Читать книгу El duelo - Arnaldur Indridason - Страница 12

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El funeral de Ragnar se celebró en la catedral y fue una ceremonia discreta sin apenas asistentes. El pastor dedicó unas palabras a la joven vida que había sido arrebatada de una forma trágica y sin precedentes, y también a la familia del chico, devastada por el dolor. Marion Briem desconectó cuando el eclesiástico cambió de tema y comenzó a hablar de resurrección, redención de pecados y vida eterna. Los familiares de Ragnar se sentaron en los dos primeros bancos. Aquellas humildes personas todavía no habían recibido respuestas a todas las preguntas que les habían atormentado los días anteriores. Y, aun en el caso de que llegaran a recibirlas, no serían más que respuestas dadas por el hombre. Siempre quedarían por contestar otras preguntas de mayor envergadura, otras que quizás solo tuvieran cabida en las iglesias.

Todas esas reflexiones rondaban por la mente de Marion durante la ceremonia, mientras en la catedral resonaba el conmovedor himno coral Allt eins og blómstrið eina. El doloroso canto de alabanza a una flor única avivaba los recuerdos que habían perseguido a Marion desde que recibió aquella postal. Se la habían enviado desde el extranjero a su antiguo domicilio. El texto era escueto: «Llegaré pronto». Nada más. Un breve mensaje que Marion había estado esperando durante mucho tiempo.

El pastor invitó a los asistentes a levantarse para recitar el credo, pero Marion se abstuvo de hacerlo.

Unos familiares jóvenes portaron el ataúd y lo introdujeron en el coche fúnebre, que esperaba frente a la catedral. Los asistentes esperaron antes de dar sus condolencias a la familia de Ragnar. Seguidamente, los parientes más cercanos se marcharon para darle sepultura. Poco a poco el grupo de disgregó, y al cabo de un instante todo volvió a la calma. Marion no había observado nada sospechoso o fuera de lo normal. Ni rastro de un hombre con una cazadora azul. Ni de una mujer que fuera a ver todas las películas de Gregory Peck.

Marion regresó al coche. Las cintas de El desafío de las águilas que Ragnar había grabado en el Gamla Bíó seguían en el asiento delantero, a la espera de ser escuchadas. Era probable que contuvieran la discusión que Ragnar y el hombre de la cazadora azul habían mantenido al finalizar la proyección. Albert había ido a buscar las cintas por la mañana. Se había pasado la noche haciendo guardia en la casa de loterías DAS, en la calle Vogaland del barrio de Fossvogur. Su sueño de ver a Bobby Fischer se había hecho realidad. El ajedrecista había llegado finalmente al país para medirse con el «oso ruso» y se alojaba en la casa de loterías. Albert apenas había pegado ojo y habló sin cesar en cuanto vio a Marion al mediodía. Pensaba que la intervención de Kissinger había sido determinante en la decisión de Fischer de participar en el duelo. Todavía le duraba el entusiasmo. La gente se había agrupado frente al edificio DAS para recibir al estadounidense. Al final del día, cuando la muchedumbre comenzó a dispersarse, a Fischer le apeteció salir a dar una vuelta. La policía lo llevó en coche a las montañas del este, y estuvo con él hasta las seis de la mañana. En realidad, Albert no había sido uno de los acompañantes, pero sus compañeros le contaron que el gran ajedrecista parecía un niño con zapatos nuevos.

Marion aparcó en Borgartún, subió con el ascensor y tomó prestado un magnetófono de la Científica antes de encerrarse en su despacho. La grabación estaba dividida en dos cintas. Introdujo la primera en el aparato, se acostó en el sofá, cerró los ojos, lo puso en marcha y escuchó.

Lo primero que pensó fue que El desafío de las águilas era una película estruendosa. El acomodador les había contado el argumento por encima. Estaba basada en una novela de intriga de Alistair MacLean y los protagonistas eran Richard Burton y Clint Eastwood, que interpretaban a unos soldados de las tropas aliadas encargados de liberar a unos generales que los nazis tenían presos en una fortaleza impenetrable al otro lado del frente de combate. La grabación sonaba nítida y la acción parecía acelerarse hacia el final de la película.

—¡Pero qué escándalo! —exclamó Marion cuando los tiroteos, los gritos y la trepidante música alcanzaban su punto culminante.

Seguidamente, todo pareció calmarse. Las ametralladoras y las bombas dejaron de hacer ruido y los gritos cesaron. Se oyó el motor de un avión al despegar: se acercaba el ajuste de cuentas cuando se descubría la presencia de un traidor en el grupo. Poco después solo se escuchaba la música. La película había terminado.

Marion se incorporó en el sofá y observó el aparato. La cinta giraba lentamente bajo la tapa de plástico.

—«¿Qué llevas ahí?» —preguntó de repente una agresiva voz masculina.

De fondo se oía un zumbido y el ruido de la gente al plegar los asientos y caminar por el suelo de madera.

—¿Qué es ese aparato? —escuchó Marion.

No hubo respuesta.

—«¡Eh, chico!».

Marion se imaginó al hombre agarrando a Ragnar.

—«Enséñame eso».

—«Déjame en paz» —dijo una voz juvenil.

—«¿Un casete? ¿Qué estás haciendo en el cine con un casete?».

—«Nada» —respondió Ragnar.

—«¿Eso de ahí es un micrófono? ¿Estás grabando? ¿Qué estás grabando?».

A juzgar por el tono de voz, el hombre estaba furioso. Era fácil intuir que Ragnar se sentía intimidado.

—«¿Estás grabando la película en una cinta?».

El ruido de la gente se desvaneció. Solo quedaban ellos dos en la sala.

—«No» —respondió Ragnar en voz baja.

—«Ya lo creo que sí» —le espetó el hombre—. «¿Por qué lo haces? ¿No sabes que está prohibido?».

—«Devuélveme la grabadora» —le rogó Ragnar.

—«¿Qué vas a hacer con esto? ¿Escuchar la película? Sabes perfectamente que tiene derechos de autor. ¡No se pueden grabar películas así como así!».

—«Devuélvemela» —repitió Ragnar—. «Me tengo que ir a casa».

—«¿Cómo? ¿Es que eres tonto o qué?».

—«No».

A continuación se oyeron unas interferencias y, unos segundos después, se escucharon ruidos de tráfico, cláxones y rugidos de motores. Habían salido del cine. El acomodador del Gamla Bíó los había visto subir por la calle y meterse por Bankastræti.

—«¿Vas a venderla luego? ¿O vas a usar la música para algo? ¿Qué piensas hacer con eso?».

—¡Que me dejes en paz!

—«¿Por qué lo haces? No puedes... ¿Estás grabando...? ¿Pero es que todavía estás...?».

La grabación terminó repentinamente. Marion rebobinó, la escuchó una segunda vez; luego, una tercera y apagó el aparato. Albert se había sentado frente a su escritorio para escuchar también el intercambio de palabras entre Ragnar y el hombre.

—Pobrecillo —dijo.

—Ese tipo es un cretino —opinó Marion.

—Le habla en tono amenazante. No parece muy contento con lo que hace el chico.

—¿No crees que se trata simplemente de un imbécil? —preguntó Marion—. ¿A santo de qué se pone a hablarle de derechos de autor? ¿Por qué regaña a Ragnar con tanta dureza? ¿Qué sabrá él de derechos de autor? ¿Por qué le preocupan tanto?

—Por lo visto es un tema delicado para él —señaló Albert.

—¿A qué tipo de gente podría parecerle una cuestión delicada?

—A los músicos, supongo. ¿No tienen una asociación?

—¿De autores?

—Y a los abogados, claro.

—¿No te parece que habla un poco como un abogado? —preguntó Marion.

—Arrogante, presuntuoso, insoportable... Encaja —convino Albert.

—¿Qué me cuentas de Bobby?

—Lo van a trasladar al hotel Loftleiðir. No quiere alojarse en esa casa de loterías.

—¿Es simpático?

—Muy amable, a juzgar por lo poco que he visto. Los que lo acompañaron no entienden cómo ha podido enemistarse con tanta gente.

—A lo mejor solo es duro de pelar a la hora de establecer acuerdos. Los que llegan tan lejos como él tienen que cuidar de sus intereses. ¿Vas a seguir escoltándolo?

—Puede. Están diseñando unos turnos de guardia en los que han incluido a los que trabajamos para el juez de lo Penal. Puede apuntarse quien quiera. Pero, claro, la pregunta es...

Albert guardó silencio.

—¿Cuándo empieza todo el follón?

—Mañana por la tarde juegan la primera partida.

—Yo creo que más valdría concentrarnos en el trabajo que tenemos aquí en lugar de andar detrás de unas celebridades —dijo Marion levantándose del sofá—. Deberías empezar por conseguir todas las cintas del chico y escucharlas. Si se vio metido en problemas en el Gamla Bíó, puede que también le ocurriera en otros cines.

Se había tomado declaración al meteorólogo y a los dos grupos de adolescentes. Contando a Ragnar, ya conocían a nueve de las quince personas que habían comprado una entrada para aquella sesión. Cabía la posibilidad de que uno o más sujetos se hubieran colado en la sala mientras el acomodador no estaba y la chica vigilaba la puerta desde la taquilla, aunque no se sabía con certeza. Todavía quedaba por encontrar al dueño de la botella de ron, y aún no se sabía nada de los análisis de las huellas. Por otro lado, la única mujer que había asistido al pase de las cinco aún no había dado señales de vida, a pesar de los comunicados que se habían emitido expresamente pidiéndole que contactara con las autoridades.

Cuando Albert se marchó, Marion releyó los informes con la esperanza de hallar algún detalle que pudiera ser útil para la investigación. El teléfono sonó y una voz masculina preguntó jovialmente si hablaba con Marion.

—Sí, soy yo.

—Aquí Rikki.

—¿Qué quieres? —preguntó Marion repentinamente.

—Hey, ¿qué pasa?

—¿Qué quieres?

—Nada, nada. No te molesto.

—Muy bien —dijo Marion disponiéndose a colgar.

—Bueno..., espera...

—¿Qué?

—Te... te interesará oír esto. ¿No estáis buscando a la gente que fue al cine el otro día?

—Sí.

—Pues igual puedo echaros un cable.

Marion aguzó el oído. El hombre se hacía llamar Rikki y la policía lo conocía bien por sus pequeños delitos, hurtos y robos con allanamiento de morada, aunque la mayoría de sus problemas guardaban relación con el alcohol. A veces había colaborado con la policía filtrando información sobre el submundo de Reikiavik, un submundo tan reducido y desorganizado que apenas podía decirse que existiera.

—Está bien —convino Marion.

—Vaya, ¿ya se te han bajado los humos?

—No te pases, Rikki. ¿Qué decías de la gente del cine?

—Me ha dicho un pajarito que buscáis a todos los asistentes de aquella sesión. Yo sé de uno que quizás te pueda interesar.

—¿Y bien?

—¿Te acordarás de mí la próxima vez que vayáis a meterme en el trullo?

—¿Que vayamos a meterte en el trullo? Querrás decir cuando nos pidas dormir aquí, en comisaría. Cuéntame qué has escuchado.

—Konni estaba en la sala.

—¿Konni?

—Fanfarronea de ello y todo, o eso dice Svana. Me lo ha contado ella. El tío iba como una cuba, como siempre.

—¿Svana, la del Pólinn?

—Sí. Svana me contó que Konni había estado en la sala y que, por lo visto, sabe lo que ocurrió.

—Ajá.

—Como te lo cuento.

—Supongo que beberá ron —dijo Marion.

—¿Quién?

—Konni.

—¡Ron! —exclamó Rikki—. ¡Y tanto que le da al ron!

El duelo

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