Читать книгу Rosas muertas - Arnaldur Indridason - Страница 7
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ОглавлениеEl teléfono atronó.
Al inspector de la Policía Judicial Erlendur Sveinsson, hombre divorciado y solitario de unos cincuenta años, le sacaba de quicio que lo despertaran en plena noche, especialmente cuando le había costado dormirse, como era el caso. El condenado sol de medianoche lo había mantenido en vela hasta muy tarde. No sabía cómo remediar el problema. Había intentado que su dormitorio no fuera invadido por la claridad nocturna mediante unas gruesas cortinas, pero la luz se las arreglaba para filtrarse igualmente. En su último intento, había hecho de tripas corazón y se había comprado un antifaz. Había visto a las mujeres elegantes de las películas emplear tan preciado objeto y de ahí le vino la idea. Pero, como no sabía de dónde podía obtener uno, le preguntó a Elínborg, una de sus compañeras de trabajo.
—¿Un antifaz? —repitió, sorprendida.
—Ya sabes, uno de esos para taparte los ojos —especificó Erlendur en voz baja.
—¿Quieres decir como los que llevan las mujeres en las películas? —le preguntó ella mientras se regodeaba viendo cómo Erlendur se retorcía de vergüenza.
—Es por el sol de las narices —le explicó él.
Elínborg no pudo resistir la tentación y le recomendó una corsetería en la calle Laugavegur. La dependienta, una mujer mayor de mirada severa, le preguntó para qué quería un antifaz. Allí no vendían esa clase de artículos.
—¿A qué tipo de antifaz te refieres? —inquirió con una voz atronadora que resonó por toda la tienda—. ¿Como los que llevan las mujeres en las películas?
Al regresar al despacho, Elínborg ya se había marchado, pero le había dejado sobre la mesa una nota con un antifaz debajo. Su compañera no se había podido contener y le había comprado uno de satén rosa con delicados bordados blancos.
Sin embargo, el remedio fue peor que la enfermedad. Erlendur se puso el antifaz después de haber cerrado bien las cortinas y haberse tumbado en la cama. Pero la goma le apretaba alrededor de su enorme cabeza y le hacía daño. Además, siempre se lo colocaba mal y, cuando por fin conseguía ajustarlo, la luz se colaba por el hueco que quedaba entre la tela y su prominente nariz. Tras una pérdida de tiempo considerable, había logrado conciliar el sueño y quedarse dormido como un bendito.
Cuando el teléfono comenzó a sonar, le pareció que solo había dormido durante una fracción de segundo. Era Sigurður Óli, su compañero de la Policía Judicial.
—Han encontrado un cadáver en el cementerio de la calle Suðurgata —anunció Sigurður Óli, a quien también habían despertado. Ambos trabajaban codo con codo. Ningún otro miembro de la Judicial se habría atrevido a llamar a Erlendur a esas horas de la noche.
—¿Y en qué otro sitio quieres que haya un cadáver? —respondió Erlendur con un humor de perros, sin entender por qué no veía ni torta aun sabiendo que tenía los ojos abiertos. Palpó a su alrededor hasta que dio con el antifaz y se lo quitó. Miró el reloj: había dormido una hora.
—Bueno, es que no se trata de un cadáver enterrado, es el cuerpo de una joven. ¿Quieres saber dónde la han encontrado? —preguntó Sigurður Óli.
—Pues en el cementerio. ¿No me lo acabas de decir?
—En la tumba de Jón Sigurðsson, el Presidente. El honor, la espada... y todo eso.
—¿Jón el Presidente?
—Por lo que me ha parecido entender, alguien la ha dejado en la tumba de Jón. Está desnuda y la mujer que la ha encontrado dice que ha visto a un hombre salir corriendo por la verja poco antes de descubrir el cadáver.
—¿Por qué Jón el Presidente?
—¡Eso digo yo!
—¿No se llamará Ingibjörg?
—¿Quién? ¿La testigo?
—No, la chica.
—Desconocemos su identidad. ¿Por qué Ingibjörg?
—Tú siempre tan ignorante —le recriminó Erlendur, todavía de mal humor—. La esposa del Honor de la nación se llamaba Ingibjörg. ¿Llamas desde el cementerio?
—No. ¿Te paso a buscar de camino?
—Cinco minutos.
—¿Qué tal el antifaz?
—¡Cierra la boca!
Erlendur vivía en un pequeño apartamento de la zona más antigua del barrio de Breiðholt, en las afueras de Reikiavik. Se había mudado allí después de su divorcio, muchos años atrás, y a veces sus dos hijos, ambos en la veintena, le hacían una visita cuando necesitaban un lugar donde refugiarse. Su hija era drogadicta y su hijo alcohólico. Erlendur había hecho todo lo posible por ayudarlos, pero tras sus reiteradas tentativas, había dado la batalla por perdida. Finalmente se había aferrado a una filosofía muy simple: la vida debe seguir su curso. Cuando sus hijos lo fueron conociendo mejor, enseguida se dieron cuenta de que su madre les había mentido cada vez que lo ponía verde en su presencia y se lo describía como un monstruo. El divorcio lo había convertido en el peor enemigo de su exmujer y, al mismo tiempo, de sus hijos.
Cuando llegaron al cementerio, la policía había acordonado la zona con cinta amarilla y había cortado el tráfico de la calle Suðurgata. Los perros rastreadores olisqueaban los alrededores de la verja. Un grupo de trasnochadores que volvía a casa después de salir de fiesta observaba la escena en la distancia. Los miembros de la Científica examinaban la tumba de Jón el Presidente. Uno de ellos fotografiaba el cadáver desde distintos ángulos. También había llegado un grupo de periodistas que fotografiaba todo lo que pasaba por delante de sus cámaras, pero la policía los mantuvo fuera del cementerio. Eran más de las cuatro de la madrugada y el sol brillaba en lo alto del cielo. En la calle Suðurgata se alineaba una fila de coches patrulla y ambulancias cuyas luces apenas se veían debido a la intensa claridad nocturna.
Cuando Erlendur y Sigurður Óli se acercaron a la tumba, los recibió un leve olor a descomposición procedente de la corona de flores y los ramos que habían dejado con motivo de la celebración del día nacional. La luz del sol matutino bañaba el cuerpo pálido y huesudo de la joven. Nadie había movido el cadáver. Elínborg y Þorkell, compañeros de Erlendur y Sigurður Óli, se hallaban junto a la chica.
—Aquí hay muchos hilos de los que tirar —anunció Erlendur sin dar los buenos días—. ¿Alguien sabe algo?
—No conocemos su nombre, pero el médico la acaba de examinar y baraja ya algunas hipótesis —le informó Elínborg—. Todo apunta a un caso de homicidio.
Un hombre inclinado sobre el cadáver se puso en pie. De la edad de Erlendur, lucía una espesa barba y unas gafas de pasta. Erlendur sabía que atravesaba una mala época: su mujer había fallecido a causa de un cáncer dos años atrás. Habían trabajado mucho juntos y se llevaban muy bien, pero nunca habían hablado de sus asuntos personales. Erlendur procuraba entrometerse lo menos posible en la vida de los demás. Ya tenía bastante con la suya y las de sus seres queridos.
—Evidentemente, aún debo examinarla en profundidad, pero me atrevería a decir que ha muerto ahogada. Puede que también la hayan violado y agredido. Me ha parecido distinguir restos de semen en la vagina, pero no se aprecian indicios visibles de violencia por ahí abajo.
—¡Por ahí abajo! —farfulló Elínborg.
—Se pinchaba —continuó el médico—. Puede que llevara tiempo haciéndolo. Se observan marcas en los brazos y en otros lugares. Sin duda se detectarán drogas en los análisis de sangre. Heroína, intuyo. Su cuerpo todavía no se ha enfriado, así que habrá fallecido hace cosa de una hora o una hora y media, pero no más.
—Será una chica de la calle —supuso Elínborg—. Seguramente se prostituía.
—Lleva un maquillaje espantoso —reparó Þorkell.
—¿Hay alguien que haya denunciado la desaparición de una chica de su edad? —preguntó Erlendur.
—En nuestros registros no aparece nada —respondió Elínborg—. En caso de que nos hallemos ante la clásica tragedia, quizá la chica se fue de casa hace unos años, viviera o no en un hogar feliz, y pasó un tiempo en la calle ejerciendo la prostitución hasta que encontró algún refugio, la metieron en un centro de acogida de menores o la enviaron a terapia. Después regresó a la calle, retomó la prostitución para poder pagarse las drogas y vuelta a empezar. Conocemos muchos casos similares. Puede que cometiera robos u otros delitos menores. Y no hablo de una clientela especialmente exquisita, sino de una panda de viejos babosos. Estoy segura de que guardamos un extenso archivo sobre ella en nuestros ordenadores. Solo hay que encontrarlo.
Los cuatro observaron al médico mientras examinaba el cuerpo. Ninguno de ellos, salvo quizá Erlendur, tenía experiencia con homicidios de verdad, pero trataban de estar a la altura de las circunstancias. Los pocos asesinatos que tenían lugar en Reikiavik se cometían en estado de embriaguez y se resolvían rápidamente, se arrestaba al desventurado criminal y se le enviaba a la cárcel de Litla-Hraun. A veces tardaban unos días en encontrar al asesino, que solía terminar entregándose, o daban con él tras una breve investigación. En cualquier caso, siempre lo encontraban. En las últimas décadas, los homicidios premeditados, cometidos a sangre fría y sin dejar huellas habían sido escasos, por no decir inexistentes. Pero cuando se trataba de desapariciones, ocurría lo contrario: eran muy frecuentes y nunca se resolvían.
—El Honor de la nación no estará muy contento —comentó Erlendur levantando la mirada hacia el perfil verdoso de Jón Sigurðsson, en la columna de mármol.
—¿Qué tiene que ver él en todo esto? —preguntó Elínborg.
—Dudo mucho de que la chica esté aquí por mera casualidad.
—Puede que se llame Ingibjörg, como decías —sugirió Sigurður Óli.
—¿Por qué Ingibjörg? —preguntó Þorkell.
—La mujer de Jón se llamaba Ingibjörg —respondió Sigurður Óli con ínfulas de sabiduría.
—Pero ¿no se llamaba Áslaug? —cuestionó Þorkell.
—¡Áslaug! —exclamó Erlendur— ¿Cómo que Áslaug?
—Ah, ¿era Ingibjörg? —rectificó Þorkell, cambiando súbitamente de opinión.
—Dios mío de mi vida —suspiró Erlendur.
—¿Qué es eso que tiene en el trasero? —preguntó Sigurður Óli mientras se agachaba—. A lo mejor estaba enamorada de algún chico cuyo nombre empezaba por J —se respondió a sí mismo—. ¿Dónde se puede hacer uno un tattoo? Un tatuaje, quiero decir. No es que haya muchos tatuadores en Reikiavik.
—Igual se llama J-algo —opinó Þorkell.
—O sea, que según tu consabida capacidad deductiva, la chica es de Reikiavik, no ha salido en su vida de la capital y, evidentemente, tampoco del país —ironizó Erlendur con la mirada clavada en Sigurður Óli.
—Ojalá nadie asesinara por la noche para que pudieras seguir durmiendo, ¡don Antifaz! —le replicó Sigurður Óli volviéndose hacia Elínborg.
—Parece obvio que la han traído hasta aquí —prosiguió Elínborg—. No hay indicios de pelea ni tampoco hay rastro de su ropa. Es como si la hubieran querido dejar expuesta.
—Puede que la misión de Jón fuera protegerla —opinó Sigurður Óli—. O resucitarla.
—¿Dónde está la mujer que la ha encontrado? —preguntó Erlendur.
—La hemos acompañado a su casa —respondió Þorkell—. Me ha parecido que no habría ningún problema en hacerlo. Te está esperando.
—¿Estaba sola?
—Eso ha dicho, y también que ha visto a alguien salir corriendo por la verja del cementerio.
—Averiguad si algún vecino de la zona ha visto a esa persona —ordenó Erlendur antes de marcharse.
Sigurður Óli salió con él del recinto.
—¿Sabías que hace un tiempo llamaban a la calle Suðurgata el camino del Amor? —preguntó Erlendur mientras salía del cementerio bajo el radiante sol de la mañana. Ambos podían llegar a comportarse como verdaderos críos cuando trataban de medir sus conocimientos. Erlendur tenía complejo de inferioridad por no haber llegado a cursar el bachillerato, mientras que Sigurður Óli se enorgullecía de su licenciatura y de su curso de posgrado en Estados Unidos. No lo podía evitar. Era insoportable.
—Sí, claro —respondió a pesar de no tener ni idea—. ¿Y sabías que en otra época también la llamaban el camino de la Morgue?
—Por supuesto —respondió Erlendur pese a no haber oído aquel nombre en su vida.