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El concepto de Maidán ha adquirido una talla divina. Desde la independencia de Ucrania, en 1991, esta plaza se ha convertido en el ágora donde se concentra la energía popular. El Maidán fue el escenario de las protestas contra la corrupción del presidente Leonid Kuchma y luego de la “revolución naranja”. En 2004, los partidos proeuropeos desbancaron a Viktor Yanukovych acusándolo de fraude electoral.

Ahora, el Maidán, alimentado por la victoria y el sacrificio humano, ha mutado en algo más grande: una fuerza indómita, sobrenatural. Un dios primitivo al que no se puede ofender. «El Maidán ha vuelto a la calle», se oye decir. «El Maidán decidirá». Todo es antes, o después, o según, o si lo permite, el Maidán.

Cada cual lo invoca según sus inquietudes.

Los milicianos, que ven pasar las horas entre los restos de las barricadas, se agarran a su bautismo de fuego. Aseguran ser el Maidán: ellos son quienes se han jugado la vida en las calles. Suyo es el derecho a reactivar la revolución si los gobernantes se desvían del camino indicado. Para las clases medias, el Maidán es una manifestación de su dignidad. Una manera de enfilar hacia ese futuro nebuloso de transparencia e imperio de la ley que representa la Unión Europea. Los políticos, que llevan meses navegando a ciegas, ven en el Maidán un vacío lleno de oportunidades. Con un ojo puesto en la opinión pública toman posiciones en el parlamento, los ayuntamientos y los órganos del Estado. Cambian de bando con disimulo y mueven sus piezas de cara a las elecciones presidenciales que se celebrarán el 25 de mayo.

Como después de un grave accidente, las mentes de Ucrania aún están adaptándose al nuevo orden. Un gobierno ha caído y Rusia ha invadido Crimea. La situación sigue teniendo un halo onírico, surrealista. Cada kyivita maneja su propia narrativa de lo que ha ocurrido y de lo que está por llegar. Muchas personas se miran al espejo para descubrir que han envejecido de golpe. Llevan tiempo sin conciliar el sueño, levantándose cada hora para mirar las noticias. Los ciudadanos se han quedado lívidos. Los políticos son presa de la excitación. Los escritores balbucean en los informativos. Se sientan a escribir y se quedan en blanco. «Recientemente, esta sensación de estar perdido con las palabras me viene cada vez más», escribió un novelista, Andrei Kurkov, en su diario. «O la vida se está haciendo más rica y extraña, o las palabras capaces de describirla están eludiendo su responsabilidad».

El Maidán no solo ha generado una cadena de cambios trascendentales para Ucrania: también ha revelado la debilidad burocrática y la magnitud de la corrupción.

Solo Mezhyhirya, la mansión absolutista del presidente huido, levantada sobre pilas de dinero de los contribuyentes, es una rica fuente de información sobre “La Familia”, que era como se conocía a la camarilla en el poder. Todos los vicios desarrollados en las últimas dos décadas, los magnates que se protegen comprando escaños, la “tecnología política”, que se inventa partidos títere y los legitima en las televisiones de los oligarcas, y la mera depredación de los bienes públicos, alcanzaron su máxima expresión en Viktor Yanukovych. En vez de regular los flujos de corrupción, como habían hecho los presidentes anteriores, Yanukovych tomó las riendas de cualquier fuente de riqueza ilícita. Su gobierno vendía gas subvencionado a los millonarios afines, que luego lo revendían para su propio lucro. Arropados por el Estado, estos podían evadir los aranceles del petróleo, hacerse con el control de diferentes industrias y obtener préstamos de compañías que luego se declaraban en quiebra. A cambio, La Familia, que constaba de apenas una decena de miembros, dos de ellos hijos del presidente, recibía pagos en negro que podían llegar al 50% de los contratos firmados. Luego los transferían a una red de compañías ficticias en Ucrania y el extranjero. Este dinero les servía para enriquecerse, comprar lealtades y engrasar una red de policías y burócratas en las diferentes regiones.

Ihor Rybakov, del partido de Yanukovych, fue grabado intentando convencer a un parlamentario para que se uniera a un partido nuevo que haría las veces de falsa oposición. Le ofrecía 450 000 dólares de golpe y 25 000 al mes. Según documentos revelados por el servicio secreto de Ucrania, el partido de Yanukovych se gastó sesenta y seis millones de dólares en estos menesteres.

También proliferaron el chantaje y la extorsión. Cualquier empresa rentable se colocaba en el punto de mira del Gobierno. Quienes no se plegaban al esquema criminal eran estrangulados con precios, impuestos o auditorías. Nadie sabe cuánto dinero acabó en manos de La Familia y sus aliados.

Esta realidad subterránea, bosquejada por los reporteros de investigación, quedó al descubierto el día en que huyó Yanukovych. Cuando los milicianos del Maidán alcanzaron la guarida del presidente el 22 de febrero, treparon la valla de cinco metros y clavaron sus botas en la cuidada hierba, todavía brillaban las brasas de las hogueras encendidas con documentos incriminatorios. Aquellos que la gente de Yanukovych no tuvo tiempo de quemar, en medio de la espantada, fueron arrojados a los estanques. Otros seguían a medio deshacer en las trituradoras u olvidados en cajones y despachos. Las facturas halladas, los contratos, los recibos de transferencias y los cheques sin cobrar de hasta doce millones de dólares explicaban cómo se había levantado la mansión de Mezhyhirya, digna de un jeque del petróleo. Retrataban la cleptocracia que había despojado a Ucrania, un país donde el ciudadano medio ha visto cómo su nivel de vida se ha desplomado varias veces desde el final del comunismo.

Mientras Hungría o Polonia hacían reformas de mercado y Rusia bombeaba gas y petróleo, Ucrania mantuvo una mezcla de economía estatal y privada solo conveniente para la élite. Cuando se desvaneció el comunismo, el Gobierno, desconectado de sus viejos mercados, liberalizó los precios, pero siguió subsidiando millones de empleos estatales. Como resultado, entre 1989 y 1992 la inflación subió un 2500%, el PIB decreció un 20% y el número de personas que vivían en la pobreza pasó del 15% a la mitad de la población. Desde entonces, los ucranianos no han podido alcanzar el ritmo de sus vecinos.

En 1989, la economía de Ucrania era un poco mayor que la de Polonia, país con una población similar. Ahora el PIB de Polonia es más del doble de grande. La riqueza por habitante de la Ucrania soviética era superior a la de Rusia. En la actualidad representa una cuarta parte de aquella. Incluso los bielorrusos ganan, de media, el doble que los ucranianos.

La economía no solo ha encogido, también se ha marchitado y llenado de agujeros. Según diferentes cálculos, una cincuentena de personas domina la mitad de la riqueza nacional, y el menudeo campea libre: desde la mansión del oligarca hasta los bloques masivos de apartamentos. En 2013, Ucrania ostentaba el puesto 144 de 175 en el índice de corrupción percibida de Transparencia Internacional. Una encuesta de ROMIR, afiliada a la agencia Gallup, recoge que ocho de cada diez ucranianos estima fundamental tener conexiones personales para conseguir algo de la administración pública.

Esta situación ha reforzado el estereotipo del ucraniano como el sureño de la Unión Soviética, un individuo capaz y astuto, dispuesto a funcionar por su cuenta de espaldas al Estado. Una tradición presente en los cosacos, reacios al control externo, y que se habría manifestado en el Maidán. Cuando Yanukovych rompió su promesa europea, los kyivitas montaron una sociedad paralela en el centro de la ciudad.

Entre los activistas, que siguen en las calles, prolifera una estética paramilitar. Hay cabezas rapadas con el mechón cosaco, camisas tradicionales ucranianas zurcidas con hilo negro, y hay, también, una miscelánea de estandartes rojinegros, símbolos nacionales y cruces sospechosamente gamadas.

Una historia de Rus

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