidas financieras, militares, religiosas, legales, «administrativas»—. Pero, de haber sido capaz de concluirlo, el producto final habría resultado demasiado largo. El presente libro es en esencia una Vida, y no una Vida y época. En los primeros capítulos, basados en la bibliografía correspondiente al período de Flavio y Trajano, sobre todo las Cartas de Plinio, he intentado dar cuerpo al esbozo de Adriano ofrecido por la Historia Augusta antes de su acceso al poder. El retrato resultante del emperador está dominado principalmente por su filohelenismo. Adriano—producto, en gran medida, de su tiempo—volvió a dar vida al pasado en un sentido muy cierto. Al principio se consideró un nuevo Augusto; luego, sin embargo, se vio a sí mismo como un nuevo Pericles o, incluso, como un segundo Antíoco Epífanes. Su deseo obsesivo de hacerse griego y resucitar la cultura helénica habría de tener consecuencias trágicas para el propio Adriano en la muerte de su amado Antínoo; y para el pueblo judío, al que intentó helenizar por la fuerza.
En los más de cuatro años transcurridos desde que comencé a trabajar he contraído muchas deudas de gratitud. Debo un especial agradecimiento a Géza Alföldy, Antonio Caballos Rufino, Werner Eck, Dietmar Kienast, Margaret Roxan, Antony Spawforth, Michael P. Speidel, Susan Walker, Peter Weiss y Ruprecht Ziegler, sobre todo por haberme proporcionado originales de sus propios trabajos. Werner Eck tuvo la gran bondad de comentar un último borrador, lo cual me ayudó a eliminar algunos errores. Los que quedan son responsabilidad mía. El resultado de la invitación de Thomas Pekáry a colaborar en un «Oberseminar» en Münster fue un análisis más exhaustivo del «adiós a la vida» de Adriano. El privilegio de pasar el trimestre de otoño de 1994 en el Institute for Advanced Study de Princeton me resultó muy provechoso, en especial por las conversaciones mantenidas con Glen Bowersock, Ted Champlin, David Frankfurter, Christian Habicht y Gabriel Herman, y porque me permitió utilizar, además de la biblioteca del Instituto, las del Speer Theological Seminary y la Universidad de Princeton. Fue allí, en Princeton, donde escribí mi artículo sobre el poema animula y esbocé los capítulos 18- 20. Los doctores Roger Bland (Museo Británico) y Helmut Jung (Instituto Arqueológico Alemán de Roma) accedieron sin problemas a proporcionarme fotografías. Los mapas fueron dibujados por mi alumno Peter Nadig. La señora Rita Kröll, secretaria del Departamento de Historia Antigua de Düsseldorf, volvió a mecanografiar una gran parte de mi primer borrador y me ha prestado otros tipos de ayuda práctica en los dos últimos años, lo mismo que su predecesora, la Sra. Herta vom Bovert, de 1990 a 1994. El cambio de editorial, de Batsford a Routledge (que no ha afectado únicamente a este libro), supuso un retraso de algunos meses en el camino a la imprenta, pero permitió revisar algunos pasajes. Una grata invitación para pronunciar en noviembre de 1996 la conferencia «Ronald Syme» en el Wolfson College de Oxford trajo consigo nuevas reflexiones sobre «Adriano y los senadores griegos», tema al que me refiero en las notas del presente libro. Este es el momento adecuado para expresar una vez más mi agradecimiento a Peter Kemmis Betty, antiguo empleado de Batsford, por el apoyo recibido de él durante los últimos treinta y cuatro años.
Los dos maestros a quienes más debo no se hallan ya entre nosotros —y ninguno de los dos, lo sé muy bien, habría estado de acuerdo con todo lo que digo en este libro—. Ronald Syme (1903-1989) publicó varias docenas de artículos sobre asuntos adriánicos, y escribió también mucho sobre la Historia Augusta. De esos escritos, de su gran Tacitus y de décadas de amistad he aprendido más de lo que se puede declarar en unas pocas palabras. Syme era, sin duda, contrario al género de las biografías imperiales. Pero consideraba a Adriano una figura fascinante. También lo era mi padre, Eric Birley (1906-1995), amigo íntimo de Syme durante sesenta años, quien leyó y comentó todo lo escrito por mí desde que comencé a seguir sus pasos. Al menos, pudo echar una ojeada a una gran parte del original mecanografiado. Confío en que habría disfrutado del producto final. También estoy agradecido a otros miembros de mi familia. Mi esposa Heide me animó a emprender la tarea. Nunca podría haberla llevado a buen puerto sin su apoyo constante. Las excavaciones realizadas por mi hermano Robin en Vindolanda—que, entre otros hallazgos sorprendentes, han sacado a la luz testimonios de la estancia de Adriano en aquel lugar—han sido una fuente continua de inspiración. Dedico esta biografía a mi madre, mi primera maestra, que me enseñó a leer y amar los libros.
ANTHONY BIRLEY
marzo-noviembre de 1996
High Birkshaw House, Bardon Mill;
Friedberg, Hesse
NOTA
En estas páginas aparece un buen número de términos «técnicos» griegos y romanos del mundo antiguo (arconte, censor, civitas, cónsul, etc.); y también, sobre todo en las notas, muchas fuentes antiguas, de la Anth. Pal. a Jenofonte, Anab. En vez de hinchar el texto y las notas con explicaciones y citas de ediciones reconocidas (que muchos considerarían superfluas), me parece más sencillo, para aquellas que hayan quedado sin explicar, remitir a los lectores al Oxford Classical Dictionary, del que acaba de aparecer la 3.ª edición, preparada por Simon Hornblower y Antony J. S. Spawforth (1996) (OCD3). Su lista de «Abreviaturas utilizadas en la presente obra. B. Autores y libros» (pp. XXIX-LIV) y, en muchos casos, los artículos de ese gran volumen de 1. 640 páginas resolverán todas las dudas de ese tipo.(Para una fuente que cito muy a menudo: la Historia Augusta, he preferido una abreviatura diferente y me refiero a ella como HA, en vez de SHA, según la fórmula del OCD3.)