Читать книгу Rosas muertas - Arnaldur Indridason - Страница 8
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ОглавлениеSe llamaba Bergþóra y se había puesto una ropa más cómoda cuando Erlendur y Sigurður Óli tocaron el timbre de su casa. En cuanto había llamado a la policía, el desustanciado se había despedido de ella diciéndole que ni quería ni le apetecía meterse en líos, algo que ella podía entender. «¡Menudo caballero! —había pensado de todos modos—. ¡Me deja sola con todo el marrón!». Él le había pedido que lo mantuviera al margen de aquello en la medida de lo posible, y ella no le había puesto objeciones. Los efectos del alcohol habían desaparecido al encontrar el cadáver y ya le remordía la conciencia. No se veía dando explicaciones sobre sus andanzas en el cementerio, ni a la policía ni a quien fuera. Deseaba poder borrar la última hora de su existencia. Solo esperaba que su compañero de trabajo mantuviera la boca cerrada. ¡Qué pesadilla! ¿En qué estaría ella pensando? ¡Hacerlo en el cementerio! ¿Es que se había vuelto loca?
Vivía en la calle Aflagrandi, en un pequeño y elegante apartamento decorado con antigüedades y unas alfombras persas extendidas sobre un suelo de madera de haya. En las paredes del salón colgaban unas reproducciones de las serigrafías de Marilyn Monroe de Andy Warhol. Le pidió a Erlendur que no fumara dentro y el policía se guardó el paquete de tabaco en el bolsillo. «El apartamento con que soñaría cualquier joven promesa», se dijo el policía mientras pensaba en su propia casa, cuya decoración consistía en una mezcolanza de objetos y muebles escogidos sin ningún tipo de gusto ni criterio.
Al principio, Bergþóra trató de mentir pese a no haber tenido tiempo de ensayar su discurso.
—La verdad es que no tengo mucho que contar —comenzó a explicar, procurando que su frase sonara lo más natural posible, después de que los agentes hubieran tomado asiento en el salón.
—No, claro. Lo que ha ocurrido es algo muy común en el barrio oeste —ironizó Erlendur—. Me imagino que aquí os encontráis un cadáver cada dos por tres.
—Quiero decir que nada de lo que os pueda contar os va a servir de gran ayuda. Había salido de marcha por el centro y serían las tres cuando, al volver a casa por Suðurgata, vi que un hombre salía corriendo del cementerio, cruzaba la calle y desaparecía por Skothúsvegur. Cuando me acerqué al muro del recinto, vi a la chica en la tumba de Jón Sigurðsson y llamé a la policía inmediatamente.
—De hecho, llamaste dos veces —precisó Sigurður Óli—. ¿Por qué?
—Supongo que me agobié. Estaba estresada. Mi primera reacción fue llamar a la policía, pero no quería meterme en líos. No quería ser testigo. Pero luego cambié de opinión.
—¿Qué aspecto tenía el hombre que viste salir corriendo? —le preguntó Erlendur.
—No lo vi muy bien y no podría daros una buena descripción. Iba vestido con ropa oscura.
—¿Ropa oscura? ¿No te fijaste en nada más? ¿A qué altura de Suðurgata estabas cuando lo viste?
—Por la parte de abajo —respondió mirando a Erlendur a los ojos. No estaba acostumbrada a mentir y se le notaba demasiado. Estaba cansada y lo único que quería era terminar cuanto antes para poder irse a dormir. El deseo de guardar su secreto era demasiado evidente. Erlendur lo percibió y ella se dio cuenta.
—Así que puede que no lo vieras muy bien —reparó Sigurður Óli, más pendiente de quedar bien ante aquella joven tan atractiva que de seguir los detalles de la conversación. «Qué guapa», pensó. Por su parte, él no se consideraba feo, y en ese momento acudió a su cabeza una expresión que había escuchado recientemente y que le había parecido de muy mal gusto. Un amigo suyo la empleaba cada vez que le contaba sus líos de faldas. Hablaba de «trincarse a las chicas». También llamaba a las mujeres «pibas», aunque esa palabra era más común.
—No lo vi muy bien. Corría muy rápido y desapareció de repente. Además, no me fijé con atención porque todavía no había descubierto el cadáver.
—¿Estás segura de que se trataba de un hombre? —preguntó Erlendur.
—Sin ninguna duda.
—Se te ve sorprendentemente tranquila. ¿No te aterroriza el hecho de haberte encontrado un cadáver mientras caminabas sola en plena noche? —preguntó Erlendur, avanzando con cuidado hacia donde quería llegar—. Por si fuera poco, siempre se ha dicho que hay fantasmas en ese cementerio.
—No creo en los fantasmas y, además, apenas se puede hablar de «noche» en esta época del año —matizó con una sonrisa—. Ya lo creo que estoy asustada. Todavía no me he recuperado. No he visto muchos cadáveres en mi vida. Y me parece trágico que muera una chica tan joven y la dejen tirada al aire libre. ¿Tenéis alguna idea de las causas de su muerte?
—De momento preferimos no desvelar muchos detalles —explicó Sigurður Óli.
—La han matado, ¿verdad?
—¿Llevabas ese conjunto cuando encontraste el cuerpo? —le preguntó Erlendur sin responder a su pregunta mientras miraba una silla donde Bergþóra había dejado su ropa deprisa y corriendo nada más llegar. Había olvidado ordenarla—. ¿Te caíste? Parece sucio.
—Me resbalé, sí.
—Espero que no te hayas hecho daño.
—No.
—¿Y eso de ahí no es hierba? ¿Te caíste en el césped de la plaza Austurvöllur?
—No, es que... bueno, vale —suspiró—. Me pidió que lo mantuviera al margen, pero me importa un carajo. ¡Va y me deja ahí sola! Estaba con un hombre en el cementerio. Los dos somos copropietarios de una empresa, junto con otras personas. Me había invitado al hotel Borg y de camino a casa se me ocurrió acortar por el cementerio. Nos detuvimos para tumbarnos en la hierba y hacernos arrumacos. Entonces oí un ruido y paramos.
—¿Te da morbo hacer arrumacos en los cementerios?
—¿Te da morbo hacer esa pregunta?
—Estamos tratando de averiguar...
—¿Qué estáis esperando que diga? ¿Que me pone hacerlo en los cementerios? Pues muy bien. Me gusta hacerlo al aire libre, y estar en un cementerio es casi como estar en la naturaleza. Ya lo habéis conseguido. ¿No es eso lo que queríais oír? No tiene nada que ver con que haya cadáveres. ¿Entendido? Que quede bien claro.
—¿Y tu don Juan salió por patas cuando encontrasteis el cuerpo? —preguntó Erlendur sin inmutarse. Su hija le había contado historias mucho peores que aquella bonita aventura nocturna de dos yupis informáticos.
«Se la trincó en el cementerio», pensó Sigurður Óli mientras desconectaba por unos segundos y visualizaba mentalmente la escena. Estaba soltero y hacía tiempo que no pasaba nadie la noche en su casa.
—Mi don Juan no se fijó en el hombre que vi salir corriendo —respondió mientras se ponía en pie. Le incomodaba estar sentada delante de esos dos hombres y contarles lo que había hecho. El de mayor edad la miraba fijamente y el joven parecía ausente. «Muy atractivo —se dijo—, pero de momento parece idiota».
—Es decir, que estabas dentro del cementerio y solo viste una sombra negra en la distancia que salía disparada antes de que descubrierais el cadáver. ¿Podrías describir mejor esa sombra? ¿Apreciaste algo que nos pudiera ayudar? ¿Edad? ¿Color de pelo? ¿Ropa? No pudiste ver si se metió por Skothúsvegur, como has dicho antes, ni si iba en coche. Me extrañaría mucho que hubiera caminado por toda la ciudad con un cuerpo desnudo a cuestas. Tendrías que haber visto algún vehículo. Las mentiras hay que llevarlas preparadas, ¿sabes?
—Vale, no vi en qué dirección salió. Me precipité al decir lo de Skothúsvegur. Pero no vi ningún vehículo ni escuché ningún ruido de motor. Apenas pasaban coches por Suðurgata.
—Una cosa más para terminar —anunció Erlendur con una sonrisa—. Nos has sido de gran ayuda y debes saber que todo lo que nos acabas de contar es de carácter confidencial y no va a salir de aquí. Puedes estar tranquila. No tenemos el menor interés en tu vida privada. Pero ¿tienes idea de si él te vio a ti?
—¿Quién?
—El hombre del cementerio.
—Dios mío, ¿crees que podría haberlo hecho?