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CONTENIDO DOCTRINAL
ОглавлениеComienza Apuleyo atribuyendo a Platón una clasificación tripartita de los seres vivos 12 —los que están situados en lo más alto, los de en medio y los más bajos— que no obedece sólo a criterios espaciales sino también jerárquicos (115).
La parte más alta, el cielo, la consagró a los dioses inmortales. De éstos, una parte son visibles a nuestros ojos y otros deducimos que existen gracias a la inteligencia (116) 13 . Los dioses visibles se identifican con el Sol y la Luna y con los cinco planetas —que son errantes sólo para los ignorantes, pues en realidad recorren eternamente órbitas absolutamente regulares (117-120)—, además del resto de luminarias (120-121). Los dioses invisibles son los conocidos por todos, entre ellos, los doce olímpicos (121-122).
Según Apuleyo, Platón considera a los dioses invisibles como seres incorpóreos, dotados de vida, eternos, sin contacto con los cuerpos materiales, perfectos y de una belleza suprema, y buenos por sí mismos (123).
Por encima de los dioses y como padre de éstos se encuentra el demiurgo platónico (aunque Apuleyo no lo cita expresamente), que carece de cualquier sensibilidad. Renuncia a dar ningún otro rasgo de él por la pobreza del lenguaje humano (124).
Descendiendo hasta la Tierra, el ser superior en ella es el hombre, aunque por la maldad de su comportamiento y su carácter criminal ningún animal sea peor que él (125-126). Hace luego una breve caracterización del hombre como habitante de la Tierra (126-127).
Entre 127 y 132 se detiene el autor en la que aparenta ser la principal diferencia entre dioses y hombres: si éstos ocupan el lugar más bajo, la Tierra, y aquéllos el más alto, el cielo, queda clara la enorme distancia que media entre ellos, lo cual puede llevar a alguien a plantear si merece la pena invocar a una divinidad tan lejana 14 .
Pero para salvar esa distancia, el espacio intermedio lo ocupan los démones, cuya misión es también la de intermediar entre dioses y hombres (133-137).
Viene luego una larga exposición sobre el lugar donde residen los démones y sobre su composición material (138-145). Partiendo del principio de que cada uno de los elementos debe contar con sus propios seres vivos y teniendo en cuenta que las aves no son los habitantes del aire —sino que son terrestres—, los auténticos habitantes del aire son los démones 15 , entes materiales con algo de peso y algo de ligereza, pero invisibles al ojo humano, salvo que la voluntad divina establezca lo contrario 16 .
Pasa luego a decir que los poetas suelen imaginarse el comportamiento de los dioses a partir del de los démones, suponiendo así que muestran las mismas afecciones y sentimientos que los hombres, cuando lo propio de los dioses es un estado espiritual siempre idéntico y una eterna imperturbabilidad (146-147).
Los démones se caracterizan de modo general por ser seres vivos, racionales; pueden experimentar pasiones, son de cuerpo aéreo y de vida eterna 17 . Los tres primeros rasgos los tienen en común con los hombres, el cuarto es exclusivo suyo y el quinto lo comparten con los dioses —con los que, por supuesto, también comparten los dos primeros rasgos—. Su principal diferencia con respecto a éstos es su alma pasible. La existencia de este tipo de seres garantiza a los fieles la viabilidad de los diversos preceptos y sacrificios religiosos (147-150).
El siguiente punto en su exposición es tratar los distintos tipos de démones 18 , comenzando por el alma humana entendida como demon (150-154). En este sentido, Apuleyo diferencia entre el alma-demon cuando está encarnada, a la cual identifica con el Genio de los romanos, y el alma-demon ya descarnada, tras abandonar el cuerpo, que identifica con los Lemures. Entre éstos distingue al Lar familiar, encargado de proteger a los descendientes; los Larvas, espíritus errantes o fantasmas, castigados así por sus malas acciones, y los Manes, según Apuleyo, denominación genérica que se emplea cuando no se sabe la suerte (si Lar o Larva) de esa alma descarnada 19 .
Superiores a éstos son otros démones más venerables, sin vínculos corporales, entre los cuales se encuentran unos que son testigos 20 y guardianes de nuestra vida, conocedores de nuestros pensamientos, que cuando morimos nos conducen al tribunal que ha de juzgar nuestro comportamiento y actúan como defensores (o acusadores) nuestros (155-156).
A este tipo de demon personal pertenece el de Sócrates, del cual hace una primera mención en 157, para dar paso a un pequeño excurso sobre la sabiduría y la adivinación (158-162) —facultad racional la primera e intervención de la divinidad la segunda, cuya diferencia se ejemplifica con hechos narrados en los poemas de Homero—, que se cierra indicando que también Sócrates, en todas las cuestiones que sobrepasaban su sabiduría, recurría a la capacidad de presagiar de su demon.
Como ya se ha indicado más arriba, entre 162 y 167 Apuleyo se detiene a hablar sobre la esencia y el modo como se aparecía el demon de Sócrates. En primer lugar, su demon actuaba siempre para refrenarlo antes que para incitarlo a hacer algo, dada la naturaleza del filósofo: hombre siempre dispuesto a llevar a cabo por sí mismo los deberes que le convenían (162-163).
Al parecer, este demon se manifestaba a Sócrates mediante una especie de voz de procedencia divina (163-164), insistiendo en el hecho de que fuera una «especie de voz» para recalcar su origen misterioso y divino (165-166). Pero, en opinión del autor, las manifestaciones del demon no eran sólo sonoras, sino también visuales: Sócrates llegaría a ver a su demon, hecho éste nada sorprenderte, si hemos de creer a los pitagóricos, para los cuales lo raro era no ver a uno de estos entes divinos (166-167) 21 .
De otro lado, la parte final del tractatus (168-178) es una especie de conclusión que sirve como exhortación a practicar la sabiduría.
Apuleyo parte de la constatación de que para vivir mejor, como desean todos los hombres, es preciso cultivar el alma con la razón, algo que casi nadie hace, a pesar de disponer de tan buenos ejemplos como el de Sócrates. Frente al resto de las artes, cuyo desconocimiento no supone ninguna ignominia para el hombre de bien, el cultivo del alma es necesario para todos los hombres (168-169).
Es lastimoso, pero frecuente, el espectáculo de los hombres que gastan con prodigalidad en toda clase de bienes materiales, con los que no llegan a alcanzar la felicidad, pues ésta sólo se encuentra en la sabiduría, la mayor de las riquezas (170-172). Y es que a los ricos se los valora como a los caballos que se compran en el mercado, en los cuales no se tiene en cuenta los adornos que puedan portar, sino sólo su aspecto y su naturaleza (173-174). En este sentido, a la hora de valorar al hombre hay que prescindir de todo lo que le resulta ajeno o extraño (linaje, riquezas, belleza o prestancia física) y centrarse en su sabiduría y dominio del bien. Todo esto lo poseía Sócrates y por eso menospreciaba todo lo demás (174-175) 22 .
El tratado termina animando al hombre a evitar el elogio de aquello que le es ajeno, siguiendo en este caso el ejemplo de Ulises, considerado desde antiguo modelo del hombre sabio, pues sólo con su sabiduría fue capaz de afrontar todos los retos que encontró en su viaje de vuelta a su patria (176-178).