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II LA VENGANZA DEL MAIDÁN 1

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La plaza central de Kyiv, el Maidán, es un lugar de impecable factura estalinista. Sus edificios dominan el paisaje, o más bien lo avasallan: le retuercen un brazo y lo obligan a pegar la mejilla contra el suelo. La destrucción causada por la Segunda Guerra Mundial permitió levantar estos cíclopes de color plúmbeo. Los arquitectos de Stalin adoptaron la idea del París de Haussman y la llevaron más allá: la elevaron al nivel de un Estado omnímodo. Ahora los edificios del centro de Kyiv se mezclan con las nubes y forman una inmensa boina de acero. Un caparazón sobre las siluetas de los habitantes, reducidos a una brizna de hierba, una mota de polvo en la solapa de un coloso.

La supremacía del Hotel Ukraina, que parece a punto de colocarte encima su pie de hormigón; la infinita muralla que forma la central de correos o las ventanas huecas del edificio de los sindicatos, tiznado por las brasas de la revuelta, son un contraste llamativo con lo que se ve a sus pies: un campamento orgánico de pancartas, vapor y humanidad. Han pasado cuarenta días desde la batalla final y el Maidán sigue lleno de hogueras y tiendas de campaña. En una de ellas, bajo un techo arrugado y desigual, el aire cargado por la respiración y la ausencia de agua corriente, el vapor del té, matas de pelo enredadas y jerséis deshilados, Olga rememora los días de fuego. «En Ucrania hay hombres que no tienen miedo a la muerte, ¿y en España?», pregunta, sus ojos como dos huevos fritos chisporroteando. Sus hermanos han peleado contra las fuerzas especiales del Gobierno, y su hija, que habla inglés, hace de intérprete gratis a los periodistas extranjeros. Cada cual aporta lo que puede a la revolución: cocina, cura, conduce. La mayoría de los acampados, como Olga y su familia, vienen de fuera, y sus tiendas lucen en blanco el nombre de su pueblo o provincia: Boryslav, Lutsk, Mukacheve, Ternopil, Kremenchuk, Vinnitsya.

Si uno mira la evolución de las protestas, en base a diferentes sondeos, verá que, entre noviembre de 2013 y la caída de Yanukovych el febrero siguiente, el manifestante medio del Maidán se fue volviendo más pobre, más hombre y más de campo. Aquellos jóvenes profesionales de clase media que prendieron la mecha, los veteranos de guerra, las amas de casa, los estudiantes y los expatriados con ganas de aventura, se fueron retirando a medida que aumentaba la violencia. Su hueco fue rellenado por gente de otros pueblos y ciudades, la mayoría sin estudios universitarios. Unos aparecieron de manera independiente y otros como parte de grupos de extrema derecha.

Durante varias semanas, todos ellos, liberales o fanáticos, jóvenes o viejos, de pueblo o de ciudad, formaron una estructura activa y nervuda. Las cadenas humanas arrancaban los adoquines del suelo que, de mano en mano, terminaban lloviendo sobre la policía. Se pasaban los sacos de arena para levantar barricadas y compartían sabiduría práctica: cómo limpiar una herida o fabricar un cóctel molotov, cómo guisar una olla de borscht o defender el Ayuntamiento ocupado, rociando con aceite y hielo sus escaleras. Dado que, después de cada choque, la policía iba a los hospitales a raptar a los manifestantes heridos, estos improvisaron enfermerías en tiendas y edificios ocupados. El McDonald’s se transformó en una clínica de ayuda psicológica y la sede de los sindicatos en una universidad popular. Varios voluntarios daban clases de inglés, administración pública o historia de la resistencia civil; había charlas y ciclos de cine. Los vecinos traían jarros de pepinillos, salchichas, ollas de sopa, termos de té, radiadores, sábanas y chubasqueros. Había conciertos gratis y un piano comunitario pintado con los colores de Ucrania. Una antigua campeona de Eurovisión coordinaba los ejercicios para mantenerse en calor a veinte grados bajo cero. De los patios interiores llegaba el eco de los golpes. Eran los grupos de autodefensa, practicando con palos de madera.

Cientos de personas cedieron sus coches al activismo. Los grupos de conductores, apodados “Automaidán”, transportaban heridos, víveres y militantes. Patrullaban las calles y conectaban las revueltas de distintas regiones. La seguridad, coordinada por grupos de extrema derecha, se organizó en “centurias”, siguiendo el modelo de la caballería cosaca. En el momento más duro de la acción, dos cosacos llamaron a las armas tocando sus tambores con el pecho descubierto.

Hace cuarenta días de aquello. Pero los ojos de Olga siguen encendidos. Todavía reflejan las llamas de la plaza, que se ha convertido en un inmenso memorial. Los kyivitas honran al centenar de personas que perdieron la vida entre enero y febrero: la llamada “centuria celestial”, los mártires de la revolución.

El primero en caer fue Serhiy Nigoyan, un armenio-ucraniano del sur. Era fotogénico, popular. Su porte calmado y su barba negra de guerrero persa habían atraído la atención de las cámaras. Su fotografía cuelga ahora en el lugar donde fue tiroteado, entre flores y banderas. Un sismólogo de Lviv fue secuestrado en el hospital. Lo torturaron y lo dejaron tirado, con las piernas atadas con cinta adhesiva, en un bosque de las afueras. Murió congelado. La mayoría de estos soldados de última hora, blandiendo trozos de tubería, cascos de obrero y escudos hechos con restos de muebles, cayeron hacia el final, baleados por los francotiradores.

Las ancianas dejan flores en los pequeños altares, lloran y empuñan rosarios. De fondo, sobre un escenario, se celebra una misa de tambores lentos. La ciudad guarda luto, pero la épica sigue ardiendo en el pecho de los activistas. Cada vez que un vehículo tiene que pasar por el medio de una multitud, alguien grita ¡korridor! y se pone a empujar a la gente como si las balas zumbaran por encima de las cabezas. El uniforme ha tomado el control de sus vidas. Entran en los bares a toda prisa, dejando un olor acre, y fuman pendencieros con un fusil bajo el brazo. La falta de enemigo común ha desperdigado las energías, que antes corrían por un canal concreto, la revolución, y ahora se deslavazan en pequeños frentes. Los milicianos discuten por el espacio de las tiendas y la distinción entre ellos y los merodeadores se ha difuminado. De parques y bocas de metro surgen señores de cara púrpura que piden dinero en nombre del Maidán. Muchos uniformados pasan el día bebiendo cervezas de un litro y haciendo sonar las barras de hierro en el cemento. Junto a sus tiendas de campaña se multiplican las botellas de vodka vacías. Siguen acampados, dicen, como garantía armada: para que el Gobierno provisional cumpla sus promesas. El saludo oficial es una reliquia nacionalista:

«¡Gloria a Ucrania!».

«¡Gloria a los héroes!».

Y una mueca de satisfacción les llena el rostro.

Algunos kyivitas se empiezan a cansar. Miran desde arriba a los oriundos de los Cárpatos, que duermen en el centro de Kyiv con la excusa de proteger la revolución. Otros, más indulgentes, valoran el sacrificio brindado al Maidán. Pasar el día bebiendo y pidiendo cigarrillos, dicen, es poco premio por haber tumbado a Yanukovych.

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