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Encontraron el cadáver en la tumba de Jón Sigurðsson, el héroe de la independencia, en el cementerio de la calle Suðurgata. Ella lo vio antes que él porque estaba sentada encima.

Después de salir del hotel Borg, habían subido por Suðurgata caminando de la mano. Él la abrazó y la besó. Ella le devolvió los besos, primero con dulzura y luego con una pasión creciente que desembocó en puro frenesí. Habían salido del hotel hacia las tres y se habían abierto paso entre la muchedumbre del centro. Era junio, poco después del día más largo del año, y hacía un tiempo espléndido.

La había invitado a cenar en el Borg. Todavía no se conocían muy bien. No era más que su tercera cita. Ella era accionista de una empresa de software de la que él también poseía una parte. Desde siempre habían sido unos cerebritos de la informática y se habían caído bien nada más conocerse. Al cabo de unas semanas, él tomó la iniciativa y le propuso verse fuera del trabajo e invitarla al Borg. Repitieron el encuentro en un par de ocasiones y, desde el momento en que se sentaron a la mesa aquella noche, se palpaba en el ambiente que la velada no terminaría como las otras, cuando él la llevara a casa y se despidieran. Ninguno de los dos había cogido el coche. Ella le sugirió por teléfono que podrían ir andando a su casa después de cenar para tomar un café. «¡Conque un café!», pensó él con una sonrisa.

Estaban acalorados y sudorosos después de haber bailado en el Borg. Ella, rubia, delgada, con la cara redonda y el pelo corto, lucía un elegante conjunto de color beis con las medias a juego. Por su parte, él llevaba un pañuelo de seda alrededor del cuello, lo cual a ella le pareció un detalle un tanto vanidoso, y un traje de Armani que se había comprado unos días antes en una boutique para impresionarla. Y lo había conseguido.

A él le sorprendió que, después de cruzar el centro, le hubiera sugerido cruzar el cementerio de Suðurgata para atajar hasta su casa. Él se vio en apuros al besarla cuando se le crearon problemas de espacio bajo los calzoncillos, y temía que ella lo hubiera notado. Y, en efecto, no le pasó desapercibido. Ella se acordó de las fiestas del instituto, cuando los chicos que la sacaban a bailar tenían siempre una erección. «Qué poco les hace falta a los pobres», pensó ya en aquel entonces, y volvió a pensarlo en esa ocasión. Apenas había un alma en Suðurgata. Saltaron el muro de la sección noreste del cementerio, donde yacía la familia Thoroddsen. Mientras bordeaban tumbas y lápidas, él puso todo su cuidado en que no se le estropeara el traje recién comprado.

Además de honorables ciudadanos del pasado, en el camposanto descansaban también proletarios, poetas, funcionarios, comerciantes con apellidos de ascendencia danesa, políticos y bandidos. Para ella, el cementerio era como un remanso de paz en medio del bullicio urbano, un oasis verde en pleno verano. Aunque había entrado con la intención de acortar el camino, de pronto se le pasó por la cabeza otra idea. La noche era cálida y luminosa; llevaba unas copas de más y, viendo que él estaba más que dispuesto, le sugirió sentarse un rato a descansar. Ella leyó en su cara una expresión de estupefacción. No era que le hubieran entrado ganas porque se encontraran en un cementerio. No era esa clase de persona. Por el amor de Dios, los cadáveres no le despertaban esa clase de instintos. Sin embargo, en más de una ocasión había sentido el deseo de hacerlo en plena naturaleza, bajo el sol de la noche estival; más tarde tendría que explicárselo a aquel desagradable agente de la Policía Judicial: Erlendur. «Allí estábamos tan tranquilos —se justificaría—, y un cementerio es, de algún modo, un entorno natural».

En realidad, al hombre no le hizo falta pensárselo dos veces, aunque por un instante sí le vino a la mente el dineral que le había costado su traje nuevo. Se tumbaron sin desvestirse sobre la hierba, al abrigo de un árbol. Ella le bajó la cremallera del pantalón, se quitó la ropa interior y se sentó encima. «Joder, qué raro hacerlo rodeado de muertos», pensó él. «Mi amado esposoleyó ella en la lápida cubierta de musgo que tenía enfrente—. Descanse en paz».

La mujer no vio el cuerpo de inmediato. Pasado un momento, apenas un minuto o dos, le pareció escuchar un sonido distante y se volvió rápidamente hacia el lugar de donde procedía. Ahogó los gemidos del hombre con la mano y aguzó el oído sentada sobre él, completamente inmóvil. Escudriñó los alrededores y le pareció ver que alguien salía corriendo por una de las verjas del cementerio. Giró levemente la cabeza hacia la derecha y recorrió el recinto con la mirada hasta detenerla en un bulto blanco medio enterrado en el suelo.

Se levantó y se puso la ropa interior. Él se subió la cremallera de la bragueta antes de que lo asaltara una nueva erección.

—¿Qué pasa? —susurró él.

—Ahí hay alguien —respondió en voz baja, angustiada—. Vámonos de aquí.

Caminaron a paso lento hacia el lado oeste del cementerio. Sin apartar la mirada del bulto blanco, ella lo señalaba mientras se preguntaban qué podía ser y ambos se debatían entre acercarse para verlo de cerca o continuar su camino a casa.

—Vale —dijo él.

—Vale, ¿qué? ¿Que le echemos un vistazo?

—No, que vayamos a tu casa.

—¿No será...? ¿Un cadáver? ¿Crees que podría serlo?

—No alcanzo a verlo.

Ella se moría de curiosidad. Más tarde desearía no haberse entrometido, pero en ese momento no contemplaba la opción de quedarse de brazos cruzados. ¿Y si era alguien que necesitaba ayuda? Seguida del hombre, se dirigió hacia el bulto blanco, que aumentaba de tamaño a medida que se aproximaban. Ella soltó un jadeo al ver de qué se trataba.

—Es una chica —murmuró, como si estuviera hablando consigo misma—. Una chica desnuda.

Se acercaron hasta llegar al cuerpo.

—¿Está muerta? —preguntó él—. ¿Hola? ¿Hola? ¡Muchacha! ¿Hola?

A ella le pareció que él actuaba como estuviera llamando a una camarera. Ya le había visto aquel gesto en el hotel Borg. Había levantado la mano y había llamado a una de las chicas en mitad de la sala. La había hecho sentirse incómoda, como si con ello hubiera tratado de seducirla. En ese momento se lo había dejado pasar, pero allí, en el cementerio, no estaba dispuesta.

No cabía duda de que la joven estaba muerta. Lo veía y lo sentía. Se acercó y se agachó para examinar su cara: una espesa capa de sombra de ojos azul oscuro, las cejas negras, las mejillas cargadas de colorete, los labios pintados de un rojo intenso. Como mucho acababa de cumplir veinte años. Tenía los ojos cerrados.

Todo en la joven estaba muerto. Enclenque y pálida, yacía de lado, ligeramente encogida, de espaldas a ellos. Sus brazos, delgados como los tallos de una flor, reposaban junto a la cabeza. Tenía las piernas largas y esbeltas, y se le marcaban tanto las costillas que podían contarse. Su pelo negro y sucio le caía sobre los hombros. En una de sus nalgas se apreciaba una mancha roja, una J tatuada.

Pasaron un momento en silencio junto al cadáver, cada cual sumido en sus pensamientos. «Pobre chica», se decía ella. «Vete olvidando del café esta noche», se mentalizaba él.

—¿Te has fijado en quién es? —preguntó ella.

—¿Yo? ¡Pero si no la conozco de nada! —respondió sorprendido—. ¿Cómo se te ha podido ocurrir?

—No digo la chica, sino él —lo corrigió mientras señalaba la lápida—. Jón Sigurðsson. El honor, la espada y el escudo de Islandia. Jón el Presidente.

El cadáver se hallaba sobre la tumba del héroe de la independencia. La parcela estaba bordeada por una pequeña verja de hierro pintada de negro. La columna conmemorativa, de mármol ocre, medía unos tres metros de altura. En el centro del monumento había una placa circular con el perfil en relieve de Jón el Presidente. A ella le dio la impresión de que el célebre personaje los miraba desde arriba con desprecio. Los empleados del cementerio procuraban mantener la parcela limpia y decorada con flores. Solo habían pasado unos días desde el 17 de junio y todavía no habían retirado la gran corona de flores que, como cada año, el presidente del consejo municipal había depositado sobre la tumba durante la mañana del día nacional de Islandia. El cuerpo de la chica, blanco y desnudo, descansaba en un mar de flores que habían comenzado a marchitarse. En el aire flotaba un ligero olor a descomposición.

—¿Llevas el móvil? —preguntó la mujer.

—No, no lo he cogido.

—Creo que yo llevo el mío —dijo mientras sacaba un diminuto teléfono de su elegante bolso y se disponía a llamar—. Oye, ¿cuál es ahora el número de la policía? No hacen más que cambiarlo. ¿Sigue siendo el 11166 de toda la vida o ahora hay que llamar al nuevo 112?

—Ni idea —respondió él.

«Pero ¡mira que llega a ser desustanciado! —pensó ella—. Está en Babia».

—Voy a probar con el 112 —decidió.

Marcó el número.

—Emergencias.

De repente, se ofuscó. Pensó que su número quedaría registrado. Hasta los móviles más simples podían almacenar una o varias decenas de llamadas. «La línea de emergencias debe de contar también con un sistema parecido», supuso. No estaba segura de querer verse involucrada en el hallazgo de aquel cadáver más allá del mero hecho de haberlo descubierto.

—Emergencias —repitieron.

—Emmm, he encontrado el cadáver de una chica en el cementerio de la calle Suðurgata, en la tumba de Jón Sigurðsson —anunció—. Sí, el cementerio de Hólavallagarður —aclaró antes de colgar.

Pero sabía perfectamente que eso no era todo. Pensó en el hombre que había visto salir por la verja, no muy lejos de la tumba de Jón Sigurðsson. Sabía que se había convertido en una testigo y no le hacía ninguna gracia. Volvió a sacar el móvil.

—Emergencias —respondieron de nuevo.

Rosas muertas

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