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Hacia el mediodía, la joven todavía no había sido identificada. Los vecinos de Suðurgata y Skothúsvegur no habían visto a nadie deambulando por el cementerio. Todos habían dormido a pierna suelta aquella noche. Por la mañana, el hallazgo del cadáver acaparó los informativos de todas las cadenas de radio. En verano escaseaban las noticias y el descubrimiento del cuerpo en la tumba de Jón Sigurðsson había sido un bombazo para todas las agencias de prensa del país. En un telediario bautizaron a la chica con el mejor de los gustos: «el cadáver del Presidente». En otro, se hablaba del «homicidio de Jón», como si fuera Jón Sigurðsson quien había sido asesinado.

Ningún amigo de la víctima denunció la desaparición de una joven morena que llevaba un pequeño tatuaje en una nalga. Ninguna madre llamó preocupada por su hija. Ningún padre ni hermano preguntó por ella. Puede que todavía fuera demasiado pronto para que se manifestaran sus seres más cercanos. O puede que nadie la estuviera buscando. El cadáver había sido trasladado a la morgue de la calle Barónsstígur y reposaba sobre una mesa de acero mientras el forense practicaba la autopsia. Enseguida elaboraría un informe preliminar.

Los miembros de la Policía Judicial regresaron malhumorados a comisaría, un edificio resquebrajado de un barrio industrial de Kópavogur que, según Erlendur, podía desmoronarse en cualquier momento. «Al más mínimo temblor de tierra, esto se viene abajo», repetía en cada pausa para el café. Más bien parecía deseoso de que se produjera el terremoto.

Era domingo y habían llamado a trabajar a casi toda la plantilla. En el cementerio, la Científica continuaba investigando en los alrededores de la tumba de Jón Sigurðsson, pero no habían encontrado ningún indicio que permitiera conocer la identidad de la chica ni habían averiguado en qué circunstancias había perdido la vida. En el transcurso de la mañana reabrieron al tráfico la calle Suðurgata y una muchedumbre se acercó a la zona para curiosear. Conductores y pasajeros estiraban el cuello para poder ver por encima del muro y observar la labor de técnicos y policías.

—¿Qué mensaje querrá transmitir alguien dejando el cadáver de una joven en la tumba de Jón el Presidente? —se preguntaba Erlendur, sentado en su escritorio frente a Sigurður Óli.

Las paredes del despacho estaban revestidas de madera, y en las estanterías se amontonaban carpetas con dosieres amarillentos de casos olvidados, tanto cerrados como pendientes de resolver. En un rincón, un armario gris de acero contenía viejos informes archivados por orden alfabético. La alfombra, en otros tiempos de color verde, estaba desteñida y rota. Erlendur no tenía objetos personales. Ni fotos de su familia ni de él jugando al golf o en el club de bridge o de vacaciones en España. Si hubiera una fotografía de Erlendur, saldría en el salón de su casa, de noche o durante el fin de semana, leyendo a oscuras o durmiendo iluminado por el resplandor del televisor. Llevaba una vida solitaria y austera. Hacía años que no se tomaba vacaciones en verano. No tenía muchas amistades y prácticamente solo se veía con sus compañeros de la policía. En realidad, tampoco buscaba amigos. No sentía la necesidad.

—¿Qué es lo primero que te viene a la cabeza cuando oyes el nombre de Jón Sigurðsson? —se preguntó Sigurður Óli.

—Que fue el héroe de la independencia —respondió Erlendur confiando en sus conocimientos del colegio—. El héroe que liberó a los islandeses. Un político de renombre. Una figura sagrada. Un hombre íntegro cuyo nombre nadie pudo manchar. Sus actos y sus palabras eran el fiel reflejo de sí mismo. Ayudó a los islandeses a trasladar sus deseos a Copenhague. La fiesta nacional de Islandia se celebra coincidiendo con su cumpleaños. Dudo mucho de que este caso guarde alguna relación con la lucha por la independencia.

—¿Y con su vida personal? —preguntó Sigurður Óli—. Era oriundo de los fiordos del noroeste. Nació en Hrafnseyri, en Arnarfjörður.

—Lo más conocido es su relación con su mujer, Ingibjörg, que pasó doce años sin moverse de Islandia mientras su marido andaba de picos pardos en Copenhague. Tenía más paciencia que cualquier mujer de nuestros días. Así es como debió de ganarse su fama de promiscuo.

—Si la chica se prostituía, puede que esa sea la conexión que buscamos. ¿No se veía con prostitutas en Copenhague?

—Me parece demasiado rebuscado. Me inclino más por una motivación de índole política. Jón era ante todo una figura política. Quien haya dejado a la chica en su tumba quiere transmitirnos un mensaje en esa dirección. Ha escogido un lugar de indiscutible relevancia. El mensaje es obvio. Quizá deberíamos hablar con un historiador.

—Un asesino nacionalista.

—No sería descabellado. Un nacionalista romántico. Quizá sea alguien que no esté contento con los cambios que se han producido en Islandia en los últimos veinte o treinta años. Puede que la chica lo simbolice de alguna manera. Yo también llevo mal esos cambios, como tantos otros de mi generación, aunque los yupis como tú recibís con los brazos abiertos todo lo que proceda de Estados Unidos. Poco a poco, Islandia se ha convertido en una pequeña América.

—No me vengas otra vez con esa canción —suspiró Sigurður Óli, quien conocía a la perfección la opinión de Erlendur respecto a todo lo estadounidense. Durante el tiempo que pasó estudiando en Estados Unidos, se sintió como pez en el agua. Podía pasarse el día entero hablando de los tiempos en que se tumbaba en el sofá de su casa de Atlanta a ver partidos de béisbol. Le contaba a todo el mundo lo mucho que echaba de menos no solo el béisbol, sino también el fútbol americano, el hockey sobre hielo y los mil y un canales de televisión—. Te da miedo el mundo —continuó—. Solo quieres encerrarte, apagar la luz y taparte los ojos con un antifaz. De hecho, ya te has comprado uno.

—Este invierno vi un anuncio en el periódico —explicó Erlendur, a quien ya le resbalaban las bromitas sobre su antifaz—. Uno de los mejores restaurantes de Reikiavik anunciaba su bufé especial del Þorrablót, ya sabes, con criadillas, despojos curados y cabezas de cordero. En la fotografía, los empleados posaban detrás de esos manjares tradicionales vestidos con camisas rojas de cuadros, pantalones vaqueros, pañuelos alrededor del cuello y sombreros blancos del Oeste americano. —Erlendur se inclinó sobre su escritorio y miró a Sigurður Óli con el ceño fruncido—. ¿Y qué tendrá que ver Estados Unidos con la comida que se sirve en una celebración tan islandesa como el Þorrablót?, me pregunté. ¿Qué vulgaridad es esa? Pero luego lo entendí. Nadie valora la comida tradicional si no se relaciona mínimamente con Estados Unidos. En Islandia nada es cool, por usar una de esas irritantes palabras que ahora dice todo el mundo, si no se americaniza. Los aviones a reacción y los ordenadores son sin duda los inventos más relevantes del siglo XX, pero igual de relevante me parece que hayamos creado nuestras propias palabras con raíces islandesas para designarlos. Sin embargo, nadie se preocupa de preservar nuestra cultura, que está ya de capa caída.

—No creo que nada de eso tenga que ver con Estados Unidos en particular, sino con el hecho de que el mundo se está haciendo cada vez más pequeño —discrepó Sigurður Óli a sabiendas de que Erlendur se negaba a gastar dinero en McDonald’s—. A menudo los estadounidenses son quienes lideran los cambios en el modo de vida, y luego el resto del planeta los imita. ¿A qué viene esa obsesión tuya con preservarlo todo? Los franceses son de lo más nacionalistas y mira lo arrogantes que son, no hay quien los aguante. ¿Quieres que nos volvamos como ellos? A mí el aislamiento me parece una condena a muerte. Además, los islandeses son y serán siempre unos vulgares. Esa espantosa comida del Þorrablót es el mejor ejemplo: criadillas y cabezas de cordero. ¿Quién come esas guarradas? Por lo demás, no tengo nada claro que los jóvenes de hoy conozcan a Jón Sigurðsson o sepan lo que hizo.

—Todo el mundo sabe quién es Jón Sigurðsson. Los islandeses no se han vuelto tan zoquetes.

—En las páginas amarillas aparecen cinco tatuadores registrados en Reikiavik —informó Elínborg tras irrumpir en el despacho. La puerta estaba abierta, como era habitual cuando Erlendur no dirigía ningún interrogatorio. Era difícil adivinar la edad de Elínborg. Tendría entre cuarenta y cincuenta años. Rellenita pero sin estar gorda, era la agente que mejor vestía de toda la comisaría y era famosa por sus dotes culinarias. Todo el mundo le pedía sus recetas y, aunque a veces fuera nefasta para las relaciones humanas, las compartía de buena gana. Su especialidad era el pollo y conocía innumerables formas de prepararlo. Sus tres hijos comían como reyes y su marido, dueño de un pequeño taller mecánico, sentía por ella un inconmensurable amor gastronómico.

—Deberías ir con Þorkell a hablar con ellos y describirles a la chica para ver si alguno sabe quién es —le ordenó Erlendur—. Digo yo que tendremos alguna foto de esa obra de arte que tiene en el trasero, así que llévate una copia por si algún tatuador reconoce el dibujo. ¿Ha preguntado alguien por ella?

—Todavía no —respondió Elínborg antes de salir del despacho—. ¿Crees que los tatuadores trabajan los domingos?

—Ni idea —respondió Erlendur.

—Ya iré yo sola. No hay quien aguante a Þorkell estos días.

—¿Y eso? —preguntó Sigurður Óli.

—Líos de faldas. Lo ha dejado la rubia aquella, Sigríður, la dentista. Se ve que conoció a alguien en un congreso sobre problemas dentales en la tercera edad en Londres y le dio calabazas. Me lo contó anoche. Se puso a llorar y me arruinó el pollo tandoori que había cocinado al horno. Paso de tragarme otra vez el mismo rollo —concluyó mientras salía al pasillo.

—Elínborg, siempre tan considerada —comentó Erlendur.

—¿Crees que deberíamos vigilar el domicilio de Bergþóra, la testigo? —preguntó Sigurður Óli, que llevaba toda la mañana pensando en ella y en la historia del cementerio—. Si te parece, puedo hablar otra vez con ella. ¿No crees que podría estar en peligro? El asesino podría saber que tenemos un testigo ocular.

—No entiendo por qué el asesino ha escogido ese lugar —dijo Erlendur sin responder a su compañero—. Ha dejado el cuerpo expuesto en un lugar emblemático que, con toda probabilidad, esconde algún significado para él o para la chica. No ha tratado de ocultarlo, sino más bien todo lo contrario: nos lo ha puesto en bandeja para encontrarlo. Nos lo ha entregado de esa forma tan extraña.

—Puede que fuera el primer lugar que encontrase para dejar el cuerpo —aventuró Sigurður Óli.

—Puede, pero ¿no trataría un asesino de ocultar su acto? Está claro que este no tiene nada que esconder. No quiere ocultarnos nada. Parece querer comunicarse con nosotros en lugar de evitarnos. Si uno quiere deshacerse de un cadáver, lo más lógico es hacerlo desaparecer.

—Entonces, ¿por qué no se entrega directamente?

—Ni idea, solo estoy pensando en voz alta. ¿Te crees que tengo todas las respuestas? La chica está desnuda, excesivamente maquillada, y en su cuerpo hay restos de semen. Puede que Elínborg tenga razón y se prostituyera. Puede que cayera en manos de un mal cliente que se pasó de la raya. Puede que tuviera un amigo que no llevara bien que se prostituyera y la matara. Tampoco podemos descartar que ese amigo fuera, de hecho, su chulo. A veces mi hija me cuenta historias de ese mundo, ya sabes la vida que lleva.

Sigurður Óli asintió.

—En Reikiavik no existe una red de prostitución bien organizada, y los proxenetas apenas se conocen entre ellos —continuó Erlendur—. Sabemos que en las calles hay chicas que necesitan dinero para comprar droga. Sus clientes pueden llegar a ser de lo más repugnante. Las chicas pueden caer en las garras de engendros que van desde simples pervertidos hasta hombres realmente abominables. La chica de Jón Sigurðsson podría ser una de ellas. Debemos buscar a más jóvenes como ella y preguntarles si la conocían.

—¿Quieres que hable de nuevo con Bergþóra y solicite que vigilen su domicilio? Por si acaso. No hace falta que se entere nadie. Podría encargarme yo mismo.

—De acuerdo.

Por la tarde recibieron en comisaría el informe preliminar de la autopsia, terminado a toda prisa. La chica había fallecido una hora antes de la llegada de la policía y la habían llevado al cementerio inmediatamente después de su muerte. «El asesino tuvo que llegar en coche —pensó Erlendur mientras leía el informe—. Es imposible que se paseara por media ciudad con una joven desnuda a cuestas». Los perros policía se habían detenido al llegar a la calle Suðurgata, donde habían perdido el rastro. Sin duda sería de gran utilidad realizar una reconstrucción exacta de los hechos. La tumba de Jón el Presidente se hallaba a tan solo diez metros de la verja situada junto a la esquina de Suðurgata. En cuestión de un minuto, el autor podría haber parado enfrente, sacar el cadáver del coche, correr hasta la tumba, regresar al vehículo y marcharse.

El forense había detectado una elevada concentración de heroína en la sangre, así como una importante presencia de alcohol. La chica estaba desnutrida y mostraba síntomas de anorexia. Presentaba indicios de violencia. La habían asfixiado y se apreciaban contusiones por todo el cuerpo. Había recibido golpes en la cara, seguramente puñetazos, y había tenido relaciones sexuales momentos antes de su muerte. A juzgar por su estado, todo apuntaba a que la habían violado.

Rosas muertas

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