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Han pasado ochos siglos desde la caída de Kyiv y el profesor K entra en clase con lentitud. A veces tiene dificultades al afeitarse, o se olvida, y láminas de barba azul recogen las partículas de luz en su mentón. Estos días, los días malos, le cuesta encontrar palabras en inglés. Apoya los codos sobre la mesa, entrecierra los ojos, y frota suavemente los dedos como si fuesen las patas de un grillo. K está preocupado. El Gobierno de Yanukovych aún no ha liberado a la opositora, Yulia Tymoshenko, una de las condiciones más importantes que le ha puesto Bruselas para firmar el acuerdo. Su angustia se ha extendido por el departamento de estudios postsoviéticos de la universidad. El resto de profesores, algunos de origen ucraniano, lo comentan en clase y en los pasillos. No se habla de otra cosa. Las conferencias también han cambiado de tono. Hace unos días vinieron a hablar los embajadores de Ucrania y Lituania, que dirige las negociaciones en el lado europeo. Estaban entusiasmados, como antes de una cita, risueños y un poco nerviosos. El público también. Cuando el debate se volvía denso, alguien bromeaba y todo el mundo reía como un grupo de amigos.

Ya no. Los pesimistas, que nunca perdieron su gesto adusto, siempre en un rincón de la sala de conferencias, llegando tarde y marchándose antes de tiempo, han ganado peso. Uno de ellos, un profesor de lengua y cultura ucraniana, nunca tuvo ninguna duda. «¿Tú qué piensas?», le pregunté en octubre, cuando era obvio que Ucrania firmaría el acuerdo. «Es un farol», respondió. «Yanukovych usa las negociaciones con la Unión Europea para sacar más dinero a Rusia».

El proceso de negociación va mucho más allá de la geopolítica. Tiene un carácter simbólico, identitario, casi redentor. Ucrania elige entre Europa y Rusia. O, lo que es lo mismo, según la perspectiva nacionalista ucraniana, entre Occidente y algo más parecido al Oriente; entre la cultura de la libertad y la democracia, y una versión más rugosa, tendente a la sombra.

La Unión Europea lleva tiempo invirtiendo dinero en Ucrania mediante la Asociación Oriental, un foro creado en 2009 para mejorar las relaciones con los seis vecinos exsoviéticos. Solo en 2011 y 2012, Kyiv ha recibido 470 millones de euros para lubricar su gasto público. Si accede a efectuar reformas políticas y liberalizar parte de su economía, el acuerdo de asociación permitiría a Ucrania dar más salida a sus productos, ensanchar los canales financieros y acercarse a una lejana, potencial, entrada en la Unión. Los veintiocho países miembros ganarían mano de obra para sus fábricas y mayor seguridad energética, dado que podrían acceder al mercado de gas ucraniano; también limitarían la influencia rusa. Del otro lado, Moscú ofrece una Unión Aduanera menos consolidada y con socios más pobres, pero sin condiciones y basada en lazos económicos estables. Ucrania tiene un pie en cada orilla: exporta casi tanto a Rusia como a la Unión Europea. Mientras una sigue siendo el terreno tradicional, la opción que siempre ha estado ahí, la minería, el gas, los componentes militares, la otra, la Unión Europea, promete un futuro difuso de inversiones y nuevos mercados: la promesa de convertir a Ucrania en un país boyante y moderno. Esto ha enrarecido las relaciones entre Bruselas y Moscú, y ambas tratan de seducir a Ucrania como dos padres divorciados que buscan el favor de un hijo.

Las tensiones han ido creciendo. Moscú, para enseñar a Kyiv cuál sería el precio de darle la espalda, ha suspendido las importaciones de productos lácteos, chocolate y golosinas ucranianas, y ha endurecido los controles aduaneros. Tiene, también, la baza de los precios energéticos, presentes como una mano en la garganta. Si Ucrania se aleja, como ha ocurrido alguna vez, Rusia solo tiene que elevar el precio del gas o cerrar la espita en invierno.

El Gobierno de Ucrania tiene sus propios intereses, económicos y electorales. Con su coqueteo europeísta, el presidente Yanukovych, que ha sido tradicionalmente prorruso, intentaría desarmar a la oposición y ser reelegido en 2015. Parte de los opositores ven a Europa como un tren hacia la prosperidad y la madurez democrática; una oportunidad, también, para desarrollar su identidad ucraniana, lejos de Rusia. Según varias encuestas, la opinión pública de Ucrania favorece la opción europea en un 42% a nivel nacional, frente a un 37% en contra. El apoyo mayoritario se da en el centro y el oeste del país. La mayoría de los escépticos, por el contrario, están concentrados en el este: la región rusófona e industrial del Donbás. Yanukovych hace equilibrios, como si pudiera complacer a las dos partes: a los prorrusos y a los proeuropeos. El presidente habla de “política multivectorial”. Ni con unos ni con otros, sino un poco de cada cosa. Ha mencionado el concepto tantas veces que ya le apodan “Vector” Yanukovych.

Pero todas estas razones, la economía, la diplomacia, los cálculos electorales, solo son burbujas en la superficie de un caldo borboteante. Un guiso milenario de vínculos, afrentas, medias verdades, que de solo acercarse abrasa la piel y que es como dinamita bajo la mesa de negociaciones. Si uno quiere discernir el origen del problema, verá kilómetros de malentendidos, siglos de fronteras movedizas y un estatus, el de Ucrania, que varía según el interlocutor. Salvo en la actualidad y en un breve trienio a principios del siglo pasado, Ucrania nunca fue, sobre el papel, un país, sino una provincia o colonia de las potencias limítrofes. Un apéndice de Rusia, o de Polonia, o de Austria-Hungría, cuya personalidad constreñida se ha desarrollado siempre en medio de la fricción y la lucha.

Como el propio K, varios profesores de esta universidad son ucranianos, y su misión es definir la imagen de Ucrania en la mente de los estudiantes. Quitar, como quien limpia una moneda antigua, el barro de la ignorancia y de los estereotipos. Separar a Ucrania de esa postal fea de carcasa industrial que padece la ex-URSS. Es una misión ardua, ya que las ramas del árbol ruso tapan el paisaje. La voz de Ucrania, insisten, no es la voz de Rusia, donde los corresponsales extranjeros se impregnan del punto de vista ruso y lo proyectan al mundo. Porque Ucrania, dicen, es la poesía del Tarás Shevchenko, que de niño se perdía buscando en el monte las columnas que sostenían el cielo. Ucrania son los diez tomos de historia de Myjailo Hrushevsky y la mirada del documentalista Serhiy Bukovski. Es la épica de los cosacos y la tenacidad de Solomiya Krushelnytska, la soprano que salvó de la hoguera Madame Butterfly. La gente habla del ruso Tolstói, ¿y qué pasa con Iván Franko? En las escuelas de cine se estudia a Eisenstein, ¿por qué no la obra de Oleksander Dovzhenko?

El momento de firmar se aproxima. Con sus casi dos metros de estatura y sus cejas puntiagudas, el presidente Yanukovych lleva meses agitando la promesa europea frente a los ucranianos. La ansiedad crece dentro y fuera del país: la diáspora quiere ver el acuerdo firmado. Pero Yanukovych, de repente, aminora. Empieza a esquivar las preguntas y a dar largas sin motivo aparente. Los funcionarios europeos que viajan a Kyiv se topan con un muro de indiferencia, y se impacientan. No entienden por qué, después de tantas negociaciones y viajes y palabras, el líder ucraniano ha perdido el interés. Poco a poco emergen otros detalles. Resulta que Yanukovych se reunió en secreto con el presidente ruso, Vladímir Putin, el 9 de noviembre. Resulta que Rusia está aflojando la presión económica sobre Ucrania. No solo eso, también ofrece a Kyiv un préstamo de 15 000 millones de dólares en bonos y una rebaja del 25% en el precio del gas.

El optimismo se apaga en la universidad neoyorquina. Las ilusiones del profesor K, tan dicharachero hace dos semanas, se desinflan. Su mirada se embota y su discurso pierde agilidad. Es como si le hubieran dado un somnífero. Sus colegas y alumnos siguen consultando el oráculo: piden a K un diagnóstico tranquilizador. Quieren oír de sus labios que Yanukovych solo está jugando, que tal o cual vía de negociación oculta, nueva, de última hora, hará posible el acuerdo y situará a Ucrania donde debe de estar, en la gran familia europea. Pero K no puede, no quiere mentir, y un día reconoce:

«Es muy difícil que ocurra».

Una historia de Rus

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