Читать книгу Rosas muertas - Arnaldur Indridason - Страница 12
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ОглавлениеEl interior estaba oscuro y una peste a tabaco, alcohol y sudor invadía sus fosas nasales conforme se iba adentrando. El Boulevard, más conocido como el Bulo, era uno de los pocos locales de estriptis de la ciudad. Las bailarinas provenían de Canadá, los países nórdicos o las repúblicas bálticas. Solo tenían permiso para permanecer un mes en el país y no desperdiciaban ni un minuto de su estancia.
Al entrar, Erlendur vio a una mujer de más de treinta años contoneándose al ritmo de la música alrededor de una columna situada en un escenario. Colgada del techo, una bola de discoteca proyectaba destellos de colores en la oscuridad de la sala. La mujer se había quitado el sujetador y solo le quedaba el tanga. Era evidente que había rebasado ya la mejor edad para hacer estriptis. Cerca de ella se sentaban tres hombres. Dos la miraban boquiabiertos, mientras que el tercero tenía la cabeza apoyada sobre el escenario, con pinta de estar profundamente dormido. En las mesas había algunos clientes más. Un hombre de unos sesenta años estaba sentado con dos jóvenes prácticamente desnudas. Otro había sacado una botella de champán y agarraba de los hombros a su chica mientras se fumaba un puro con aires de magnate.
La música se detuvo. La bailarina recogió sus prendas, pasó desnuda por delante de Erlendur y salió de la sala sin dirigirle la mirada.
—Do you like girls? —le preguntó una chica rubia de unos veinte años que había emergido de la penumbra y se había colocado disimuladamente junto a la barra, al lado de Erlendur. Su atuendo se reducía a un sujetador, unas braguitas minúsculas y un pañuelo transparente sobre los hombros. Erlendur no sabía qué contestar. Si respondía que sí, no se la podría quitar de encima. Si decía que no, podría dar pie a un malentendido. Además, no hablaba mucho inglés.
—I am police —respondió. Con los ojos como platos, la chica dio un paso hacia atrás y desapareció tan rápido como había aparecido.
—¿Qué te pongo? —le preguntó el camarero, que acababa de volver de la sala y se inclinó sobre la barra. Aunque su cabello pelirrojo comenzaba a clarear por la coronilla, había logrado reunir unos pocos mechones en una mísera coleta. Ataviado con una camisa hawaiana y una cadena dorada alrededor del cuello, asentía constantemente.
—¿Eres el dueño del local?
—No. ¿Por...? ¿Pasa algo?
—¿Quién es el propietario?
—Está de vacaciones en el oeste.
—¿En el oeste? ¿En Ísafjörður?
—No, en Estados Unidos. ¿Por qué lo preguntas?
—Estoy buscando a una chica.
—Pues tenemos chicas a tutiplén. Solo tienes que escoger una. ¿Quieres champán? Tenemos uno buenísimo.
—La que busco está muerta.
—Qué putada.
—Sí, qué putada. Puede que hubiera venido por aquí alguna vez. Incluso que hubiera bailado también, no sé. Estaba como un palillo, tenía la piel muy blanca y una espesa melena negra que le caía hasta los hombros. Ojos marrones, frente amplia y boca pequeña.
—Oye, pero ¿tú quién eres? ¿Por qué me sueltas todo ese rollo?
—Soy de la policía.
—¡Ho, ho, ho! —exclamó el camarero como si fuera Papá Noel mientras se apartaba de la barra sin dejar de asentir—. ¿Por qué me preguntas por una chica muerta? Yo no he hecho nada. ¿Crees que soy yo quien la ha matado?
La música se reanudó y la chica rubia que había hablado con Erlendur en inglés se situó junto a la columna del escenario. Erlendur la miró un momento y se volvió de nuevo hacia Hohoho.
—Solo quería saber si la conocíais por aquí. Nada más. ¿Recuerdas a alguna chica que encaje con esa descripción?
—¿Era islandesa?
—Probablemente.
—Aquí solo tenemos chicas extranjeras. Qué movida lo de la islandesa. Oye, ¿no será la chica que han encontrado en una cementera?
—¿Una cementera?
—Sí.
—No, la encontraron en un cementerio.
—Ah, pues no sé quién me contó que la habían encontrado en una cementera.
—Tengo una foto suya —dijo Erlendur mientras sacaba una fotografía de la cara de la chica. Se la habían hecho en la morgue por la tarde después de haberla desmaquillado. Sin la sombra de ojos, el pintalabios y el colorete, su rostro había adquirido un tono blanco azulado. La boca se reducía a una mera línea bajo la nariz y sus cejas negras parecían dos rayas finas pintadas por encima de los ojos.
—No me suena —dijo el camarero—. Nunca estuvo por aquí. Me acordaría. ¿Era una puta?
—Podría ser.
—Por aquí no vienen prostitutas. Cosas del business, ya me entiendes.
—¿Podrían quitarles clientes a las bailarinas?
—Eso es. Esto no es un burdel. Nada que ver. Este es un negocio duro.
La chica del escenario parecía tener problemas para quitarse el sujetador. El hombre con la cabeza sobre el escenario se despertó y trató de ponerse en pie, pero le fallaron las piernas y se cayó al suelo, con el taburete incluido. Sus dos amigos ni siquiera se dieron cuenta.
—¿Ofrecéis servicios a domicilio? —preguntó Erlendur mientras veía que el borracho se ponía de nuevo en pie al tiempo que la rubia se quitaba por fin el sujetador.
—¿Servicios a domicilio?
—Si me hace falta una chica, ¿puedo llamaros para que me la enviéis?
El camarero guardó silencio.
—Me da igual lo que hagáis aquí —aclaró Erlendur—. Por mí, podéis ofrecer prostitutas como os dé la gana.
—No sé a qué te refieres con «servicios a domicilio».
—Pongamos que estoy en mi casa. O en una casa de veraneo. O en un bungaló, de pesca con unos colegas. ¿Me enviaríais a una chica?
—Supongo que se podría. Técnicamente, quiero decir.
—¿Tenéis alguna casa de veraneo registrada?
—¡Ho, ho, ho! —exclamó de nuevo mientras daba otro paso hacia atrás—. No sé nada de ninguna casa de veraneo. Como si me detenéis y me lleváis a la silla eléctrica.
—¿A la silla eléctrica? —preguntó Erlendur.
—Lo que sea. Aquí no nos dedicamos a la prostitución. Nuestras chicas son bailarinas artísticas y, a veces, algunos de nuestros clientes se quedan tan encantados que quieren pasar un rato a solas con ellas, y eso no tiene nada de ilegal ni de inmoral. Lo que hagan las chicas mientras no trabajan no es de mi incumbencia. Regento un negocio legal y no quiero malas vibraciones de nadie, ni tuyas ni de ningún otro.
Erlendur visitó otros dos locales de estriptis esa misma noche, y al meterse en la cama, solo, como de costumbre, tuvo la impresión de que había aprendido algo sobre el servicio a domicilio de bailarinas artísticas. Para variar, le costó conciliar el sueño. Sin embargo, en aquella ocasión no era la luz nocturna lo que le impedía dormir, sino otra cosa que no lograba adivinar.
Cuando por fin lo averiguó, se quedó dormido.
Do you like girls?