Читать книгу Rosas muertas - Arnaldur Indridason - Страница 10
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ОглавлениеEn pocas horas, Þorkell y Sigurður Óli lograron reunir aquel domingo los nombres de algunas chicas que, según los registros policiales, ejercían la prostitución en las calles de Reikiavik. Todas habían visitado alguna vez la comisaría acusadas de prostitución, robo o allanamiento de morada, así que no tuvieron problemas para localizarlas. Sin embargo, prefirieron no llevar a jefatura a Eva Lind Erlendardóttir, la hija de su compañero. Erlendur se encargó personalmente de ir a buscarla. Su exmujer había escogido el nombre de Eva Lind porque, por algún motivo, le parecía mono. Su hijo se llamaba Sindri Snær.
Erlendur sabía que su hija se había mudado recientemente a casa de un advenedizo sin escrúpulos que sabía cómo montárselo para llevar una vida lujosa sacando partido de las empresas de arrendamiento con opción a compra. Vivían juntos en un adosado que había conseguido después de haber timado a un matrimonio de ancianos que querían mudarse a una vivienda más pequeña. Gracias a sus dotes comerciales y a la elegancia que le confería su impecable traje, todavía por pagar, había convencido a los ancianos para que abandonaran su hogar y luego él se había mudado allí por la cara. Les había prometido un primer pago de cuantía considerable, seguido de un segundo ingreso dos meses después y una amortización de la casa por un precio mucho más elevado que el indicado en el anuncio. El matrimonio había depositado toda su confianza en aquel hombre tan simpático que decía ser médico, había guardado todos sus enseres en un trastero y se había mudado a casa de su hija, y única descendiente, mientras que el ambicioso príncipe se acomodaba en su nidito decorado con muebles sacados de una empresa de leasing.
Eva Lind vivía rodeada de un lujo que se hallaba en las antípodas de las condiciones en las que Erlendur la había visto vivir solo dos meses atrás, antes de que conociera a Mr. Leasing. Hasta entonces había vivido con un drogadicto en una casucha alquitranada en la calle Veghúsastígur, en el barrio de las Sombras. A lo largo de los cuatro o cinco años de mala vida que había llevado su hija, Erlendur pasó por fases de negación, rabia, espanto y mano dura, hasta acabar en la más absoluta indiferencia. No lograba entender por qué se había convertido en una drogadicta empedernida, pero ya no se lo preguntaba. Había decidido aceptarla tal como era y tratar de hacerle la vida más fácil en la medida de lo posible. Alguna vez había tenido que ir a buscarla a comisaría después de haber sido arrestada en algún tugurio donde se fumaba hachís. Cuando eso sucedía, la llevaba a su casa para cuidar de ella, pero, antes de que pudiera darse cuenta, ya había vuelto a las calles y su recaída era todavía peor. La situación de su hija lo atormentaba.
—Cabe la posibilidad de que la chica que encontramos anoche asesinada en el cementerio hiciera la calle —le explicó a su hija tras tomar asiento en el salón. No conocía a su nuevo novio, tenía sus reservas, como con todos los anteriores. Eva Lind le dijo que no estaba en casa porque había salido a comprar un televisor. «Pero si es domingo —observó Erlendur—. ¿Qué hay abierto hoy?». «¿Acaso te crees que ha ido a una tienda a comprarlo, atontado?», le respondió su hija, escandalizada, mientras se dejaba caer en el reluciente sofá Chesterfield de su amplio salón. Erlendur se fijó en la ausencia de decoración en las paredes. Los únicos objetos del salón eran unos muebles carísimos, la mayoría de ellos todavía embalados en plástico.
El aspecto de Eva Lind daba buena cuenta de su penoso modo de vida: estaba en los huesos y trataba de disimular las ojeras con una espesa capa de maquillaje. «Seguro que ya está otra vez en la luna», pensó Erlendur, que rara vez lograba ver a su verdadera hija, siempre oculta tras los efectos de las drogas, como si tuviera los ojos tapados por un velo invisible.
—Lo he oído en la radio —le contó Eva Lind—. Ya sabía yo que era puta. Nadie deja tirada a una chica normal en pelotas en un cementerio.
—No he afirmado en ningún momento que lo fuera, solo he dicho que tenemos esa impresión, y debemos empezar por algún sitio. La encontramos junto a Jón Sigurðsson, el Presidente.
—¡Anda! Pero ¿no fue en el cementerio?
—Sí, junto a Jón el Presidente.
—¿Se ha producido algún escándalo? ¿Se la tiraba el Jón ese? Espera, ¿el presidente de qué?
Erlendur se encogió de hombros y recordó el verso que de vez en cuando le venía a la cabeza sin motivo. «¿Dónde se perdió el color de tus días?».
—La chica se daba un aire a ti. Un poco más joven. Esquelética y pálida, como si padeciera anorexia. Tenía el pelo negro e iba muy maquillada. Se metía heroína. Todavía no sabemos cómo se llama y estamos buscando a todos aquellos que la pudieran conocer. Si trabajaba en la calle puede que te suene. Lo único que sabemos es que tiene un tatuaje en el trasero.
—Yo también llevo uno, aunque no en el culo precisamente —matizó Eva desafiando a su padre con la mirada—. Ahora se llevan mogollón los tatuajes. Eso sí, duele que te cagas. Los tatuadores son unos putos sádicos. Aunque, bueno, también será porque que yo me lo hice en el...
—¿Te dice algo la descripción? —la interrumpió Erlendur.
—Si se chutaba heroína, debería estar tirado saber quién es. No hay muchas tías que se metan esa basura. Además, la heroína es más chunga de conseguir que otras mierdas como las pastis o el speed. Hacen falta buenos contactos. ¿Tienes alguna foto suya?
—No. Si no averiguamos pronto quién es, tendremos que mostrar en los medios una imagen de su cara, pero eso solo lo haremos si no nos queda más remedio. Quizá podrías acompañarme a la morgue.
—¡No me jodas! Ahora no. Puedo hacer algunas llamadas y te aviso con lo que sepa, te lo prometo. Pero no me hagas ir contigo a la puta morgue.
—Necesito saber cómo funciona el mundo de la prostitución en Reikiavik —aclaró Erlendur, horrorizado ante la sola idea de tener que profundizar en aquel tema con su hija—. ¿Quiénes son los clientes? ¿Cómo localizan a las chicas? ¿Van siempre los mismos clientes con las mismas chicas? ¿Cuál es la dinámica?
Le parecía espantoso tener que preguntarle por su vida. Hasta entonces lo había evitado en la medida de lo posible. Todo lo que sabía se lo había contado ella por voluntad propia. Procuraba no sermonear a sus hijos, aunque esa estrategia no parecía haberle dado buenos resultados. Erlendur podría haberle hecho esas mismas preguntas a otras chicas y evitarse así las incomodidades, pero al menos sabía que podía confiar en su hija. Tenía la impresión de que hasta entonces siempre le había contado la verdad. Buen conocedor de su lenguaje vulgar, se preparó para escuchar sus respuestas.
—Vaya tralla de preguntas, Erlendur —contestó Eva Lind. Nunca lo llamaba «papá»—. El que quiere una puta, sabe dónde encontrarla. Los tíos llegan, hablan con ellas y se las llevan. A veces van en coche y entonces es todo muy fácil. A algunos les vale con una paja. Pero no hay ninguno que quiera simplemente hablar. No son ese tipo de tíos. Esos solo existen en las pelis. Las pajas son lo más barato. Casi todos quieren una mamada, que cansa un huevo hacerlas, y luego follar, claro. En los patios de escalera. En casas abandonadas. Por el centro hay mogollón de sitios. Las chicas viven en ratoneras por toda la ciudad y muchas veces se llevan allí a los clientes. Yo nunca estuve metida en esa movida —aseguró Eva Lind al ver palidecer el rostro de su padre—. Respira.
Erlendur le concedió el beneficio de la duda.
—¿Qué tipo de hombres son los clientes?
—Muchos son abuelos que se gastan en eso la pensión. Pero también hay tíos que tienen carencias en casa. Marineros que pasan por aquí y no tienen adónde ir. Se quedan una semana y luego se van. Hombres de todo tipo que buscan compañía barata. Las chicas cobran muy poco comparado con lo que clavan las putas de lujo. Algunos clientes llaman siempre a las mismas, así no hay jaleos. Eso es lo mejor. Lo más seguro. Las chicas suelen tener entre cinco y diez clientes fijos y se los disputan.
—¿Y no se exponen a ningún peligro?
—Algunos son unos mierdas que las tratan como sádicos porque necesitan demostrar lo que llevan dentro. Lo que quieren es desfogarse pagando a una joven para pegarle porque no tienen cojones de pegar a sus mujeres. Otras veces son hombres elegantes de traje y corbata que envían a alguien para ir a buscarlas y luego las llevan a sitios espectaculares. Aunque también hay auténticos hijos de puta. No es que las chicas lo hagan por diversión. A veces, en verano, llama algún grupo de tíos desde algún bungaló de pesca. Van cachondos y llaman para que les envíen chicas. Pagan treinta y cinco mil coronas por un día entero y pueden hacer con ellas lo que quieran.
—¿Puedes darme algún nombre?
—Nunca he oído mencionar a nadie.
—¿Y a quién llaman?
—Pues a locales de estriptis. O a algún chulo.
—¿No habrás oído hablar hace poco de alguien a quien le gustara hacerle daño a esas chicas?
—Ya te digo que siempre corren historias por ahí. Puedo investigar y te cuento.
—Perfecto. Y, bueno, ¿qué tal estás? ¿Quién es el chico con quien vives aquí? ¿Es el propietario de esta casa?
—Estoy bien. Es lo más. Se ha hecho con todo lo que ves aquí sin haber pagado un duro.
—¿Sabes algo de tu madre? —preguntó Erlendur, a quien no le apetecía oír demasiadas cosas sobre el nuevo novio de su hija. Sería toda una novedad que la relación durara más de un mes.
—No, nada. Suelo dejar en paz a la vieja. Hago como tú.
—¿Y de Sindri?
—Sindri está bien. Me llamó el otro día, ha conseguido curro. Se me ha olvidado de qué. En una constructora, creo.
En ese momento apareció en la puerta Mr. Leasing con su espléndido traje y su corbata. Repeinado, entró en el salón cargado con un televisor gigante. Al no haber visto nunca a Erlendur, pensó que era el agente de alguna empresa de arrendamiento y estaba a punto de encararse con él cuando Eva Lind le explicó quién era.
—¿Eres el poli? —preguntó alternando la mirada entre Erlendur y el pesado televisor, que se le escapaba de las manos.
—Ojo, no se te vaya a caer en un pie —dijo Erlendur mientras salía hacia el aire fresco de fuera.
Cuando regresó a su despacho, Sigurður Óli le comentó que no habían obtenido ninguna información relevante durante los interrogatorios a las chicas. Elínborg había probado suerte en varios estudios de tatuaje, pero tampoco sacó nada de provecho y, como tenía invitados a cenar, se marchó a casa enseguida. La jornada no había aportado ninguna pista que pudiera ayudar a averiguar la identidad de la víctima. Sigurður Óli había hablado con el hombre que estaba con Bergþóra en el cementerio, pero no tenía ni idea de nada. Al principio lo negó todo, pero dejó de mentir en cuanto Sigurður Óli empezó a presionarlo. Según sus declaraciones, no vio a nadie salir corriendo del cementerio ni advirtió la presencia de ningún coche. Todavía no había entendido del todo quién era el tal Jón Sigurðsson.
Por otro lado, habían comunicado el robo de un coche en el barrio de Breiðholt. Muy probablemente, el delito se cometió la misma noche que fue hallado el cuerpo de la chica. La descripción del vehículo fue enviada a todas las comisarías del país, y por la tarde la policía de Keflavík anunció el hallazgo de un Saab azul en el aeropuerto internacional. Erlendur envió a Þorkell para vigilar el traslado del coche al taller de la policía, a primera hora de la noche. Los agentes de la Científica se pusieron de inmediato a buscar huellas dactilares, pelos y restos de fluidos corporales. Tras una larga noche de trabajo, pudieron confirmar, antes del mediodía del lunes, que la chica había estado en el interior del vehículo. La policía solicitó el listado de todos los pasajeros que habían salido del país desde la noche del sábado hasta el momento en que fue hallado el coche. Interrogaron al dueño del vehículo, pero este juró y perjuró que se lo habían robado.
Erlendur ya se disponía a marcharse cuando sonó el teléfono.
—¿Eres el que dirige la investigación de la chica del cementerio? —preguntó una voz insegura casi imperceptible.
—Sí, soy yo —respondió Erlendur.
—Era amiga mía —anunció el hombre del teléfono en un tono de voz tan bajo que Erlendur apenas podía entender lo que decía.
—¿Quién llama? —preguntó, evitando sonar demasiado cortante.
—Mi amiga estaba con él en la casa de veraneo...
Erlendur no escuchó el final de la frase.
—¿Con quién? ¿Qué casa?
—Con ese bastardo —gruñó la voz—. Esos hijos de puta la destrozaron...
Y entonces se cortó la comunicación.