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El acomodador del Gamla Bíó había descrito al hombre que había reprendido a Ragnar. Su apariencia era bastante normal: de baja estatura, mediana edad, cazadora azul y un pelo castaño que comenzaba a clarear. Cuando preguntaron en el Hafnarbíó esa misma tarde, los empleados no recordaban a ningún espectador del pase de las cinco que encajara con esas características.

Marion interrogó a Kiddý en la taquilla antes de que abriera la ventanilla. Aparte de unas revistas danesas de menaje y hogar que descansaban sobre un estante, no cabían muchos más objetos, salvo el rollo de las entradas y la caja registradora. Según la joven, no había dejado de desfilar gente por el cine desde la noticia del homicidio y se había multiplicado el número de espectadores que iban a ver el wéstern de Gregory Peck. Miró a Marion a los ojos y añadió que obviaba decir que los asistentes no iban precisamente con la intención de disfrutar de la película, sino para ver el lugar donde el joven había sido apuñalado. Habían procurado limpiar toda la sangre del suelo y habían retirado las dos butacas más ensangrentadas con la intención de cambiarlas. En la fila quedaba un hueco, como una herida abierta a la vista de los clientes.

—No tengo ni idea de quién compró una entrada para esa maldita sesión —declaró Kiddý después de que Marion le hubiera descrito al hombre del Gamla Bíó y le pidiera más detalles—. Me paso el día aquí sentada, vendiendo entradas, y hace mucho que dejé de fijarme en la gente. Y ya ni te cuento si encima hay ajetreo. A veces reparo en los que vienen siempre. Quizás en algún famoso. Pero para de contar.

—No es que estemos hablando de un gran número de personas —objetó Marion.

—No, eso es verdad.

—A lo mejor estabas leyendo tus revistas —añadió Marion señalando los magacines daneses.

—Ya, eso también puede ser. Soy penosa como testigo, lo sé.

—Vamos a ver si te puedo ayudar —le dijo Marion sonriendo—. ¿Recuerdas a algún hombre de pelo castaño con una cazadora azul?

—No. Me acuerdo del chico porque lo conocía de antes. Y de la mujer, porque venía a ver un wéstern a las cinco. Ya os la describí el otro día.

—Cierto. También estoy buscando a dos o tres hombres. No sé exactamente de qué edad. Llegaron por separado y actuaron con discreción, pero se sentaron juntos.

—Me acuerdo del hombre del tiempo. Tendrá cuarenta y pico —dijo Kiddý.

—Sí, pero ahora no estamos preguntando por él. Uno de esos hombres, o quizás todos, podría ser extranjero. ¿Sabes si vino alguien de fuera a ver la película?

Kiddý reflexionó. Miró hacia las revistas. Podía leer danés, pero hablarlo se le daba peor. No sabía inglés. Aunque había dejado los estudios después del primer ciclo de secundaria, tenía conocimientos de danés porque era obligatorio en el colegio y porque su madre estaba suscrita a Hjemmet y a Familie Journal y le daba las revistas después de leérselas.

—Nadie me habló en una lengua extranjera, de eso estoy segura —afirmó mientras se ajustaba la cinta del pelo. Después cogió un paquete de tabaco, se puso un cigarrillo entre los dedos de enormes uñas pintadas y lo encendió. Dejó escapar una bocanada de humo.

—¿No te pidió nadie una entrada en un idioma que no fuera islandés? —insistió Marion.

—No. A veces la gente no dice nada. Se limita a levantar uno o dos dedos, según las entradas que necesite. Yo... diría que no vinieron más que cuatro hombres y un grupo de adolescentes.

—Ya. ¿Hay más afluencia de extranjeros estos días? La ciudad está llena debido al duelo.

—¿El duelo de ajedrez, quieres decir? Yo no he notado nada.

—De acuerdo. ¿Ha llegado ya el acomodador?

—No, vendrá luego. ¿Le vas a preguntar por lo de los extranjeros?

—Sí.

—Es que el que trabaja aquí normalmente se ha ido de vacaciones. Matthías es el que lo sustituye y...

—¿Sí?

Marion percibió en la chica cierta inseguridad.

—Tuvo que salir un momento —respondió Kiddý.

—Sí, ya me has dicho que vendrá luego.

—No, digo que tuvo que salir cuando le tocaba estar en la puerta el día que ocurrió.

—Ah, pues a mí no me comentó nada.

—Ya.

—Pero me dijo que había visto a la mujer, al chico y a otros espectadores —señaló Marion—. También sabía que había venido el meteorólogo.

—Se lo conté yo. Me preguntó después de ver lo que había ocurrido. Estaba en estado de shock. Fue él quien encontró el cadáver. Matti es muy majo, pero siempre anda con problemas.

—¿Y el día de los hechos no estuvo en la puerta en ningún momento?

—Sí, al principio. Normalmente empezamos a dejar pasar a la gente unos quince o veinte minutos antes de que comience la sesión para que los clientes no se pelen de frío aquí fuera, sobre todo en invierno. Pero entonces ella vino a verlo y las puertas se quedaron abiertas mientras yo me ocupaba de las entradas aquí en la taquilla.

—¿Quién vino a verlo?

—Tiene una novia dos calles más arriba, en Laugavegur. Trabaja en una tienda de moda y apareció de repente. Tienen alguna movida. Salieron a la parte trasera.

—Pero, en ese caso..., puede que alguien se colara mientras tanto, ¿no?

Kiddý no respondió. La cinta de seda azul que llevaba en el pelo hacía juego con su minifalda.

—Es muy buen tipo, pero no se atrevía a reconocer que había abandonado su puesto —explicó la chica—. Cuando volvió, la película llevaba unos cinco minutos empezada. No es nada grave, pero... luego va y ocurre aquello..., aquella desgracia.

—O sea, que la entrada a la sala se quedó abierta —dijo Marion señalando hacia la puerta—. Y tú estabas aquí, en la taquilla.

—Sí.

—¿Piensas que pudo entrar alguien sin que tú lo vieras?

Kiddý miró de nuevo hacia donde estaban las revistas danesas. Entre estas figuraba el folletín que con tanto interés estuvo leyendo aquel día.

—No lo sé.

—¿Y tú qué crees? ¿Incluso puede que se colara un hombre de cazadora azul?

—No lo descartaría, supongo —admitió la chica.

Albert estaba al teléfono con su esposa. Llevaban casados casi diez años y tenían tres hijas. Su mujer, Guðný, ardía en deseos de reintegrarse al mercado laboral después de haber cuidado del hogar y de las niñas desde el nacimiento de la mayor. En otoño tenía pensado apuntarse a los nuevos cursos para adultos del instituto de Hamrahlíð y terminar el bachillerato con la intención de estudiar Derecho en la universidad.

—¿Cómo lo quieres organizar? —se apresuró a preguntarle Guðný. El tono de voz de Albert daba a entender que tenía que colgar.

—¿A qué te refieres?

—A tu cumpleaños, tonto. A las niñas les hace muchísima ilusión. Te están preparando un pastel gigante de chocolate. ¿Quieres que vengan también las abuelas o prefieres que estemos solo los cinco?

—¿No es mejor que vengan las abuelas? —preguntó Albert—. No me gustaría que se sintieran ofendidas. Además, luego pueden cuidar de las niñas cuando salgamos.

—¿Cuándo salgamos?

—Estaba pensando en ir a cenar a algún sitio, quizás al restaurante Naustið.

—¿Ahí? ¿Nos lo podemos permitir?

—No sé, tú eres quien lleva las cuentas.

—¿Me invitarás a un alexander?

—Puede.

—Voy a hablar con las abuelas.

El departamento científico de la Policía Judicial parecía un pequeño laboratorio encajado entre los despachos de Borgartún. El exiguo espacio de sus instalaciones estaba repleto de aparatos destinados a examinar las escenas del crimen. La Científica no se encargaba de todos los análisis; los más complejos, como los estudios detallados de los proyectiles, se llevaban a cabo en el extranjero. En cambio, el personal se había hecho con excelentes dispositivos tanto para detectar huellas dactilares como para revelar fotografías, y aprovechaba al máximo todo el material que el departamento tenía a su disposición.

Con los guantes puestos, el jefe de la Científica le mostraba a Albert una serie de huellas que habían encontrado alrededor del cuerpo de Ragnar: en los reposabrazos de las butacas, los respaldos, la bolsa de palomitas y la botella de refresco.

—El problema —expuso— es que, obviamente, en un cine se acumula un conjunto caótico de huellas. Las butacas no se limpian. Se pasa el aspirador por el suelo, se barre el vestíbulo, se quita el polvo y todo eso, pero los asientos, los respaldos y los reposabrazos no se tocan, ya que tampoco hay razón para hacerlo.

—No, claro —convino Albert.

—Estamos tratando de reconstruir los hechos —siguió explicando el hombre, que se llamaba Þormar, un tipo inusitadamente alto, de cabeza grande y barriga prominente—. Como sabéis, creemos que el chico no tuvo tiempo de defenderse. El forense lo ha confirmado. Las únicas lesiones que ha encontrado son las dos puñaladas en el corazón. Lo más seguro es que el agresor se llevara después la mochila con la grabadora y las cintas.

—Marion piensa que había al menos dos personas, y que el chico grabó sin querer su conversación.

—Podéis hacer todas las conjeturas que queráis —señaló Þormar—. No tenemos nada que respalde esa teoría. Sin duda, el agresor tenía la mano y la manga salpicadas de sangre. Incluso puede que el rostro. Damos por hecho que tenía los dedos ensangrentados cuando cogió la grabadora y las cintas. Lo más probable es que pasara por encima de las butacas para alcanzar la mochila en lugar de dar la vuelta y caminar entre los asientos. No quería hacer ruido.

—¿Lo hizo a tientas, en la oscuridad?

—No necesariamente. El resplandor de la pantalla le habría bastado para actuar.

—¿Habéis obtenido alguna conclusión a partir de las huellas?

—Todavía tenemos que analizarlas y compararlas con vuestro registro. Como es lógico, la mayoría pertenecen a espectadores inocentes. Si Marion piensa que puede tratarse de un extranjero, o de más de uno, entonces tendremos que enviar las huellas fuera del país. Y ya sabes que eso tardará lo suyo.

—Se llevaron todas sus cosas —recalcó Albert.

—Si Marion está en lo cierto, quisieron ir sobre seguro llevándose las cintas. No podían dejar allí la mochila.

—¿Crees que podría repetirse el crimen? —preguntó Albert.

Esperó la respuesta de Þormar, pero este se limitó a encogerse de hombros.

—No podemos deducirlo a partir de lo que tenemos —respondió.

—¿Es necesario padecer algún tipo de trastorno para hacer una cosa así?

Albert y Marion habían barajado la posibilidad de que el agresor volviera a actuar. No existían precedentes de ese estilo. Se sabía de asesinos en serie en el pasado, pero no en la actualidad. Sin embargo, el asesino, o asesinos, no tenía por qué ser necesariamente islandés, la ciudad estaba repleta de extranjeros debido al duelo de ajedrez. Entre ellos habría todo tipo de gente, como era lógico.

—¿Así que todo lo espantoso, desagradable y terrorífico viene de fuera? —preguntó Albert.

—En buena parte —respondió Marion.

—¡¿Incluidos los aficionados al ajedrez?!

—¿Por qué deberían ser mejores que otros? —concluyó Marion.

El duelo

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