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I EL REINO PERDIDO 1

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Vaya pómulos y vaya expresión. La mujer parece una estatua comunista: una figura de bronce llamada a la acción y al sacrificio. Sus manos son como dos pulpos de piedra, y uno se la imagina subida a un tractor, inclinada sobre miles de espigas, construyendo el socialismo. Debería estar en un pedestal, y no ahí, comiendo pepinillos de un frasco, aburriéndose con la mirada en el paisaje. Es como si la mujer hubiera descascado el bronce, cual polluelo que sale del huevo, y se hubiera incorporado a la vida mundana.

El imperio ha muerto, pero su estela permanece. Por ejemplo en este vagón de tren. La tercera clase, o clase platskartny, es una institución de la antigua Unión Soviética. Un vagón comunal de literas, como un cuartel o un internado, en el que los desconocidos charlan y comparten comida. Dicen que en esta región del mundo las personas son poco dadas a la conversación ligera y casual. Ese diálogo instantáneo, tan anglosajón, les parece sospechoso: una treta para seducir y conseguir algo. En cambio, su maestría en la charla kilométrica es legendaria. El comienzo será torpe, habrá miradas huidizas, manos frotándose y preguntas a las que seguirán tímidos monosílabos, pero, cuando pase la primera barrera, cuando alguien infiera tu origen o haga un cumplido, ya está. La conversación rodará impetuosa. Se desplegará como una novela, sin tabúes, en carne viva.

La mujer, que se llama Svitlana, viaja para ver a su hija y a sus nietos, porque su yerno falleció el año pasado. Cáncer de cerebro. Era un hombre estupendo, ingeniero, guapo, de hombros anchos. El más atractivo del barrio. Tenía cuarenta y dos años. ¿Y usted? ¿Cuántos años tiene? ¿Está casado? ¿Y a qué espera? O Vassily, encogido como si aguantase una carga invisible. Bastan diez minutos para obtener su confesión: se va fuera el fin de semana para estar lejos de su mujer y de su hijo, para descansar. Les ha puesto la excusa de que va a ver a su madre anciana.

El imperio ha muerto, pero su eco todavía resuena, y lo hará con mucha mayor intensidad.

De momento, el zarandeo del tren, cálido y regular, mece las conversaciones. Decenas de pies cuelgan en el pasillo estrecho. Hay mantas enrolladas, mesitas desplegadas. Debajo de mi litera hay una señora y su hijo adolescente, rubio, delgado, con un pelotón de granos subiéndole por el mentón. Están cenando aperitivos con la intensidad cromática de un tapiz normando. Los colores incandescentes llenan la mesa, el tocino, la sal, las tiras de pimiento. Los pasajeros beben té del samovar de metal, porque así es el Tren del Pueblo: una comuna móvil y sobria.

Un fragmento del imperio perdido.

El amanecer pálido atraviesa el visillo blanco de las ventanas. Poco a poco, los viajeros se incorporan, se frotan los ojos y piden el primer té del día. El Donbás se estira, monótono, al otro lado del cristal.

«Perdone, ¿cuánto queda para Donétsk?», le pregunto a la señora.

«Daniétsk», me corrige, pronunciándolo en ruso. «Treinta minutos».

Su hijo desayuna medio litro de cerveza.

Son las ocho de la mañana del uno de abril de 2014.

Quedan cinco días de paz.

Una historia de Rus

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