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La crispación y la parálisis ocupan el escenario. La misión europea ha visitado Ucrania veintisiete veces, sin resultado, y la irritación se dibuja en la cara de los negociadores.

El 21 de noviembre, un periodista ucraniano se da cuenta de que el presidente no va a firmar el acuerdo de asociación. Se llama Mustafá Nayem y ha pasado todo el día en el parlamento. No es un farol, piensa. No es una estratagema de Yanukovych para ganar tiempo. El acuerdo, simplemente, está muerto, y esa noche, a las ocho, Nayem convoca por Facebook una manifestación de protesta en la plaza principal de Kyiv, el Maidán. «Vamos, chicos, seamos serios», escribe. «Si de verdad queréis hacer algo, no os limitéis a pulsar ‘me gusta’ en este post».

Dos horas más tarde se juntan mil personas en el Maidán.

La manifestación ondea banderas europeas y ucranianas, y crece todos los días. Primero los kyivitas exigen al presidente que cumpla su palabra, que firme el acuerdo. Luego piden su dimisión. El 30 de noviembre, a las cuatro de la mañana, las autoridades cortan el servicio telefónico y las fuerzas especiales, el Berkut, dispersan a los manifestantes. Las cámaras graban a las legiones de negro persiguiendo a figuritas en la oscuridad, sus patadas, sus bastonazos. Treinta y cinco personas, la mayoría estudiantes, son heridas. La concurrencia se multiplica en las horas siguientes y el Ayuntamiento es asaltado.

Al otro lado del océano, pegados a internet y a las pantallas de sus teléfonos móviles, murmurando en los pasillos e intercambiando correos electrónicos de madrugada, el departamento de estudios postsoviéticos de la universidad neoyorquina sigue con fruición lo que ocurre en Kyiv. Incluso ahora, que las protestas se han tornado agresivas, los altos funcionarios europeos siguen volando a la capital ucraniana para arrancar algún gesto. Yanukovych, finalmente, alega que el precio del ajuste exigido, aún con préstamos del Fondo Monetario Internacional, es demasiado alto.

El 15 de diciembre, Bruselas rompe las negociaciones.

El Maidán cobra un tono azulado. Ha llegado el invierno, pero las protestas siguen ocupando el centro de Kyiv. La movilización ha crecido en número e intensidad. Se opone de plano al Gobierno de Yanukovych, a su propia existencia. Decenas de miles de personas denuncian la corrupción estructural, la dependencia de Rusia, la violencia contra los manifestantes y la detención de periodistas y líderes de la oposición. El Gobierno responde con la fuerza. En enero, el parlamento ucraniano vota a mano alzada, obviando los procedimientos legales, una serie de medidas que restringen la libertad de reunión, prohíben las donaciones extranjeras a las oenegés, blindan a los antidisturbios y facilitan la persecución legal de manifestantes y periodistas. Las “leyes de la dictadura”, como denuncia la oposición, inflaman los ánimos todavía más y el asalto a edificios públicos se multiplica en todo el oeste de Ucrania.

La textura de las manifestaciones también ha cambiado.

A los estudiantes envueltos en banderas amarillas y azules, con sus pancartas en inglés y su presencia en redes sociales, se unen grupos violentos de las provincias. Llevan la cabeza rapada, uniformes negros y brazaletes. Entre sus símbolos abundan el rojo y las formas gamadas. Se los puede ver desfilando a plena luz del día, dando entrenamiento a nuevos reclutas y desplegando campamentos verde olivo. Las milicias ultranacionalistas, que hasta entonces rumiaban en los márgenes de la política, ven su momento y lo capturan. Las avenidas que acceden al Maidán se erizan de barricadas hechas de neumáticos, el Berkut convoca autobuses llenos de efectivos y tanquetas blindadas, y la vieja capital de los eslavos orientales, cubierta de nieve, con los adoquines helados y el humo ensuciando el aire, se transforma en un campo de batalla.

El 22 de enero muere una decena de personas.

Las imágenes se propagan por internet. Los profesores universitarios, que hasta ahora han mantenido su armadura analítica, dejan al aire la crudeza de sus sentimientos. Los comentarios sutiles dan paso a pequeños picos de estrés y palabras moralizantes. Sus conferencias pierden serenidad y distancia, como si notasen el calor de los combates. Ahora las charlas empiezan con denuncias a Rusia y acaban con loas a Ucrania. Hay brindis, proclamaciones, artículos y protestas frente a la embajada ucraniana en Nueva York.

Una de las estampas que llegan de Kyiv es la de un grupo de señores con chaqueta de cuero gastado, una boina, pancartas mal hechas, gafas anticuadas. Llevan las manos en los bolsillos y parecen guardar en la boca un sabor amargo. Son gente del Donbás, la región minera del este de Ucrania, la zona más vinculada a Rusia de la que proviene Yanukovych. Han llegado a Kyiv para apoyar a su presidente y oponerse al Maidán. Su expresión agria no suele salir en las crónicas, más centradas en la narrativa de la lucha, en los comités y la guerrilla urbana que va formando una alternativa al Gobierno.

¿Qué opinan estos habitantes del Donbás?

«A esa gente la sobornas con un vaso de leche», dice un profesor.

Mientras, los cócteles molotov encienden vehículos de la policía, que reemplaza las balas de goma por las de verdad. El 18 de febrero los disparos reverberan en el centro de Kyiv. La sede oficial del partido gobernante es tomada y lenguas de fuego salen del edificio de los sindicatos. Los activistas se graban unos a otros con la cámara del teléfono móvil. Hay cuerpos derribados, caras bañadas en sangre, brazos y piernas colgando de las camillas que atraviesan la multitud. Los francotiradores, desde las azoteas y los puentes, disparan sobre el Maidán. En tres días mueren ochenta y dos personas, trece de ellas agentes, y hay más de un millar de heridos.

Con mediación europea, Yanukovych y la oposición acuerdan liberar a los presos y celebrar elecciones, pero es demasiado tarde. El centro de la capital ha caído en manos de los activistas. El presidente escapa al este y el parlamento ucraniano, en ausencia de la mayoría de diputados oficialistas, vota su destitución inmediata.

Mientras, novecientos kilómetros al norte de Kyiv, hay una persona que tiene todas sus fichas en la mesa de juego. Un hombre temido, desconfiado, de tez marmórea, que desde una fortaleza evalúa las dimensiones del problema. Mira a Ucrania, un corredor llano, directo a las ciudades rusas. Mira a las bases de la OTAN y a los portaaviones americanos en el Mar Negro. Y mira a su base naval de Sebastopol, en la península de Crimea.

En medio del tumulto, un aldabonazo, una saeta que hiende el aire. Primero son imágenes raras y gramos de información inconexa. Unos paramilitares que se han hecho con el parlamento local. Una fila de camiones en la noche de Simferopol. El amanecer del 28 de febrero revela puestos de control y soldados enmascarados. No se sabe de dónde vienen, pero han tomado las instituciones, los platós de televisión, las vías que llevan al continente. Es como si Ucrania hubiera sido partida por la katana de un samurái. El golpe ha sido tan rápido que el objeto aún tarda unos segundos en desgajarse.

Crimea ha sido ocupada.

Una historia de Rus

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