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2 Nueva York, seis meses antes

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La primera vez que lo vi, K entraba en clase como si le hubiesen dado una excelente noticia. Ordenó sus papeles arrugados, entrelazó los dedos sobre la mesa y nos miró con astucia. Era menudo y avizor como un puercoespín. De fina cabellera gris mate, afable, pero con las púas listas, agazapado en su arbusto mental. Nos dijo que el presidente de Ucrania, Viktor Yanukovych, iba a firmar el acuerdo de asociación con la Unión Europea.

«Es posible».

«¿Yanukovych? ¿El amigo de Putin?».

«Sí», respondió K.

«¿Pero Yanukovych no es prorruso?».

«¡Ah, pero este es un momento único! Yanukovych se ha mostrado muchas veces favorable a la Unión Europea, y fue primer ministro de Yushchenko», añadió con júbilo. ¿Cómo no iba a firmar, parecía decir, si tenía la oportunidad histórica de colocar a Ucrania junto al seno de Europa? ¿Quién iba a ser tan estúpido como para dejarlo escapar, habiendo llegado tan lejos?

Desde aquella ventana de Manhattan, el mundo parecía una maqueta ordenada y limpia. Todo encajaba, igual que los edificios recortados en el cielo, ensamblados de cristal, cemento y doseles curvos, con sus buhardillas y sus penachos de humo blanco. Igual que la ciudad, dividida por las calles en bloques nítidos, el tráfico fluyendo en línea recta, los semáforos marcando el ritmo. Allí dentro, en la facultad de Relaciones Internacionales, era difícil no ver el mundo como una maqueta. «Es el Departamento de Estado en pequeño», se decía. Los alumnos eran como pequeños generales. Deslizaban su mirada por un mapa extendido y tomaban decisiones. Entraban en clase con un vaso de café y se ponían a presentar un tema concreto sobre Ucrania. Cada semana era un tema diferente. Hablaban de comercio, inmigración y cálculos electorales, hacían predicciones y ponían cara de estadistas en tiempo de crisis. Luego buscaban soluciones bajo el delicado concierto de K.

Pero K era diferente al resto de profesores. No venía del universo claro y rectilíneo de Nueva Inglaterra. No era un producto de la Ivy League, ni de un máster de cincuenta mil dólares al año, ni de las mesas cubiertas de canapés. Él había desarrollado su carrera diplomática en las dos Ucranias: la actual, independiente, y la antigua Ucrania soviética. Él entendía el Viejo Mundo; había medrado en él. Por eso aderezaba sus clases con información extra. El profesor conocía en persona a la gente de la que hablaba: al presidente Viktor Yanukovych, al expresidente Viktor Yushchenko y a la opositora encarcelada, Yulia Tymoshenko. Podía medir, o hacer que medía, su peso moral y sus reacciones psicológicas. Él sabía que lo sabíamos y se permitía toques costumbristas. Le gustaba descolgar un teléfono imaginario, por ejemplo, y hablar como si fuese Yanukovych dándole una orden al presidente del parlamento:

«¿Volodia? Ya sabes lo que tienes que hacer».

Por eso, K tenía dos velocidades: una académica y otra informal. En debates y conferencias, cuando sabía que acechaban preguntas, ponía cara de apparatchik y se volvía duro como un rompehielos. Cedía la palabra como si le diese un latigazo a un caballo; era un monolito, un dios impertérrito. Luego sabía conquistar un salón tomando a los invitados del brazo. Cuando le pedías algo, te colocaba una mano en el hombro y acercaba el oído. Como lo veía venir, asentía con impaciencia. Cerraba los tratos en tono íntimo. Lo hacía por ti y por nadie más.

K era nuestro oráculo.

Los días optimistas, cuando Ucrania daba signos de entendimiento, cuando se acercaba un poco más a Bruselas, sus ojos centelleaban como dos topacios. Los días bajos, se apagaban en silencio. A veces saludaba con los brazos abiertos la cortina de sol que llenaba la estancia. Se sentaba con ligereza y leía sus notas en tinta azul. Otras, caminaba pesadamente, suspiraba y se pasaba una mano por la frente. Los alumnos intentaban comprender esa ironía de politburó, las gradaciones, los matices ocultos en el ropaje de funcionario soviético.

¿De dónde venía este señor menudo y astuto?

Una historia de Rus

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