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El historiador se rascaba la pequeña verruga que tenía bajo el mentón. Erlendur y Sigurður Óli estaban sentados en su despacho, atestado de libros, folios y carpetas. El aire irrespirable de la habitación ponía de manifiesto que el experto, de nombre Ingjaldur, fumaba como una chimenea. Tenía una amplia colección de pipas a su alrededor, así como un buen número de paquetes rojos de tabaco y cajas de cerillas. «Lo siento, pero no he podido ventilar porque la ventana está atascada», les había explicado. A Erlendur no le importó y se encendió un cigarrillo para hacerle compañía. Sigurður Óli, que ni fumaba ni soportaba el tabaco, los maldijo en silencio. El historiador, un hombre delgado a quien no le preocupaba mucho su apariencia física, llevaba puesto un jersey de lana a pesar de las temperaturas veraniegas y tiraba de su verruga mientras reflexionaba.

—Supongo que no caerán en vuestras manos muchos casos de homicidio. Visto así, tiene que ser entretenido —comentó antes de dejar escapar una espesa nube de humo desde lo más hondo de sus contaminados pulmones.

—Los homicidios nunca son entretenidos —replicó Sigurður Óli.

—Ah, pues a mí me parecen de lo más divertido. Prácticamente no hay libro ni película donde no haya asesinatos o agresiones violentas.

—No somos personajes de ficción —le aclaró Sigurður Óli—, ni formamos parte de una novela.

—¿Sois compañeros?

—No pasamos los fines de semana a escondidas en el hotel Örk, si te refieres a eso —respondió Erlendur.

—Quiero decir compañeros de trabajo.

—A veces trabajamos juntos.

—¿Os habéis preguntado alguna vez por qué no se escribe novela policiaca en Islandia? En cambio, sí cultivamos otros géneros. Yo creo que la culpa es vuestra. Por ejemplo, vosotros dos sois de la Policía Judicial, Erlendur Sveinsson y... perdona, ¿cuál era tu nombre?

—Sigurður Óli.

—¿Veis? Solo los nombres ya sonarían ridículos en una novela policiaca. ¿No os lo parece a vosotros también? Además, nuestra fauna de maleantes no tiene nada de emocionante.

Erlendur y Sigurður Óli intercambiaron una mirada. Sigurður Óli se dispuso a hacer un comentario, pero Erlendur habló primero.

—Es cierto que, por suerte, los asesinatos premeditados son escasos en Islandia —afirmó—. El homicidio no es un crimen muy islandés. Por eso carecemos de la experiencia que sí poseen otras naciones más grandes, y, a decir verdad, prefiero que así sea.

—Nos preguntamos si el hecho de que dejaran a la chica en la tumba de Jón Sigurðsson podría tener algún significado —expuso Sigurður Óli—, si hay algún aspecto de la vida del político que pudiera explicar la elección de ese lugar o si podría tratarse de una declaración abierta, incluso de carácter político. En caso de que quien la dejara allí lo hubiera hecho por un motivo específico, ¿podríamos estar hablando de un estudioso? Puede que sepa cosas sobre Jón que nosotros ignoramos. ¿Estamos buscando a un académico?

—En todo caso, a un historiador —respondió Ingjaldur mientras vaciaba su pipa en un rebosante cenicero.

Erlendur esbozó una sonrisa y Sigurður Óli frunció el ceño.

—Jón es, ante todo, un icono de la lucha por la independencia de nuestro país y un símbolo de unidad —explicó Ingjaldur, abordando de lleno la cuestión—. Hoy es sinónimo de aquella batalla. Les plantó cara a los daneses. Nadie, ni siquiera los más eruditos, ha podido encontrar ningún aspecto de su vida que empañe el brillo que emana de su figura como personaje histórico. Era un nacionalista romántico cuya fuente de inspiración eran los tiempos del Estado Libre islandés, la considerada Edad de Oro, una época que también anhelaba nuestro gran poeta Jónas Hallgrímsson. Esa es la idea que la nación tiene asociada a Jón. Detrás de esa imagen se halla un hombre pertinaz que les apretó las tuercas a los daneses con asombrosa tenacidad. Muchos lo acusaban de ser un pesado, o más bien, espera, ¿cómo lo llamaban? Un trabajador infatigable de cabeza fría. Decían que había nacido viejo y que carecía por completo de sentido del humor.

—¿Y su vida privada? ¿Hay algo que pudiera guardar alguna relación con una joven asesinada que posiblemente ejercía la prostitución? —preguntó Sigurður Óli.

—La verdad es que no tengo ni idea. Algunos dicen que Jón padecía una enfermedad venérea, la sífilis, un indicador de posibles encuentros con prostitutas. Pero nadie lo ha podido demostrar. Jón lo negó en una carta. Los rumores surgieron porque pasó una larga temporada a principios de 1840 postrado en la cama, si no recuerdo mal.

Ingjaldur encendió la pipa e inhaló el humo profundamente antes de continuar.

—No sabemos mucho sobre su relación con su mujer, Ingibjörg. No hay ni rastro de las cartas que se escribieron, lo cual es extraño. Jón cuidaba mucho de todas sus pertenencias y era muy organizado. Pero en su colección no hay cartas de ninguno de los dos, lo que podría indicar cierta reticencia a casarse con ella. Ingibjörg esperó doce años hasta el matrimonio.

Ingjaldur guardó silencio y tiró de su verruga.

—Luego está la mujer de negro —continuó.

—¿Qué mujer de negro? —preguntó Erlendur.

—Fue un historia misteriosa —respondió Ingjaldur mientras dejaba la pipa en el cenicero y se ponía de pie—. Apareció en el acto conmemorativo que se celebró en Copenhague cuando murió. Una mujer vestida de negro con el rostro oculto tras un velo. ¿Dónde lo he leído? Sigurður Nordal la menciona en el volumen publicado con motivo del aniversario de Jón Helgason. Tiene que estar por aquí.

Ingjaldur examinaba con la mirada sus estanterías mientras se rascaba la cabeza, sin tener claro dónde podría estar el libro. Cuando por fin lo encontró, dejó escapar un leve gruñido. Se volvió a sentar y comenzó a pasar las páginas.

—Aquí está. Eso es, la ceremonia se celebró en Garnisonskirke el 13 de diciembre de 1879, y en el templo entró, vamos a ver, «una mujer de alta estatura e imponente presencia, de luto, con un velo tan oscuro que impedía distinguir sus rasgos faciales». Así se la describe. Se sienta en la primera fila y rompe a llorar desesperadamente. Nadie sabe quién es. Algunos piensan que era su amante.

En ese momento sonó el móvil de Erlendur. Respondió, asintió y guardó el teléfono en el bolsillo.

—Han obtenido una foto del hombre, o eso creen —anunció.

—¿De qué hombre? —preguntaron a coro el historiador y Sigurður Óli.

La imagen era muy borrosa. La habían enviado a la Policía Judicial al comprobar que se trataba del Saab robado. La capturó un radar situado en el cruce de Miklabraut con Kringlumýrarbraut. Los miembros de la Científica trataban de mejorar la calidad de la imagen, pero el proceso era lento. El conductor del vehículo, un hombre de pelo abundante y frente amplia, llevaba puesta una chaqueta negra, probablemente de cuero. Así como las cejas se distinguían de forma nítida, los ojos, la nariz y la boca se reducían a unas meras manchas en medio de un rostro blanco. Inclinado hacia delante, sujetaba el volante con ambas manos.

—No se puede decir que de aquí podamos sacar mucha información —señaló Erlendur—. Espero que consigan mejorar la calidad para poder tener una imagen más precisa del que estamos buscando.

—«De quien estamos buscando», querrás decir —lo corrigió Elínborg, sentada en el escritorio de Erlendur junto a Þorkell, todavía en modo de corrección lingüística tras su conversación con el tatuador.

—¿Qué habéis obtenido de vuestras visitas a los tatuadores? —preguntó Sigurður Óli.

—A uno le sonaba haber tatuado esa letra en el trasero de una chica de provincias que había ido a su estudio después de haberse metido de todo. Fue hace algún tiempo, pero estaba seguro de que el tatuaje era suyo. Aunque la verdad es que no sé hasta qué punto hay que hacer caso de lo que nos ha dicho. No tenía ni idea de nada. No sabía mucho más que nosotros.

Rosas muertas

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