Читать книгу Rosas muertas - Arnaldur Indridason - Страница 11
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ОглавлениеEl domingo por la tarde, Sigurður Óli se dirigió a la calle Aflagrandi para hablar con Bergþóra, la testigo. Se había convencido a sí mismo de que su visita era de carácter estrictamente oficial y que no guardaba ninguna relación con lo personal. Le gustaba aquella mujer. Había visto algo en ella; algo en su cara que lo ponía de buen humor; algo en sus gestos que le llegaba al corazón; algo en su tono de voz que lo impulsaba a escucharla. Se había repetido hasta la saciedad que en su interés por ella no había influido la inusual e incómoda historia del cementerio.
Sigurður Óli no había convivido con ninguna mujer desde su regreso de Estados Unidos, cuatro años atrás. Las pocas relaciones fugaces que tuvo antes de trasladarse a Norteamérica no llegaron a ninguna parte. Últimamente pensaba cada vez más en la idea de casarse. La mayoría de sus amigos, por no decir todos, estaban casados o vivían con una pareja de hecho, y le costaba sacarlos de fiesta los fines de semana. Estaba cansado de ir de bares él solo, y, aunque a menudo se encontraba con gente conocida, tanto antiguos amigos que habían estudiado con él Ciencias Políticas en la universidad como compañeros de la comisaría, le aburría soberanamente mantener una y otra vez las mismas conversaciones. Para colmo, a veces venían a incordiarlo personas con quienes había tenido que lidiar en su trabajo.
A todo eso había que sumar el tema de conocer chicas. El mismo preámbulo una y otra vez. La frase que solía funcionarle para romper el hielo era: «Oye, ¿tú no hacías Derecho conmigo en la uni?». Recientemente también le daba resultado sustituir Derecho por Informática. Después venían las típicas preguntas para saber si tenían algún amigo en común: «Ah, ¿esa chica salía con tu hermano? No la recuerdo bien». Muchas mujeres divorciadas que volvían a estar disponibles iban detrás de Sigurður Óli, que había cumplido treinta años sin haberse dado cuenta. Más de un ex había aporreado la puerta de la casa donde estaba pasando la noche para preguntar quién narices estaba metido en la cama de su exmujer. Cada vez que se despertaba con el brazo bajo la cabeza de una chica que no había visto nunca, deseaba poder dejarlo ahí y marcharse a hurtadillas. Después venía el momento de coger un taxi a primera hora de la mañana. Salía disimuladamente de una cama desconocida en un barrio de las afueras y miraba por el espejo retrovisor al taxista, que sabía perfectamente lo que estaba ocurriendo.
Sin embargo, lo peor de todo era que Sigurður Óli había comenzado a excederse con la bebida en sus aventuras nocturnas. Vestía siempre de punta en blanco, iba al gimnasio y a sesiones de rayos uva. Como era alto, delgado, guapo y buen conversador, no tenía problemas para conocer gente, especialmente a mujeres. Le gustaba tener las cosas claras y se entregaba al máximo en cualquier cosa que hacía. Ambicioso en el trabajo, quería hacer carrera en la Policía Judicial, pero, debido a su arrogancia, muchos lo consideraban un engreído. Cada vez se emborrachaba con más frecuencia e incluso llegaba a perder la memoria. Su peor experiencia la vivió seis meses atrás, y desde entonces redujo considerablemente su consumo de alcohol porque había comenzado a asustarse. Se despertó en su cama —gracias a Dios— y solo guardaba el recuerdo difuso de ir haciendo eses por la calle Laugavegur. Era incapaz de levantarse. Le dolía todo el cuerpo, especialmente la rabadilla y la pierna derecha, que no podía mover sin que un agudo dolor le recorriera la espalda. No tenía ni idea de cómo había regresado. Solo sabía que estaba desnudo, que la cama estaba hecha y que sobre la mesilla de noche habían dejado una nota: «¡Joder, qué odisea traerte a casa! Dos “superamericanas”». Le faltó poco para echarse a llorar.
Bergþóra abrió la puerta de su casa y lo invitó a pasar. La había llamado antes para avisarla de su visita. Ella esperaba su llegada a las nueve y él se había presentado como un clavo.
—Solo quería comentarte un par de asuntos —mintió mientras se sentaba en la misma silla que había ocupado el día anterior, cuando la había interrogado junto con Erlendur. El sol de la tarde se filtraba a través de las persianas venecianas y proyectaba en el apartamento unas bandas doradas que hacían pensar en un enorme gato atigrado. Ella se sentó frente a él.
—Llevo todo el día rompiéndome la cabeza pensando en el hombre del cementerio y en el cadáver. Me temo que no tengo nada nuevo que contar.
—Tuvo que haber ido en coche. Estamos investigando un vehículo que podría guardar relación con el caso. Puede que hubiera pasado por delante de la verja en dirección sur y que tú lo hubieras visto.
—No vi pasar ningún coche —insistió.
—Esta mañana te hemos preguntado si creías que el hombre podría haberte visto, pero no estabas segura.
—Todo esto me está dando un poco de miedo. Esta tarde he visto las noticias y han informado de que la policía tenía una testigo que afirmaba haber visto a un hombre salir corriendo del cementerio poco antes de encontrar el cuerpo de la chica. La testigo era del barrio Oeste. ¿Crees que el asesino es un maníaco sexual que va por ahí agrediendo a mujeres? ¿Ahora no querrá pillar por banda a esa testigo?
—No hay nada que así lo indique —respondió Sigurður Óli, contento de ver que la conversación se encauzaba en la dirección que él quería—. Por fortuna, los islandeses cuentan con un insignificante elenco de asesinos. Pero, si quieres, puedo encargarme de que recibas protección. Podemos adoptar distintas medidas, como entregarte una pequeña alarma personal que puedes hacer sonar cuando lo consideres necesario. También podemos solicitar que un coche patrulla recorra los alrededores de tu casa. O puedo pasarme por aquí para ver cómo estás —añadió finalmente.
—No me gusta ni un pelo la idea de que me escolten —admitió—. No quiero ni alarmas personales ni coches de policía. ¿No podría simplemente llamarte?
—Por supuesto —respondió Sigurður Óli tratando en vano de disimular su satisfacción. Estaba colado por aquella mujer y ella se había dado cuenta.
—No pienses que lo del cementerio es propio de mí —le dijo mirándolo a los ojos—. No estoy loca. Solo se me cruzaron los cables.
Sigurður Óli sonrió bajo el sol de la tarde.