Читать книгу Rosas muertas - Arnaldur Indridason - Страница 13
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ОглавлениеElínborg sacó de su cartera la fotografía que le había entregado la Científica y se la mostró. Era una copia ampliada del tatuaje de la joven y el dibujo ocupaba toda la imagen. Recién comenzada la mañana del lunes, Elínborg y Þorkell habían empezado a recorrer los estudios de tatuaje de Reikiavik. Para localizar el primero, simplemente se habían dejado guiar por el ruido. El tatuador, de una veintena de años, trabajaba en el garaje de sus padres, en la calle Háaleiti. Tenía las paredes empapeladas con pósteres de grupos de heavy metal y por unos altavoces gigantes sonaba una música atronadora. Desperdigados por la estancia se veían trajes gruesos de cuero, chaquetas y pantalones de motero, así como una buena colección de latas de cerveza y botellas de licor. Frente al garaje había una enorme motocicleta aparcada, pero ni Elínborg ni Þorkell sabían diferenciar si se trataba de una joya o de una tartana. «Sus pobres padres lo han metido en el garaje como un trasto más —pensó Elínborg, madre de un hijo de la misma edad—. Y no lo repruebo». Su hijo no vivía en el garaje. Dormía en la habitación contigua a la suya y escuchaba a Roger Whittaker.
—No me dice nada —respondió el chico después de que los agentes hubieran logrado captar su atención.
De complexión robusta, su densa melena negra le caía por la espalda y tenía toda la piel, al menos la parte que se veía, repleta de elaborados tatuajes.
—No, no me suena de nada ese dibujo —añadió—. Es muy cutre. No tiene acabado, es tosco, soso y feo de narices. No tiene ningún valor artístico. Es obra de un chapucero. ¿Qué es? Casi no tiene forma. Menudo churro. Está claro que lo ha hecho un inútil.
—Es la letra J... —comenzó a explicar Þorkell, pero el chico lo interrumpió.
—¡Eh, que no soy analfabeto! Que sea motero no quiere decir que sea un lerdo. Pues sí que tenéis prejuicios los patrulleros.
—Tranquilízate —le ordenó Elínborg—. ¿Te suena el estilo?
—Hay mogollón de peña haciendo esto. Aficionados que no tienen unos utensilios como estos —explicó mientras señalaba las herramientas y los tarros de pigmentos que tenía a su alrededor y que ni Elínborg ni Þorkell habían visto en su vida.
—Entonces, ¿crees que el autor no es un profesional como tú? —preguntó Þorkell con la intención de meterse al muchacho en el bolsillo.
—Este gremio está lleno de aficionados —fue la única respuesta que obtuvo.
Continuaron su camino hacia el siguiente artista, temiéndose que les aguardaba una terrible jornada.
—Hay alguien que quiere ponerse en contacto con nosotros —dijo Erlendur mientras tomaba café con Sigurður Óli en su despacho y le contaba que había recibido una llamada la tarde anterior.
—¿A qué se referiría con lo de la casa de veraneo? —preguntó Sigurður Óli.
—Dijo que la chica había estado «con ese bastardo» en la casa. Y que «esos hijos de puta la habían destruido». Él y otros más. ¿Qué querría decir?
—¿Tenía su voz algo de particular? ¿Algún acento?
—No. Parecía más bien joven. Por lo visto, era amigo de la chica. Daba la impresión de que sabía cosas, pero no las decía. ¿A qué estará esperando para hacerlo?
—Seguro que volvemos a tener noticias de él.
—Ya veremos —respondió Erlendur, que, tras la llamada, había solicitado que su teléfono grabara todas las conversaciones y pudiera verse inmediatamente desde qué número llamaban.
»Anoche llevé a cabo una investigación de carácter informal —prosiguió Erlendur—, y me enteré de que no es inusual que en los locales de estriptis de Reikiavik envíen a las chicas a los clientes, aunque estos se encuentren fuera de la ciudad, como en casas de veraneo o en bungalós de pesca.
—¿Conocían a nuestra chica en esos antros? —preguntó Sigurður Óli.
—No, en ninguno.
El lunes a mediodía nadie había contactado todavía con la policía en relación con la chica. Nadie había denunciado su desaparición. A Erlendur no le sorprendía. Seguía sosteniendo la opinión de que la chica se había ido de casa y desde entonces había estado viviendo en las calles de Reikiavik. Ningún centro público de desintoxicación para jóvenes, refugio o centro de menores echaba en falta a nadie. No buscaban a ninguna chica cuyo nombre comenzara por J. La policía todavía no había podido examinar el listado de personas que habían volado fuera del país desde el momento del robo del Saab hasta el hallazgo del vehículo en el aeropuerto. Dado el escaso número de agentes disponibles en la Policía Judicial, tardarían una eternidad en revisar los cientos de nombres de hombres, mujeres y niños que componían la lista.
—¿Sacaste algo de tu encuentro con la testigo?—le preguntó Erlendur a Sigurður Óli.
—Nada nuevo, pero se pondrá en contacto conmigo si recuerda algo.
—Parece que conectáis bien. Tenías la cabeza en las nubes cuando la interrogamos en su casa ayer por la mañana. ¿Tanto te impactó la historia del cementerio?
A veces Erlendur metía demasiado las narices en la vida personal de Sigurður Óli, y sus comentarios, invariablemente negativos, irritaban a su compañero. A Erlendur le escandalizaba que Sigurður Óli no hubiera formado todavía una familia. Lo cual encerraba cierta contradicción. Su matrimonio había sido desastroso y había fracasado en su intento de establecer un hogar, pero, al mismo tiempo, sabía muy bien lo que era vivir solo.
—¿En las nubes? ¡Chorradas!
—¿Te parece que esa chica está en sus cabales? ¿No hay algo misterioso en las jóvenes que llevan a sus hombres a los cementerios para desahogarse?
—¡Para desahogarse! ¿Es eso lo que hacéis en el este? —preguntó Sigurður Óli en tono despectivo. Erlendur había nacido en Eskifjörður, pero había vivido en Reikiavik la mayor parte de su vida. Las pocas veces que alguien mencionaba su pueblo natal en alguna conversación era para meterse con él, normalmente en su ausencia—. ¿Os desahogáis? —continuó—. Ven aquí, cariño, que tengo ganas de desahogarme. ¡Ya es sábado y toca desahogarse! Me pareció escuchar que le prometiste que no hablaríamos más de ese asunto, que haríamos como si nunca nos lo hubiera contado.
—¿Estoy estropeando algo?
—Ah, y otra cosa. Los telediarios hablan demasiado de nuestra testigo. Tenía entendido que solo debía salir de comisaría la información estrictamente necesaria. Tiene miedo de llamar la atención y de que quien haya sido...
En aquel momento sonó el teléfono. Cuando Erlendur respondió, su rostro enrojeció durante unos segundos. Con la mirada perdida, como si lo hubieran hipnotizado, le hizo un gesto a Sigurður Óli para que lo dejara solo. Sin entender qué estaba sucediendo, su compañero salió al pasillo y cerró la puerta con cuidado.
La exmujer de Erlendur estaba al teléfono. No la había visto ni había escuchado su voz en una veintena de años, o, más exactamente, desde que se fue de casa y la dejó sola con dos niños pequeños. Cuando más tarde recordara aquella conversación, no se sorprendería de haber reconocido su voz como si la hubiera escuchado el día anterior. Sabía que aún lo odiaba a muerte. Una avalancha de viejos recuerdos asaltó su memoria.
—Ya me perdonarás que te moleste —dijo su ex pronunciando cada palabra con el mayor desprecio posible—, pero tu hijo, que es un fracasado gracias a ti, está tirado en el suelo de mi casa, durmiendo la mona, después de haber vomitado y haberme roto los muebles. Llego del trabajo y me encuentro con que ha entrado en mi apartamento, y te puedo asegurar que yo no le he dado la llave. Se ha bebido todo el alcohol que ha encontrado, se ha meado encima y, por la razón que sea, se ha vuelto loco y me lo ha destrozado todo. ¡Estoy harta! ¡He cuidado de esos críos inútiles toda mi vida y ya no aguanto más!
Había elevado gradualmente el tono de voz hasta terminar chillando.
—¡Llévatelo de aquí! ¡Llévatelo antes de que me lo cargue, pedazo de inútil! ¡Has arruinado mi vida y la de nuestros hijos, hijo de la gran puta! —gritó a todo pulmón.
Acto seguido colgó el teléfono.
Erlendur continuó un rato sentado con el auricular pegado a la oreja. Veinte años después, el odio de su mujer no había remitido en lo más mínimo. Siempre lo culparía a él del camino que habían seguido sus hijos. Ellos mismos se lo habían dicho. Dejó que el sonido del teléfono retumbara en su cabeza, como si con ello quisiera borrar lo que acababa de oír. Finalmente, colgó el auricular, se puso el abrigo como en estado de trance. Ya había salido del despacho cuando recordó que no sabía exactamente dónde vivía. Buscó su nombre en el listín telefónico: Halldóra Guðmundsdóttir. Salió de nuevo, pero volvió a entrar inmediatamente para realizar una breve llamada al director de la clínica de desintoxicación de Vogur. Lo conocía bien por cuestiones de trabajo. Erlendur podía llevar a su hijo cuando quisiera.
Optó por tomar el camino más corto para ir desde Kópavogur hasta el bloque de pisos del barrio de Hlíðar donde vivía Halldóra. Sin embargo, cuando Erlendur llegó a su casa, no había ni rastro de ella. Aunque con su llamada había roto un largo silencio, su ex se negaba a verlo y a fingir de repente que se llevaban bien.
Mucho tiempo atrás habían sido amigos. Se conocieron en el bar Glaumbær, habían bailado juntos alguna vez y se sintieron atraídos el uno por el otro. Él acababa de empezar a trabajar en la policía, algo que a ella le daba cierto morbo. Empezaron a quedar fuera del Glaumbær y un día ella lo invitó a casa de sus padres. Sin saber cómo, ya se habían casado y esperaban un hijo. Ambos cambiaron en cuanto comenzó la convivencia y llegó la rutina. Ella era demasiado mandona para su gusto, y él nunca hacía lo que ella le pedía. Erlendur, de carácter huraño e irascible, se encerró en sí mismo. Eva Lind tenía dos años y Sindri Snær acababa de llegar al mundo cuando se dio cuenta de que nunca podría seguir viviendo con aquella mujer. Ni con ella ni con ninguna otra. Había cometido un error. Nunca debió llegar tan lejos. Estaba convencido de que no estaba hecho para ser un buen padre de familia. Había tratado de explicárselo a Halldóra, pero ella se deshacía en lágrimas cada vez que lo intentaba. Ninguno de sus ancestros se había divorciado desde la colonización del país. ¿Qué debía hacer? ¿Qué iban a pensar sus familiares? Todo el mundo pasaba por etapas difíciles, pero siempre había una solución. Le rogó una y otra vez que se dieran un tiempo.
Pero Erlendur, inflexible, se marchó en medio de una acalorada discusión poco después de que bautizaran a su hijo, y nunca más regresó. Desde entonces le pasaba una pensión mensual, pero Halldóra, profundamente afectada por el divorcio, sentía un odio visceral hacia su exmarido. Educó a sus hijos haciéndoles creer que su padre era una mala persona y que la había abandonado con dos recién nacidos, algo que, por otro lado, era cierto. Convencido de que su matrimonio estaba abocado al fracaso, Erlendur prefirió ponerle fin en lugar de tratar de salvarlo, fueran cuales fueran las consecuencias.
Ella nunca le había podido perdonar que la abandonara. Le negó terminantemente cualquier contacto con sus hijos y no pudo acercarse a ellos durante todos los años que vivieron bajo el techo de su madre. Erlendur podía haber acudido a la vía judicial para exigir sus derechos, pero dejó que Halldóra lo hiciera a su manera. Sus hijos fueron unos completos desconocidos para él hasta los dieciséis años de edad, cuando ellos tomaron la iniciativa de buscarlo, al principio por curiosidad, pero después para buscar refugio en su casa. Ni Erlendur ni Halldóra se habían vuelto a casar con nadie.
En más de una ocasión se preguntaba por qué la vida de sus hijos se había echado a perder de esa manera, y en buena parte se culpaba a sí mismo. Si no hubiera sido tan egoísta y hubiera pensado más en los demás, seguro que podría haber salvado su matrimonio, aceptar las cosas como eran y cuidar de su familia. Podría haberse divorciado de Halldóra mucho más adelante, con los hijos ya crecidos. Pero se negó a hacer ese sacrificio. Para él no tenía sentido soportar un matrimonio mal avenido, así que decidió marcharse. En su opinión, Halldóra no había sido capaz de compaginar la educación de sus hijos con su trabajo. La vida se le hizo cuesta arriba y les transmitió todo el odio que llevaba dentro, primero hacia Erlendur y después hacia el mundo entero. Tuvieron que cuidar de sí mismos sin contar con ningún apoyo durante los delicados años de la adolescencia. Puede que fuera algo genético. Sin duda existían casos de alcoholismo en ambas ramas de la familia. Puede que... Puede que... Puede que...
Cuando llegó al inmueble, el portal estaba abierto. Subió a la primera planta y constató inmediatamente que el piso de Halldóra estaba manga por hombro. No había ni rastro de su exmujer. Erlendur se imaginó que pasaría el tiempo en casa de algún vecino mientras él se ocupaba de recoger los restos de su hijo. Halldóra no había exagerado: Sindri Snær había perdido el control y había destrozado el apartamento. Su hijo yacía boca abajo en el salón. Había volcado una mesa y había hecho añicos un elegante aparador con unas preciosas puertas de cristal. Un caos de objetos, tanto rotos como intactos, inundaba el suelo. Sindri Snær apestaba a vómito.
Erlendur trató de despertar a su hijo, pero al ver que era misión imposible, lo levantó del suelo, lo sacó a hombros del apartamento, salió del edificio y lo metió en el asiento trasero del coche. Erlendur era de complexión robusta y el cuerpo enclenque de su hijo pesaba para él como una pluma. Cuando enderezó la espalda, se volvió hacia el inmueble y en la ventana del piso superior al de Halldóra le pareció ver por un instante el rostro de su exmujer. Llevaba casi dos décadas sin mirarla a los ojos y le costó darse cuenta de que aquella cara era la misma que le había resultado tan familiar muchos años atrás. Dudó por un momento, pero estaba seguro de que no eran imaginaciones suyas: era su inconfundible mirada hostil fulminándolo desde la ventana.
Erlendur dejó a su hijo al cuidado de la clínica de desintoxicación de Vogur, donde ya conocían a Sindri Snær. El chico parecía encontrarse en estado de coma etílico. Le prometieron que cuidarían bien de él y que, pasados unos días, ya lo podría visitar si lo deseaba. No, no consideraban la posibilidad de enviarlo a terapia fuera de Reikiavik. Ya lo habían hecho en un par de ocasiones y no había dado ningún resultado. «Ya sabes, el tratamiento es caro y el chico todavía no muestra ninguna voluntad de salir».
El quinto tatuador que visitaron Elínborg y Þorkell se acordaba de la chica. Tras una interminable jornada, estaban cansados y aburridos de hablar con detestables charlatanes que no mostraban ningún interés en colaborar con la policía para resolver un caso de homicidio. Pero no habían tirado la toalla. Los estudios de tatuaje de Reikiavik parecían multiplicarse por momentos, y Elínborg le pidió a su compañero, manifiestamente exhausto, que dejara de lloriquear porque aún les quedaba trabajo por hacer.
Ese quinto estudio de tatuaje, un antro oscuro y sucio que parecía más bien un taller mecánico, se encontraba en un polígono industrial, cerca de Ártúnsbrekka. Elínborg se fijó inmediatamente en la amplia colección de fotografías de chicas desnudas que cubrían las paredes y tuvo que darle un codazo a Þorkell para sacarlo de su embelesamiento.
—¿Esta es la que la ha espichado? —preguntó el tatuador, un chico rubio y gordito de unos treinta años vestido con unos pantalones de cuero y un chaleco vaquero que le dejaba los brazos al descubierto. Llevaba coleta y una larga perilla que le colgaba desde el mentón. Tenía una prótesis dental que debía de haber robado en alguna parte porque le venía demasiado grande y se escuchaba el ruido de sus molares al entrechocar. No tenía ni un centímetro de piel sin tatuar. «El cliché del motero en carne y hueso —pensó Elínborg—. ¿Por qué estos tipos tienen que ser siempre unos niños? ¿Y qué forma de hablar es esa? “¿Esta es la que la ha espichado?” ¿Quién dice semejante cosa?».
—¿Hiciste tú ese tatuaje? —preguntó antes de sacar la fotografía una vez más.
El señor Ángeles del Infierno reconoció inmediatamente su propio estilo y trató de recordar quién le había pedido una J. Enseguida le vino a la mente aquel trasero pequeño y respingón.
—Piece of cake —respondió mientras se escuchaba el sonido de sus dientes—. Vino hace un año y me dijo que la hiciera este tattoo.
—Que le hicieras —corrigió Elínborg.
—No era de Reijiavij. Y estaba empanada.
—¿Cómo que Reijiavij? ¿Es que has vivido en Dinamarca o qué? —le preguntó Elínborg.
—No, nunca.
—¿Sabes por qué quería ese dibujo? —preguntó Þorkell.
—Ni idea. Solo se sentó aquí y me pidió que la hiciera esa jota.
—¡Que le hicieras! —lo interrumpió Elínborg, incapaz de morderse la lengua.
—¿Sabes cómo se llama? —preguntó Þorkell.
—No me lo dijo. Yo no la conocía de nada. No la había visto en mi vida y no la volví a ver nunca más. Le dije que podía venir a verme cuando quisiera, aunque se lo dije de coña. El caso es que no la volví a ver. Iba chutada.
—¿Cómo que chutada?
—Pues chutada, sin más. Se nota enseguida.
—¿Iba alguien con ella? —preguntó Elínborg.
—No, pero creo que dijo no sé qué de un chico. Tampoco es que hablara mucho. Repetía lo mismo todo el rato, pero iba drogada, y los drogatas solamente dicen que chorradas.
—¿Qué repetía? —preguntó Elínborg, que ya había desistido de corregir su lenguaje.
—Pues tonterías. Ya te digo que estaba empanada. Además, hace mucho de eso. A veces no me acuerdo ni de cómo me llamo.
—Me lo puedo creer —admitió Elínborg.
—¿No sabes a qué chico podría haberse referido? —le preguntó Þorkell.
—Nop —respondió el tatuador.
—¿La volviste a ver alguna vez? ¿Sabes dónde vivía? ¿Algo?
—Nop.