Читать книгу La izquierda mexicana del siglo XX. Libro 3 - Arturo Martínez Nateras - Страница 11
Planes diferentes
algunas preguntas sobre los Pasados indígenas, el Partido Liberal Mexicano y los movimientos sociales binacionales del siglo XX*
ОглавлениеDevra Weber
[…] la presencia de dos civilizaciones distintas implica la existencia de proyectos
históricos diferentes […] que descansan en formas distintas de concebir el mundo,
la naturaleza, la sociedad y el hombre.
Guillermo Bonfil Batalla
México Profundo: Reclaiming a Civilization (1996, p. 62)
Las discusiones transnacionales comienzan a incorporar distintas expresiones del conocimiento indígena y sus conceptos sobre las relaciones entre los humanos y con el mundo en general. Éstas son cruciales para explorar dónde se encuentra la sociedad humana en relación con el mundo no humano, con el cambio climático y entre los unos y los otros. Escribo durante al turbulento año 2015: el mundo está en graves problemas. En 2010, a partir de una discusión entre indígenas de todo el continente americano, se publicó The New World of Indigenous Resistance (El nuevo mundo de la resistencia indígena), libro que, según su propia descripción, trata de la resistencia indígena y la “recreación indígena del orden mundial”. Los múltiples relatos de este libro sugieren posibilidades históricas para las perspectivas y voces indígenas sobre el pasado o sobre conflictos previos. Los ensayos incluidos permiten conceptualizaciones de, por ejemplo, la comunalidad, que “va mucho más allá de las ideas occidentales de cooperación, colectivización o preocupación social por el otro”, al ser “una manera de entender la vida como algo impregnado de espiritualidad, simbolismo y mayor integración con la naturaleza.” (Meyer y Maldonado 2010: 23). Desde finales de los años setenta, se reconoce que los mexicanos indígenas son críticos de los movimientos sociales transnacionales y binacionales, para moldear la organización panindígena, derrocar iconos coloniales y desafiar las acciones de despojo del capitalismo neoliberal. Es evidente que han transformado los movimientos de organización binacional a lo largo de las últimas cuatro décadas. Aun así, ¿es novedosa la organización indígena transnacional, como lo han sugerido muchos, o será que los recientes movimientos de organización son una manifestación más visible de una historia que suele esconderse?
Guillermo Bonfil Batalla reflexionó sobre los distintos mundos conceptuales y “proyectos históricos” de los pueblos de México. Su trabajo prefigura al de Dipesh Chakrabarty, Al margen de Europa (2000), donde propone que Europa “se vuelve más provincial” al tomar en serio los pasados y cosmovisiones indígenas y descentraliza el pensamiento occidental, incluyendo la Ilustración, el marxismo y la manera en que se considera la “Historia”. El concepto de Historia está inscrito en el pensamiento europeo y se basa en conceptos lineales del tiempo y en nociones del progreso. El marxismo comparte supuestos sobre el tiempo, el progreso y la centralidad de Occidente. La forma de teorizar y el modelo del sureste asiático de Chakrabarty emplea diferentes visiones del mundo con respecto a la “Historia” y a las formas occidentales de conocimiento. Incluir los pasados indígenas significa reconocer una pluralidad de pasados, voces y cosmovisiones “sin que ello parezca reducirlos a algún principio general que refiera un todo predeterminado”. También implica la disposición de permanecer con una “pluralidad irreducible (o irrevocable)” (Chakrabarty, 2000, 107-108). Lo mismo sería cierto en el continente americano, tal y como lo sugirió Bonfil Batalla. ¿Acaso los pasados y proyectos indígenas no serían el prefacio de las formas actuales de resistencia indígena? ¿Cómo es que mundos conceptuales similares podrían haber apuntalado movimientos previos que no se percibían forzosamente como indígenas en sentido estricto?
Este texto sostiene que, más que una ruptura novedosa, la movilización indígena en organizaciones binacionales y en otras organizaciones sociales supone una continuidad de patrones ancestrales. Por lo general, los indígenas no han sido reconocidos o se les ha borrado de la historia escrita. Este artículo se centra en la manera en que los conocimientos y las memorias indígenas del pasado, algunos inscritos en distintas conceptualizaciones, podrían volverse parte de una comprensión plural de los pasados.
Mis preguntas surgieron a partir de la información que encontré durante la investigación de la base popular del Partido Liberal Mexicano (PLM), binacional, de principios del siglo XX. El PLM fue un movimiento social revolucionario dirigido por el abogado, escritor y anarquista Ricardo Flores Magón que se centraba en su periódico Regeneración. El mando del PLM se vinculaba con la base por medio de organizadores-propagandistas itinerantes que diseminaban las ideas del partido, que ayudaron a transformarlo en la mayor y más radical amenaza del dictador mexicano Porfirio Díaz entre 1906 y finales de 1910. Esta perspectiva de la base me llevó a conceptualizar el movimiento en términos de las preocupaciones y de los mecanismos culturales de la propia comunidad. Analicé materiales sobre algunos individuos y reconstruí los fragmentos del material reunido como si armara uno de esos enormes rompecabezas formados de muchas piezas pequeñas e irregulares. Y como en esos enormes rompecabezas, también aquí algunas piezas están ausentes. Sin embargo, con el tiempo quedó claro que los organizadores y grupos indígenas fueron cruciales para el PLM.
Mi investigación es parcial: en parte, esto tiene que ver con la escasez de documentos sobre indígenas, en especial desde dentro de las comunidades indígenas. Soy una académica angloestadounidense, de clase media, educada en los marcos teóricos occidentales y, aunque soy consciente de las perspectivas indígenas, me falta fluidez en cuanto a la manera en que los indígenas vivieron y negociaron distintas cosmovisiones occidentales e indígenas. Estas carencias son la razón de ser de este artículo. Las discusiones con los navajos y ojibwas fueron muy útiles, así como las entrevistas con mixtecos, zapotecos y triquis de Oaxaca; con colegas indígenas y otras personas más. Las historias familiares que compartieron sugieren historias de mayor alcance de estos pasados, que podrían conocerse en ambos lados de la frontera. Mi análisis y mis preguntas se basan en la investigación de archivos, discusiones, lecturas, observaciones, cultura material, historia oral y la imaginación histórica. Todas tienen sus limitaciones. No pretendo abarcar todos los pueblos indígenas del Gran México ni a todo el PLM.1 Éste es un texto sobre preguntas.
Los indígenas mexicanos fueron cruciales para el PLM y para parte de los movimientos internacionalistas que condujeron a las revoluciones sociales masivas del siglo XX. Como escribió un anarquista, la revolución bolchevique suele eclipsar la perspectiva en 1911 de que la Revolución mexicana parecía proclamar el inicio de una “revolución mundial que arrasará con el capitalismo desde su base y dará lugar a la libertad industrial y política” (Fox, 1911). Los indígenas fueron soldados de a pie en la primera revolución social del siglo XX al tomar las armas en este movimiento político “moderno”. Como tal, habría que considerarlos entre los que se rebelaron contra el imperialismo y las expansiones capitalistas desde Manila hasta Tokio, desde Europa hasta las Américas. Fueron los precursores históricos del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (ezln), el ejército indígena que en 1994 tomó la capital del estado sureño de Chiapas para oponerse a la imposición del Tratado de Libre Comercio del Atlántico Norte (tlc), al robo de tierras y a la complicidad del gobierno mexicano. El ezln se volvió un símbolo icónico de resistencia a las políticas neoliberales de despojo en todo el mundo.
Desde una perspectiva histórica, la visibilidad cada vez mayor de los indígenas desde los años setenta socava la afirmación de que para 1910 la mayoría de los indígenas mexicanos se habían “incorporado al campesinado étnicamente indeterminado”, como sugería el historiador Alan Knight (Knight 1986, 5-6). Durante 500 años, la permanencia indígena ha estribado en múltiples formas de resistencia, desde la confrontación abierta hasta las pequeñas rebeliones de la vida cotidiana y adaptaciones a los desplazamientos en el poder político, y a los cambios económicos y sociales. Su manera de ubicarse estratégicamente dependía de la relación con y las respuestas a contextos y periodos políticos y económicos particulares. Por tanto, esta “reaparición” indígena posterior a los años setenta podría considerarse también como un indicio de estrategias históricamente exitosas en relación con cambios en el poder político y en las relaciones comunitarias con el gobierno mexicano, así como con la desaparición, aculturación o reconfiguración de grupos indígenas.
Me han preguntado si la presencia de pueblos indígenas altera el análisis histórico. La respuesta es sí. Reconocer los pasados indígenas subraya el grado y la profundidad en que se les borró de la historia como pueblos indígenas, así como la ausencia de mundos conceptuales indígenas, y podría bien replantear las periodizaciones históricas y presentar diferentes protagonistas y fuerzas históricas. Aceptar a los organizadores indígenas de los movimientos sociales binacionales mueve del centro a los organizadores y organizaciones blancos y europeos (y por lo general masculinos). Reconocer los pasados indígenas enriquece —y complica— la causalidad, las dinámicas y los legados de los movimientos sociales. El reconocimiento de otros mundos conceptuales desafía la hegemonía del pensamiento occidental y sus construcciones ideológicas, además de que contradice los supuestos coloniales sobre raza, género y cultura. Así, el reconocimiento abre espacios para una pluralidad de voces, distintos marcos analíticos e interpretaciones de los significados de estos pasados.
Me referiré en forma breve a varios marcos antes de analizar la relación del PLM con las comunidades y organizadores indígenas en este movimiento social. Sugiero que el PLM fue, en parte, un movimiento en el que los intereses tanto étnicos como indígenas se entrelazaban estrechamente con las preocupaciones de clase. En la segunda parte me refiero a propuestas para replantear los pasados y la historia de los movimientos sociales binacionales.2
Apunte sobre los marcos teóricos
En mi análisis de esta historia me apoyé en varios marcos teóricos. “Peasant Resistance on the Yaqui Delta: An Historical Inquiry into the Meaning of Ethnicity”, de Cynthia Radding (1989), aporta un marco convincente para la participación indígena en el PLM, aunque ella se refiere únicamente a los yaquis y sostiene de modo muy convincente que los yaquis, que eran asalariados y también trabajaban la tierra, estaban vinculados a una sociedad y economía capitalista al tiempo que mantenían la estructura interna y cosmovisión que los sustentaba. Así, los yaquis “vivían en dos realidades: el pueblo, entendido como entidad política y religiosa, y como asalariados” del mundo yori (o el mundo no yaqui). Su etnicidad “se expresaba en su cosmovisión mitológica y […en su] tradición histórica particular, que reforzaba su lucha social como campesinos”. Mi propuesta es que el argumento de Cynthia Radding es pertinente para movimientos sociales como el PLM, en el que “la clase y la etnicidad se entretejieron para sustentar su sentido de identidad como pueblo […y] demostraron una forma de oposición de clase a [las fuerzas que…] percibían como amenaza a su forma de vida” (Radding, 351).
A los indígenas mexicanos se les ha definido de manera estrecha; desde el siglo xix, tomando como medida si hablan un idioma indígena, si usan ropa indígena y si siguen prácticas religiosas indígenas en una comunidad indígena reconocida. El censo actual define a los indígenas como aquellos que hablan un idioma indígena, lo cual es un indicador ambiguo pues mucha gente que se considera indígena ya no conoce un idioma indígena. Entonces, ¿cómo se definen los indígenas a sí mismos? Miguel Alberto Bartolomé (1997, 48) sostiene que la gente tiene lazos no tanto por la raza sino por vínculos emocionales, de lealtad y reciprocidad, creados por su participación en un “universo moral” compartido que se basa en las comunidades. Cuando escribe sobre Oaxaca, Benjamín Maldonado (1994) concluye que ser indígena es ser parte de una comunidad indígena, y esto se expresa por medio de la participación en iniciativas comunales. Por lo tanto, la gente puede ser indígena, obrera, vivir en comunidades dispares, no hablar el idioma indígena y, aún así, pertenecer a una comunidad indígena.
Stuart Hall (1996) ofrece una definición completa y fluida de la “identidad” que puede ser útil si se considera una pluralidad de identidades. Hall sugiere que la “identidad” es un proceso constante de identificación, más que una identidad fija e inmutable. Estos procesos se llevan a cabo en relación con otros. La gente crea, considera, utiliza y manipula las identidades en relación con otra gente y otras situaciones, un “otro” que puede definirse por el género, la familia, la generación, el pueblo, el país, la raza, la etnicidad, la membresía, entre otros. Las circunstancias históricas específicas, las configuraciones de poder y las relaciones particulares le dan forma a este proceso. Las identificaciones se desplazan y cambian. Así, los indígenas podrán no haber “parecido” indígenas o haberse “comportado” de maneras que se consideran indígenas para los fuereños, tal como lo sugiere Alan Knight (1986), pero podrían aun así haberse considerado a sí mismos como indígenas, relacionado con su comunidad o comunidades indígenas específicas, y haber participado en movimientos sociales como indígenas y también como campesinos.
Finalmente, el concepto de interseccionalidad responde a un dilema analítico que suele plantearse la izquierda, que ponía el énfasis en la clase en detrimento de la raza y el género. La interseccionalidad sugiere que distintas categorías analíticas —de clase, género, raza y, yo agregaría, etnicidad— coexisten de manera dialéctica, reforzándose una a la otra a tal grado que es imposible desagregarlas. Por supuesto que lo que complica aún más los esfuerzos por establecer reglas rígidas o suposiciones generales es que quienes viven estas relaciones entre categorías analíticas son los seres humanos que afirmamos que habitan estas categorías.
A fin de cuentas, llegamos a la pregunta de cómo la gente entendía el significado de sus propias vidas, acciones e historias, fueran colectivas o no. Como sugiere Renato Rosaldo: “Ningún análisis de la actividad humana está completo a menos que se ocupe de las nociones propias de la gente sobre lo que están haciendo” (Rosaldo 1989, 103). ¿Cómo podrían haberse entendido estas historias entre los indígenas del PLM a principios del siglo XX, y en las comunidades y entre sus descendientes que hoy día están vivos? ¿Cómo se entretejieron las experiencias de clase y étnicas para mantener su sentido como pueblo, además de organizar estrategias de oposición de clase para enfrentar a las fuerzas que amenazaban sus formas de vida?
¿Historias plurales del Partido Liberal Mexicano?
Para 1910 los indígenas formaban más de la mitad de la población de México y probablemente una parte significativa del 97 por ciento de las familias mexicanas que se quedaron sin tierra ese año. También eran una parte sustancial, o quizás una mayoría, de la mano de obra mexicana en México y el suroeste de Estados Unidos. A medida que los indígenas pasaban a formar parte de la mano de obra industrial, minera y agrícola a finales del siglo XX, muchos comenzaron a despojarse de los indicadores visibles con los que la sociedad mexicana los definía como indígenas. Los hombres se ponían gorras de obrero y overoles de proletarios y aprendían español, y algunas mujeres empezaron a usar faldas y blusas al estilo occidental, en vez de vestimenta indígena. Sin embargo, estos cambios no indicaban que ya no fueran indígenas. El racismo, los conflictos con los gobiernos de Estados Unidos y México, y los intentos de regular el comportamiento indígena —ya fuera confinándolos a reservaciones o evitando que consumieran alcohol o compraran armas— llevaron a algunos indígenas a hacerse pasar por mexicanos o mestizos, e incluso como miembros de otros grupos indígenas. Presuntamente, los yaquis se hicieron pasar por mestizos para comprar armas a principios de la primera década de 1900. Los tarahumaras de Chihuahua afirmaban ser mazahuas para evitar problemas con los mestizos y con las tropas gubernamentales. Algunos negaban hablar un idioma indígena; a veces los padres animaban a sus hijos a hablar sólo en español. Los mexicanos indígenas y los nativos americanos aún pueden manipular las identidades, lo cual es un reflejo del racismo persistente que todavía enfrentan, y lo que posiblemente explica la falta de textos sobre los procesos: los mayas en Estados Unidos a veces dicen ser mixtecos, y a los navajos que trabajan en la agricultura del suroeste suele considerárseles mexicanos.
Como indicó Bonfil Batalla (1996), el grado de represión y subterfugio dificultó la distinción entre la aparición de la aculturación como “mestizo” y el grado en el que se adoptaron o adaptaron e internalizaron aspectos de la cultura occidental. Los indígenas también “representaban el papel de indio” de manera consciente por varias razones que embonaban con los supuestos mexicanos y estadounidenses. Hay indicios históricos de que algunos indígenas vivían con una visión doble o triple, como los indios de California que vivían en las misiones y se habían convertido al catolicismo, pero rechazaban los ritos católicos en su lecho de muerte. El efecto de la educación occidental, la pérdida del lenguaje indígena y el matrimonio mixto llevó a que algunos reconocieran que, aunque sus abuelos eran indígenas, ellos no lo eran. Se ha sugerido que los descendientes indígenas podrían estar regenerando una cultura e historia más ancestral. La cuestión aquí es que solía ser, y aún lo es, difícil distinguir entre mexicanos mestizos e indígenas en los registros históricos sobre movimientos sociales. Las historias están plagadas de descripciones que guardan silencio sobre los orígenes de los trabajadores mexicanos o que dan lugar a explicaciones poco claras, tal como el término usado en algunas de las entrevistas de Manuel Gamio con inmigrantes mexicanos a Estados Unidos en 1926: “mestizo, marcadamente indio” (Weber, 2002).
Para principios del siglo XX, un número cada vez mayor de obreros mexicanos se estaba uniendo a la mano de obra de minas, ferrocarriles, industrias y agricultura capitalista, así como jornaleros temporales en ciudades y pueblos de México y el suroeste de Estados Unidos. En este espacio binacional de trabajo capitalista, marcado por una migración casi incesante, los obreros dependían de las relaciones sociales. Aparentemente, los trabajadores indígenas mexicanos mantenían comunicación con sus comunidades de origen, en cierta medida, a pesar de la intensa migración. Los trabajadores indígenas solían migrar en grupo desde sus comunidades de origen, reproduciendo de paso algunas de esas relaciones personales y redes sociales. Estos grupos funcionaban como equipos de trabajo o núcleos de producción en los sitios laborales, y podían transformarse en unidades que negociaban las condiciones de trabajo en estos centros de producción. Los obreros se mudaban mucho, lo que reflejaba la intensa migración en un periodo en el que el trabajo podía ser irregular y temporal, y había una rotación alta de empleados. Algunos, como los peones yaquis, por lo general volvían a casa para la cosecha. Estos individuos y grupos se vinculaban con las comunidades y, por lo tanto, podían establecerse y ser migrantes al mismo tiempo, dependiendo de la temporada. Estos grupos podían extenderse a lo largo de cientos de kilómetros en una serie de sitios, pueblos y ciudades de trabajo que —aunque temporales— funcionaban como lugares base, de reunión, centros de información y espacios de descanso. Así, comunidad podía referirse tanto al lugar o a los lugares como a las relaciones humanas que daban significado a las comunidades. Las noticias se transmitían por estas líneas con el efecto suficiente como para comunicar información sobre trabajos y enviar mensajes a la familia en la comunidad de origen. La gente se formaba mapas mentales y emocionales, trazados a partir de conocimientos más antiguos sobre las rutas y los caminos que se usaron como punto de referencia para viajar a pie por terrenos difíciles o al usar los vagones del ferrocarril. Los patrones de migración significaban que los grupos comunitarios formaban enclaves en los campamentos y sitios de trabajo. Así, los yaquis que hablaban yoeme se trasladaban a los campamentos mineros con otros yaquis (y/o mayos), como en Cananea, Sonora, donde compartían los campamentos laborales de Buenavista y Chivatera. Que Buenavista se volviera el corazón del movimiento laboral de Cananea y que fuera el campamento de mayos y yaquis es algo que aún ha de investigarse a fondo.
Para afinar la cuestión de Marx respecto a que la Revolución industrial reunió a cantidades de trabajadores sin precedente, el trabajo y la migración congregaron a un grupo panindígena de obreros en las minas, en los campos agrícolas, ciudades y pueblos, así como en los campamentos ferrocarrileros a lo largo de las zonas industriales en crecimiento en México y el suroeste de Estados Unidos. También aquí se constituirían —a partir de lo que indican algunos fragmentos— en una base potencial para el PLM. Algunos indígenas mexicanos vivían al norte de la frontera establecida en 1854 y eran parte de esta mezcla. Algunos —o quizá muchos— indígenas estadounidenses del suroeste de Estados Unidos, que habían sido mexicanos, hablaban todavía español. Los akimel o’odham (pimas de Río Salado), tohono o’odham (pápagos) y cocopahs del sur de Arizona y California podían trabajar junto a los mayos y yaquis de Sinaloa y Sonora, o a los purépechas de Michoacán. Así, la migración y el trabajo ayudaron a fomentar una fuerza laboral panindígena que podría haber creado un mayor contacto entre indígenas y haberse extendido a otras alianzas. ¿Cómo pudo contribuir la concentración industrial de trabajadores a las visiones panindígenas?
A principios del siglo XX había sólo un incipiente sentimiento de identidad “mexicana”. Los migrantes mexicanos tenían lazos más fuertes con la comunidad que con el Estado-nación y, como lo sugiere David Gutiérrez, los trabajadores concibieron ideas de “identidad y solidaridad colectiva que sólo se relacionaban tangencialmente con nociones más amplias de nacionalidad o ciudadanía formal” (Gutiérrez, 1989, 487). Para los indígenas, estas identidades estaban atadas a las comunidades y a conceptualizaciones particulares de la comunidad. Así, la confluencia de indígenas en sitios y ciudades de trabajo podría haberlos incitado a mirar hacia otras formas de alianzas, y no a la nación (con quien los yaquis estaban en guerra).
Habría que recordar que en 1906, cuando se formó el PLM, había mucha gente en México que todavía hablaba idiomas indígenas y se identificaba más con las comunidades indígenas reconocidas que con el Estado-nación: fue antes de la Revolución mexicana que los luchadores indígenas habrían integrado el mayor número de combatientes; antes del indigenismo como una ideología para construir la nación y antes de que el riguroso proyecto educativo de la Revolución se extendiera a los pueblos más pequeños. Manuel Gamio, José Vasconcelos y otros intelectuales mexicanos estaban interesados en formar una identidad mexicana unificadora de una población multilingüe intensamente diversa. El problema de formar una identidad nacional a partir de culturas y poblaciones dispares no era nuevo: en el siglo xix —a medida que los mestizos comenzaron a expulsar a los indígenas de sus tierras— la élite porfiriana tomó prestadas nociones del darwinismo social de Estados Unidos y Europa, lo cual ayudó también a racionalizar las confiscaciones (Weber, 2002, 28). El indigenismo era revolucionario… hasta cierto punto. El indigenismo reconocía la diversidad y celebraba el proceso de mestizaje y del mestizo nacido del linaje europeo e indio (con menos énfasis en el africano). Esta ideología le confería un estatus icónico a los históricos imperios aztecas y mayas, pero veía a los indios vivos como atrasados, degenerados y antitéticos del proyecto nacional: para volverse moderno y mexicano, era necesario volverse mestizo. El pacto fáustico fue genocida: los indígenas podían participar como ciudadanos del moderno Estado-nación mexicano sólo si dejaban de ser indios. Muchos se adaptaron, en una diversidad de grados abordados por Bonfil Batalla en México profundo. Los indígenas comenzaron a desaparecer por la vía de la redefinición. El censo mexicano de 1910 afirmaba que los mestizos constituían la mayoría de los mexicanos, aunque Gamio atacó esto y dijo que era un conteo por debajo de la realidad y aseguró que los indígenas eran todavía la mayoría de la población. Las batallas sobre el censo continuaron. Las comunidades indígenas comenzaron a reestructurarse, para consumo político, como una clase denominada campesina. Para mitad de siglo, muchas comunidades indígenas habían desaparecido, por lo menos en papel, para volverse campesinas.
¿Habrán experimentado los indígenas mexicanos una unión similar en el internacionalismo derivada de trabajar con obreros de muchas regiones, a la vez que mantenían un vínculo con su comunidad de origen más fuerte que con el del Estado-nación de México? ¿En qué grado se habría alentado un internacionalismo urdido con posibilidades panindígenas por la vía del grupo panindígena de organizadores del PLM, la composición de los grupos guerrilleros, y las menciones de grupos y comunidades indígenas y sus batallas en el periódico del PLM, Regeneración?
El núcleo que se volvería el PLM se formó en la crisis económica, política y social en expansión que llevaría a la Revolución mexicana. Dirigido por el oaxaqueño Ricardo Flores Magón, y sometido a una represión cada vez mayor por el presidente mexicano Porfirio Díaz, para 1904 los focos del mando se habían movido al norte de la frontera y para 1909, se establecieron en Los Ángeles. Su base de apoyo incluía obreros industriales, peones, artesanos, intelectuales y algunos pequeños comerciantes, y era especialmente fuerte en el norte de México y el suroeste de Estados Unidos. El PLM era agitador, tal y como lo esgrimía en las páginas de su periódico, Regeneración. El PLM formó focos, abiertos y clandestinos, en zonas locales, y unidades de guerrilla que planeaban expediciones militares para desatar una revolución social en México. A la larga, estos intentos no lograron virar hacia la revolución social total concebida por Flores Magón, pero el PLM, a partir de algunos de sus miembros, plataforma y organización, parecía entretejer los intereses de clase con las cuestiones indígenas. Las iniciativas del PLM, las huelgas (en conjunto con todos los mexicanos locales de los Obreros Industriales del Mundo o iww), los ataques y otras formas de organización podrían entonces parecer también formas de resistencia indígena, y no sólo expresiones de intereses de clase en conjunto con un internacionalismo o nacionalismo étnico mexicano.
El PLM fue “el primer movimiento social en desarrollar una ideología y un programa revolucionario coherente”, como señala Claudio Lomnitz (2014, XX). El programa proponía demandas que emanaban de las comunidades indígenas, aunadas a las exigencias de los asalariados, y las presentaba en un marco que ofrecía los derechos de una democracia liberal. En 1906, los organizadores itinerantes publicaban y distribuían extensamente el programa del PLM, que prometió resucitar los ejidos (tierras comunales indígenas), proteger la tierra indígena de la usurpación y dar a la gente el derecho a trabajar tierras no productivas, aunque fueran de “propiedad privada”. Para los asalariados, el PLM ofreció eliminar el sistema de “salario dual”, terminar con el trabajo infantil, abolir las rapaces tiendas de raya y establecer un día laboral de ocho horas y un sueldo mínimo nacional. Las reformas liberales que se incluyeron en la plataforma fueron educación pública (y laica), educación para las mujeres, y libertad de prensa y asamblea. Las exigencias indígenas eran las más revolucionarias de la plataforma, ya que el regreso de los ejidos habría supuesto el desmantelamiento de las haciendas agrícolas, las minas y la base territorial sobre la que se había cimentado la economía capitalista mexicana durante mucho tiempo, y habrían volcado las relaciones sociales dentro de México. También eran demandas de clase.
Estas exigencias habrían sido atractivas para los indígenas que trabajaban por sueldos o que luchaban contra el despojo de sus tierras. Ya fuera que las demandas indígenas se volvieran parte de la plataforma debido a la propia relación de Flores Magón con las comunidades indígenas de Oaxaca o a la influencia de los indígenas dentro del PLM, esto parece secundario ante el señalamiento de Flores Magón de por qué el comunismo y el PLM serían atractivos para los indígenas. El pasaje tan citado de Flores Magón observa que la gente rural de México había practicado el comunismo y que era “casi comunista”. Así lo escribió en 1911:
[…] la mayoría de los habitantes de la República Mexicana […] contaba igualmente con tierras comunales, bosques y aguas libres lo mismo que la población indígena. El mutuo apoyo era igualmente la regla, las casas se fabricaban en común; la moneda casi no era necesaria, porque había intercambio de productos; pero se hizo la paz, la Autoridad se robusteció y los bandidos de la política y del dinero robaron descaradamente las tierras, los bosques. Todo […y] habían encerrado a una población entera en los límites de “su” propiedad con la ayuda de la autoridad.
Se ve, pues, que el pueblo mexicano es apto para llegar al comunismo, porque lo ha practicado, al menos en parte, desde hace siglos [...] (Regeneración, 2 de septiembre de 1911) .
El atractivo del PLM para los indígenas mexicanos era más profundo. No importa cómo hubieran encontrado los mexicanos por primera vez el PLM —ya fuera por medio de los organizadores, de boca en boca o el periódico Regeneración—, el PLM era en parte indígena. Los artículos de Regeneración incluían historias sobre indígenas en la Revolución, en el trabajo o en las batallas. Los indígenas estaban entre los propagandistas itinerantes y organizadores que viajaron sobre gran parte de Estados Unidos y todo México, y que hablaron y se organizaron en idiomas indígenas. Eran el rostro del PLM, el vínculo humano entre los líderes de la organización y los trabajadores que constituían la base del partido a lo largo de un espacio binacional de Estados Unidos y México. Éstos eran los descendientes del siglo XX de los muleros ambulantes que habían jugado un papel crucial en revueltas indígenas coordinadas y en la lucha por la independencia de México. Rastreé a varios propagandistas y organizadores itinerantes que caminaban y viajaban en los trenes haciendo recorridos transnacionales que duraban semanas y meses, y podían incluso extenderse años de movimiento casi perpetuo. Todavía no se explora la importancia del hecho de que muchos eran indígenas, hablaban un idioma indígena y compartían experiencias (y entendidos) con los trabajadores indígenas. Fernando Palomares decía que distribuir los periódicos era “dejar rastros de polvo”, de ideas incendiarias.3 La comunicación se movía con las redes sociales en los sitios de trabajo, en el camino, en las comunidades y con los organizadores y propagandistas itinerantes.
¿En qué grado parecía que estos organizadores encarnaron las experiencias vividas por los trabajadores indígenas? Fernando Palomares, por ejemplo, hijo biológico de padre portugués y madre mayo fue criado por tíos mayos. Hablaba yoeme —un idioma compartido entre mayos y yaquis— y en su firma, como “El mayo proletariat”, reivindicaba su membresía étnica y de clase. Aparentemente, era sido bien conocido entre los yaquis y mayos, ya fuera por comprar armas para los yaquis en México o por organizar a los mineros de cobre yaquis o mayos en Cananea, o como el delegado del PLM con los mayos y yaquis, designado por Flores Magón. Era también un sindicalista reconocido que trabajaba entre obreros yaquis, mayos y mexicanos para la iww, además de para el PLM.4
Fernando Velarde era indígena, tal vez akimel o’odham, y es posible que hablara su idioma. Militaba para el PLM, los Obreros Industriales del Mundo (iww), la Federación Occidental de Mineros, el Partido Socialista (EUA) y el Partido Socialista del Trabajo. Este herrero radicado en Phoenix leía a Marx y estableció el único periódico en español del iww, La Unión Industrial, que reflejaba los intereses mexicanos tanto en el iww como en el PLM. Los recuentos lo colocan con los akimel o’odham, yaquis y tohono o’odham que apoyaron al PLM y a la iww. También fue amigo de anarquistas internacionales como Tom Bell, miembro del círculo más íntimo del escritor y filósofo Piotr Kropotkin. Viajó y se dedicó a organizar con el nativo americano Wobbly Frank Little. Sus actividades de organización lo llevaron a recorrer Estados Unidos hasta Florida, por California y, me parece, por otras regiones. Su hija recordó que siempre estaba viajando. Sospecho que sus espléndidas habilidades organizativas —Bell lo llamaba “el mejor organizador que he conocido jamás”— le permitieron evadir el rastreo que lo habría hecho caer en los registros oficiales de Estados Unidos y de México (Bell, 1932).5
Parece ser que los organizadores indígenas siguieron en contacto con sus comunidades de origen y fueron miembros activos de sus comunidades indígenas. Palomares permaneció como parte de la comunidad de mayos de Mayocoba, Sinaloa, viajando a veces con mayos de la zona. Un primo que se quedó en Mayocoba era el representante del PLM en esa región, y en 2002 había residentes ancianos del lugar que lo recordaban. Primo Tapia de la Cruz, un purépecha de Naranja, Michoacán, regresó a Michoacán y viajó por el occidente de Estados Unidos con primos de su pueblo. Tapia era tan importante para las ceremonias religiosas de su pueblo tras su regreso, en la década de 1920, que algunos consideraron su asesinato un “martirio” (Boyer, 2003, 143). Los organizadores indígenas que investigué hablaban un idioma indígena. Organizarse en idiomas indígenas significaba que las maneras de entender indígenas (inscritas en cada idioma) transmitían las noticias y la postura del PLM, expresando conceptos indígenas en relación con las ideas de Flores Magón y el PLM. Un paisano de Primo Tapia de la Cruz recuerda que “nos hablaba en [purépecha]” para explicar el anarcosindicalismo y el comunismo (Friedrich, 1986, 6). Tapia era miembro de un grupo de estudio del PLM en Los Ángeles, lo que nos lleva a preguntarnos si las conceptualizaciones de Proudhon o de Kropotkin tuvieron resonancia para los hablantes de purépecha.
En un momento en el que menos de una cuarta parte de la población mexicana estaba alfabetizada, Regeneración se leía en voz alta y solía ser, por lo tanto, una experiencia oral y sonora. Las lecturas públicas ocurrían en escenarios comunales en los hogares, plazas del pueblo, reuniones o campos laborales, a diferencia del lector solitario imaginado por Benedict Anderson (1983) que por medio de la palabra escrita podía participar en una “comunidad imaginada” nacional. La percepción de los participantes indígenas de estas lecturas y discusiones nos lleva a la pregunta sobre si las lecturas tomaron la forma de (o se consideraron) testimonios. El testimonio es una forma distinta de relato que no es ni una autobiografía individual ni una memoria en la conceptualización occidental de las narraciones orales, testimonios o historias individuales. El testimonio es un proceso de narración creado colectivamente que encarna las experiencias de la comunidad en su totalidad, aunque haya sido relatado por una persona y concebido como la narración de la persona. Conceptualmente, sin embargo, el testimonio refleja que los individuos no existen de manera separada de la comunidad general a la que pertenecen, y que su existencia es tal en tanto parte de una comunidad. El testimonio y las presentaciones orales documentados por Lynn Stephan entre oaxaqueños —indígenas o no— que participaron en la organización y el levantamiento de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (appo) resonaron con las descripciones que escuché sobre las reuniones comunitarias entre trabajadores agrícolas mexicanos huelguistas durante la tensa huelga de lechugas de 1934, en el Imperial Valley de California, que culminaría en una serie de más de 50 huelgas en un año —en efecto, una huelga general— en toda la industria agrícola del estado. En Brawley, cientos de personas de la comunidad —hombres, mujeres y niños— discutieron la huelga durante seis horas hasta que finalmente llegaron a un consenso. ¿Podrían haber tenido algunas de estas presentaciones forma de “testimonio”, o quizá se oyeron y entendieron como “testimonios”?
Al trabajar con el PLM se hacía uso de las tácticas indígenas de escape, ocultamiento y subterfugio. Algunos se ocultaban en relación con las expectativas occidentales y sus definiciones de “lo indio”, ya que su habilidad para medir los supuestos occidentales y disfrazarse aumentaba sus probabilidades de éxito para comprar armas, distribuir información confidencial y dinero, y eludir a las autoridades estadounidenses y mexicanas. Hay un atisbo de estas tácticas y engaños en una historia que Fernando Palomares le contó a su amiga Ethel Duffy Turner. Duffy Turner era una aliada socialista del PLM, durante breve tiempo editora de la página en inglés de Regeneración, y fue esposa de John Kenneth Turner, autor de México bárbaro, el libro que ayudó a que la opinión estadounidense se volviera en contra del régimen de Díaz en México. Palomares fue una fuente importante para ese libro. En sus apuntes, ella analiza el viaje de dos años de Palomares desde California a lo largo de la mitad de México y de regreso a Estados Unidos, mientras que se ponía en contacto con grupos indígenas, obreros y aliados para levantarlos en una revuelta contra Díaz. En Sinaloa lo estaban siguiendo los oficiales mexicanos. Fernando Palomares se disfrazó de “indio” para evitar la detección de los oficiales mexicanos, y se vistió con los distintivos calzones blancos, huaraches, un sombrero y una cruz. Quizá cambió sutilmente su postura corporal y sus movimientos para dar un sentido somático de “no mestizo”. En ese momento de 1908 los oficiales no lo vieron como el operativo del PLM al que estaban cazando y, aunque lo arrestaron brevemente, Palomares escapó de la emboscada y se fue antes de que se dieran cuenta de quién era. Se valió de medios distintivamente indígenas. De nuevo, Fernando Palomares proporciona un ejemplo con un par de sandalias hechas por su tío mayo, quien se las dio en 1906. Estas ingeniosas sandalias tenían una suela invertida o al revés: cuando sus perseguidores “leían” las huellas, apuntaban hacia un punto cardinal opuesto a la dirección real de quien las usaba. Palomares escapó de casa de su tío, donde había estado escondido, eludiendo una vez más a los oficiales que lo rastreaban.
Para Palomares, la ironía de disfrazarse de indio quizá era clara. Aunque no sabemos cómo se vestía de niño o de adolescente mientras trabajaba en la cercana colonia utópica estadounidense en Sinaloa, y probablemente era muy consciente de los significados que el vestuario implicaba. ¿Había visto a los mayos comenzar a usar pantalones de obrero en vez de calzones blancos, o le había dado por ponerse un sombrero parecido al que usaría en su foto policial de 1912, tomada cuando estaba en la prisión de Leavenworth, o por ponerse zapatos en vez de huaraches? Es probable que hubiera internalizado el trato distinto que se daba a los que se vestían como mestizos y que hablaban español, en especial sin inflexiones indígenas. La decisión de vestir, hablar y comportarse como mestizo, ponerse los adornos del mestizo (por lo menos en espacios públicos) facilitó la movilidad y significó algo de libertad ante el acoso al que estaban sujetos los indígenas. Para invertir ese proceso, ponerse la ropa de los indígenas era tomar o usar los otros medios de “ser indio” otorgados por la cultura. Es probable que en parte haya sido motivado por saber que la gente de Díaz lo buscaba y que estaban a la caza de mestizos que vistieran como tales. El vestuario indio le otorgaba cierta invisibilidad, lo que hacía difícil que las fuerzas mexicanas —aunque algunos fueran probablemente indígenas— vieran al hombre cubierto de ropa, esa capa exterior de significado social, como indígena que disimulaba su estatus social y posibilidades. La ropa iba probablemente acompañada de modales distintos, una forma de ser somática que lo señalaba como indígena. Juntos, la ropa, los modos y el habla transmitían un cúmulo de significados.
Curiosamente, algunos miembros no indígenas del PLM describieron a Palomares como indígena en los siguientes ejemplos. Un compañero, miembro del PLM, Jesús González Monroy, comentó que los modales de Palomares eran indígenas: “lejos de avergonzarse de su origen humilde, laboraba como un verdadero representante de su raza y pueblo […]”, (Monroy, 1962, 67). Ethel Duffy Turner acotó que era humilde, “sin deseo de distinciones” en lo concerniente a rangos o títulos.6 La nuera de Palomares se reía de estas caracterizaciones y lo describía como parlanchín, con ingenio y sentido del humor. Los años que pasó Palomares, desde su niñez, organizando y trabajando con indígenas y mexicanos mestizos y estadounidenses más “mestizos” probablemente aguzaron su conciencia de los marcados patrones culturales y de comportamientos que distinguían a los estadounidenses de los mexicanos y a los mexicanos mestizos de los indígenas. ¿Habrán sido las percepciones de González Monroy y Duffy Turner, en parte, una expresión de la manera en que se percibía a los indígenas como menos parlanchines, más humildes y cautelosos? ¿Podrían haberse filtrado estas suposiciones a sus relaciones y haberle dado forma a parte de sus interacciones con Palomares? ¿Podría haber cambiado ligeramente la actitud de Palomares cuando estaba con ellos, lo cual quizá se expresó en la postura corporal, el movimiento y el habla, además de la vestimenta? ¿O simplemente esto sería un reflejo de las distintas percepciones de Palomares, una de la familia y la otra de sus camaradas?
Hubo indígenas mexicanos que se unieron al PLM y trabajaron ahí de maneras que probablemente todavía no se conocen. Muchos se unían a grupos. Primo Tapia de la Cruz trabajó con el PLM y, en 1916, formó un equipo de organizadores entre sus primos purépechas para enlistar a obreros al iww en todo el medio oeste y los estados de las Montañas Rocallosas. El atractivo del PLM fue suficiente para que una facción yaqui se aliara de manera formal, y se dice que ondearon la bandera roja del PLM en batalla. Se dice que los líderes visitaron a la junta del PLM en Los Ángeles. Un número considerable de grupos indígenas (posiblemente de la misma comunidad) participaron en conflictos específicos del PLM. Otros conflictos involucraron a grupos panindígenas que eran miembros del PLM.
Estos vínculos panindígenas aparecen en una variedad de fuentes. Una breve carta publicada en el periódico del iww-PLM de Velarde, La Unión Industrial (Phoenix) en 1910, apoyaba al PLM y lo firmaban “YAQUI, MARICOPA, APACHE, PIMA”. Desde hacía más de un siglo, estos grupos tenían relaciones importantes y muy arraigadas entre sí, si bien a veces ambivalentes. A medida que los ataques mexicanos contra los yaquis crecieron a principios del siglo XX, estos últimos aprovecharon el trabajo en Arizona estratégicamente, en particular en las minas, con el propósito de reunir fondos para conseguir armamento y provisiones para la guerrilla en curso. Una amplia extensión del desierto de Sonora formaba un pasillo abierto que recorría las zonas que más tarde serían el sur de Arizona y que llegaba hasta el borde de los estados mexicanos de Sonora y Sinaloa, que limitaban con el mar. El terreno se conectaba por medio de antiguos senderos que seguían cruzando las nuevas fronteras nacionales. Aun si las fronteras hubieran alterado los mapas y, sin duda, afectado el estatus legal, dejaban el territorio prácticamente despejado y se podía pasar sin impedimentos. Por ahí se movían los yaquis y mayos de un lado al otro, y los yaquis encontraron cobijo entre los o’odham, cuyas rancherías y reservaciones se volvieron refugios para quienes escapaban y plataformas de lanzamiento para las nuevas excursiones del PLM a México.
Los indígenas mexicanos, como los pima, los tohono o’odham, los cocopah y otros, se volvieron indígenas estadounidenses cuando cambió la línea de la frontera, y para las décadas de 1870 y 1880 les estaba afectando directamente la rápida difusión de la inversión capitalista y el avance de los asentamientos angloestadounidenses, cuyos usos de la tierra eran fundamentalmente incompatibles con los de las comunidades indígenas. El régimen español y mexicano había sido relativamente relajado en la frontera norte, lo que dejaba algo de espacio para poder negociar; bajo los Estados Unidos, los nativos americanos tuvieron la opción de mudarse a las tierras marginales de las reservaciones o morir asesinados en la resistencia. Los nativos americanos no tenían derecho alguno como ciudadanos. Algunos decidieron convertirse en “mexicanos”, por lo menos para el mundo exterior. Otros obtuvieron documentos legales que los identificaban como “inmigrantes mexicanos” y volvieron a casa. Otros más simplemente dijeron que eran mexicanos y siguieron viviendo como lo habían hecho, en lugares como las afueras de Phoenix. Otros, que trabajan lejos de la tierra comunitaria y estaban renuentes a regresar a la reservación, se volvieron “no reconocidos” por los registros federales, pero sus familias y comunidades se mantuvieron como indígenas. Algunos estaban interesados en recuperar el suroeste —o partes de éste— para México, quizá esperando evitar las políticas violentamente genocidas de Estados Unidos. El PLM (y otros movimientos sociales), que prometía devolverles las tierras y recursos, y extender condiciones decentes de trabajo y pago para asalariados podría haber resultado atractivo para algunos nativos americanos confrontados por colonos violentos y amenazados con el despojo.
En los movimientos militares del PLM hubo participación de indígenas. Uno de éstos fue el esfuerzo de 1911 para tomar Baja California para convertirla en una base del PLM desde donde, esperaba Flores Magón, pudiera retomarse el ímpetu para la Revolución mexicana. La toma inicial de Mexicali en 1911 fue planeada y ejecutada por organizadores indígenas: Fernando Palomares y Ramon Caule —ambos organizadores de la huelga de Cananea en 1906—, y Camilo Jiménez, un trabajador agrícola cocopah y organizador del iww y el PLM. Todos ellos eran trabajadores veteranos, involucrados en las luchas laborales de México y Estados Unidos, y reclutaron combatientes para la incursión inicial en Mexicali. Después, Flores Magón elogiaría a Jiménez como el “alma” del movimiento revolucionario de Baja California y como un “estratega, un maestro del detalle geográfico”. También se le atribuyó la organización de una “caballería india” de aproximadamente 350 cocopahs armados, que formaban “una tercera parte de la fuerza invasora total” (Monroy, 1962, 173).7
2. fernando palomares (también conocido como francisco martínez), indio mayo trilingüe, editor de libertad y trabajo. fotografía policiaca al ser arrestado por violar las “leyes de neutralidad“, cárcel de leavenworth, kansas, eua, 1912.
Es posible que los cocopahs se unieran debido a que sus intereses y los del PLM se entrelazaban con la historia reciente del uso de la tierra y del agua de modos que se reforzaban mutuamente. Los cocopahs vivían en la zona binacional que había sido recortada por la frontera y que abarca partes de México, Arizona y California. Con la expropiación del río Colorado, Harrison Otis, editor del Los Angeles Times y dueño de largas franjas de tierra en el Imperial Valley y en el valle de Mexicali del lado mexicano de la frontera, comprometió las fuentes de agua de los cocopahs (Hart, 2002, 514). Los cocopahs usaban el río y, para 1910, estaban entre los asalariados que cosechaban para el creciente imperio agrícola. Es posible que hubieran emigrado para trabajar, como Jiménez, trabajador agrícola que vivía en el pueblo de Holtville en Imperial Valley durante la temporada y luego regresaba a una comunidad cocopah ubicada en algún lugar de las montañas cercanas. Probablemente los provocó el despojo del río Colorado, la invasión al territorio vecino y trabajar como jornaleros mal pagados en la cosecha del valle. La promesa del PLM de retomar la zona, lanzar una revolución para recuperar la tierra para los indígenas y evitar una enajenación mayor de los recursos, aunada a promesas a los asalariados, podría haber sido lo suficientemente convincente para que se unieran a lo que quizá veían como el primer paso para expulsar a los mexicanos y estadounidenses mestizos, y devolverle el río y las tierras a los cocopah.
Otra indicación de la organización panamericana afloró en 1912 en Michoacán, estado natal de Primo Tapia. Dos años después de que comenzara la revolución, hubo una mención de una alianza panindígena formada en Michoacán, una “alianza informal de pueblos que en 1912 se propuso como meta […] la unificación de los pueblos indígenas a lo largo de toda la región” (Boyer, 2003, 28). Según estudios sobre Tapia, en especial los de Paul Friedrich (1977), éste viajaba a casa y mantenía el contacto con sus parientes antes de regresar, en los años veinte, para finalmente dirigir el Partido Comunista de Michoacán. Los miembros de su familia eran agraristas, una de las asociaciones interclase de quienes trabajaban la tierra y favorecían su distribución más justa, y les preocupaba que los mestizos se mudaran a las suyas. ¿Podría ser que Tapia u otros purépechas participantes en el PLM ayudaran a organizar o tuvieran una influencia en la alianza panindígena? En Michoacán, muchos organizadores agraristas eran de ascendencia otomí o purépecha, y habían perdido sus tierras y formado un movimiento que se expresaba en términos de clase, y no como un asunto indígena en sí. Pero en Michoacán, como sostiene Boyer, “la creación de una identidad de clase campesina no logró que las solidaridades preexistentes de las personas rurales desaparecieran nada más. Al contrario, la modularon con su propia comprensión de etnicidad y comunidad” (Boyer, 2003, 41).
Interrogantes sobre el replanteamiento de los pasados de los movimientos sociales transnacionales
Estos fragmentos son tan sólo la punta de una historia mucho más grande. Indican no la desaparición ni “incorporación” de los indígenas, sino un proceso mucho más complejo. A partir de mi ensamblaje de fragmentos surgen más preguntas sobre los significados más amplios de ciertos hechos y una pluralidad de pasados y perspectivas.
Saber que hay pasados múltiples que reconocen diferentes conceptualizaciones cambiaría radicalmente las supuestas historias de este periodo. Me parece que estos pasados múltiples producirían diferentes protagonistas de la historia. Algunos podrían ser nombres ya conocidos, como el de Cajeme, líder de los yaquis; me imagino que otros serían desconocidos para mí o para la mayoría de los lectores. Entre ellos podría haber elementos históricos que son “seres encantados”, a quienes se refieren como “dioses”, espíritus o santos, expresándolo casi siempre en términos de religión o de mito. Pero si tomamos en serio el significado para los que experimentaron estas realidades, ¿cómo pueden estas figuras “hacerse visibles al traducir mundos diferentes y encantados al lenguaje universal y desencantado de la historia?” (Chakrabarty, 2000, 89). Dipesh Chakrabarty describe a un pueblo tribal bengalí que durante una huelga de obreros textiles hacía recuentos de los dioses como factores activos del cambio. Es probable que haya espíritus y fuerzas entre los elementos de ciertos pasados conceptualizados de manera distinta. Es probable que los santos y espíritus aparezcan de manera más prominente en la historia de la rebelión de Tomóchic, de Teresa de Urrea y la posterior masacre (Urrea, 2005, 359-495; Vanderwood, 1998).
¿Cuáles son las memorias, los testimonios orales y las historias del pasado que existen de alguna forma en las comunidades? Esta pregunta se trata, a fin de cuentas, del significado. ¿Cuáles podrían ser los significados para las comunidades de estos movimientos sociales binacionales? ¿Cómo podrían haberse conceptualizado las nociones occidentales de socialismo o de comunismo en idiomas que encarnan conceptos rigurosamente distintos sobre las relaciones entre humanos, en las comunidades y en las relaciones de los humanos con la tierra, el aire, las criaturas y otros seres? ¿Cómo se entrecruzaron estos marcos conceptuales con los escritos de Regeneración y cómo se escucharon o transmitieron estos trabajos?
Algunas interrogantes tienen que ver con las interrelaciones entre conflictos políticos y las formas internas de cultura y organización social. ¿Cómo afectaron los conflictos políticos a las formas indígenas de cultura y organización social? Por otro lado, ¿cómo las formas indígenas de organización social y cultura afectaron y ayudaron a moldear las modalidades de conflicto político? ¿Cómo y en qué grado ayudaron los conceptos indígenas a dar forma a las organizaciones políticas y a los conflictos? ¿En qué grado las actividades de organización binacional moldearon los intereses o programas de las comunidades indígenas? Estas cuestiones se me ocurrieron al volver a pensar en otros hechos y al preguntarme si formar parte de las comunidades indígenas podría haber ejercido influencia en la participación, el consenso y la toma de decisiones de algunos. En otras fuentes sobre los años veinte y treinta hay comentarios frecuentes de que los mexicanos solían “renunciar en grupo”, incluyendo muchas veces a los capataces. Sin duda es una muestra de la solidez de las redes sociales que se reproducían en los equipos laborales y grupos de trabajo. Sin embargo, ¿se habrán infundido estas decisiones con conceptos y habrá sido distinto el proceso de esta toma de decisiones para los grupos indígenas?
Los pasados multifocales y multivocales darían como resultado distintas periodizaciones que probablemente compiten entre ellas. Generarían además distintas interpretaciones de los movimientos sociales. Algunas probablemente convergerían con otras interpretaciones —de nuevo, esto dependería del periodo, las dinámicas dentro de las comunidades, etcétera— y otras no. Una parte de estos pasados estaría formada por los diferentes conceptos que, por lo general, compiten entre sí, alterados por distintas conceptualizaciones, prioridades y programas. La rebelión armada de la década de 1890 en el pueblo de Tomóchic, en las montañas de Chihuahua, sería un hito importante, quizá de otro principio de la Revolución mexicana (si en efecto puedo dar por sentada esta noción del tiempo). La rebelión, lanzada en nombre de Santa Teresa de Cabora, llevó a una posterior confrontación sangrienta y a una masacre, mientras más de mil soldados mexicanos les apretaban la soga en el pueblo. Hubo referencias a Tomóchic en artículos de periódico y volantes que resumieron lo que pareció ser una serie casi icónica de eventos. Tomóchic era un antiguo pueblo y centro religioso tarahumara; sus habitantes habían impedido con eficacia los intentos españoles de tomar la zona. Esto cambió en la década de 1840, mientras las nuevas minas atrajeron a blancos y mestizos a la zona, lo que llevó a conflictos y luchas de poder, de las cuales fue parte esta rebelión de “Teresita”.
Tomóchic y los tarahumaras se ven reflejados en Memories of Chicano History: the Life and Narrative of Bert Corona (Memorias de historia chicana: la vida y relatos de Bert Corona), un testimonio publicado en l994 (García, 1994). Bert Corona era un hombre extraordinario, líder y organizador a favor de la justicia económica y social durante toda su vida. Alcanzó la mayoría de edad política en los años treinta, al desempeñar un papel clave en la organización con los sindicatos del Congreso de Organizaciones Industriales (cio) de Los Ángeles. Se movilizó y trabajó con el Congreso de Pueblos de Habla Española, una organización del Frente Popular, y trabajó con organizaciones de derechos civiles y de política electoral. Se volvió dirigente del movimiento chicano y para los años setenta era un líder en la lucha por los derechos de los inmigrantes. Fundó la Hermandad Mexicana. Nacido en El Paso de padres de México, Corona creció en el contexto de la Revolución mexicana. Su padre, Noé Corona, se unió al PLM en 1910 y conoció a Francisco Villa, para después luchar a su lado.
El texto de Corona sitúa la historia de su padre en el contexto de la masacre de Tomóchic y entre los tarahumaras de la sierra de Chihuahua, enmarcando así la historia revolucionaria familiar en una historia que es también indígena. La biografía comienza con Noé Corona: los padres de Noé escaparon de Tomóchic después de que sus parientes murieran en la masacre, y encontraron refugio en las Barrancas del Cobre, sede de la nación tarahumara. Noé creció con los tarahumaras, donde aprendió a hablar con fluidez su idioma, el rarámuri. Se unió a la revolución a la edad de 12 o 13 años, debido a los parientes asesinados en Tomóchic. ¿Había huido la familia a las Barrancas del Cobre porque, como “insistió siempre” la abuela paterna de Corona, “éramos tarahumaras”? Corona neutraliza su comentario al decir que ella era “mestiza” (García, 1994, 28). Las formidables madre y abuela materna de Corona, moldearon sus primeros años de vida manteniendo viva “la memoria de mi padre, quien luchó por la justicia social”, lo que influiría en la dirección política de Corona. Estas historias se transmitieron por medio de la abuela paterna y a través de las historias de su madre y abuela materna (García, 1994, 27-28). Sería fascinante investigar con mayor profundidad cómo tomó forma el hecho de que Noé Corona se dedicara a la justicia social. ¿Qué habría dicho Bert Corona sobre la influencia de esta historia tarahumara —junto con otras influencias— en su propio compromiso con los movimientos de transformación social?
Me intriga la tentadora posibilidad de los pasados múltiples, de las interpretaciones multivocales que se unen para elaborar los pasados que fueron los precursores de nuestro presente. Es probable que los pasados reconfigurados produzcan distintas interpretaciones de los movimientos sociales. Algunos quizá confluyan con otras interpretaciones, de nuevo según el periodo, las dinámicas en las comunidades y el contexto. Otros quizá no. Algunos conceptos —de comunidad y de la relación de la gente con la comunidad y el individuo— serían notablemente distintos. ¿Cómo aparecerían estos pasados, tanto los occidentales como los indígenas, en las memorias de los movimientos sociales binacionales? ¿Cómo se habrían interpretado (o se interpretan) el socialismo o el comunismo en otros idiomas? Me pregunto si los indígenas que trabajaban en el Partido Liberal Mexicano imaginaron un nuevo orden mundial como ése. Si así fuera, ¿se habría configurado como lo concibió Flores Magón?
El siglo XXi es el momento de volver a reconsiderar la historia de los movimientos sociales binacionales y transnacionales y de reconfigurar pasados multivocales que incluyan a personas, comunidades y conceptualizaciones indígenas. Estas reconfiguraciones tienen que hacerlas individuos y comunidades indígenas con acceso a fuentes familiares y comunitarias, y que tengan la habilidad de utilizar el conocimiento y las formas de comprensión indígenas en una cosmovisión conceptual diferente. Mientras que las discusiones panindígenas conceptualizan “la recreación indígena del orden mundial” a lo largo del continente americano, ¿cómo podría sugerir posibilidades para las perspectivas y voces del futuro esa multiplicidad de relatos, culturas y pasados indígenas?
Los largos y entretejidos linajes familiares de los mexicanos y las complejidades de llegar a conclusiones sobre lo que pueden o no significar los vínculos ancestrales indígenas para sus descendientes permiten que esta discusión fluya y sea constante y especulativa. Estos significados son privados, los sostienen los individuos en las familias y comunidades. Sin embargo, la sensibilidad y el análisis de Bonfil Batalla de dos civilizaciones separadas dentro de México es persuasiva. En el periodo previo a la Revolución mexicana había más gente que hablara idiomas indígenas, y más personas que eran claramente miembros de comunidades indígenas; pero, aun así, difícilmente se les ha reconocido como una parte crucial de la creciente mano de obra industrial de Estados Unidos y México, por no hablar de reconocerlos como miembros y organizadores de organizaciones sociales revolucionarias y binacionales como el Partido Liberal Mexicano.
A partir de mi etnografía informal —hablar con la gente— adquirí conocimientos sobre la manipulación de identidades y algunos conocimientos que los indígenas resguardaron dentro de sus familias. Comencé a pensar en las posibilidades de que esas historias no compartidas se volvieran parte de conversaciones más amplias sobre distintos pasados. Escribí este texto para sugerir esas posibilidades. El conocimiento y el mayor desarrollo de estos pasados está en manos de estas familias y comunidades. Como tal, podrían decidir que quieren o no compartir estos pasados; podría haber comunidades o familias en las que se desconocen estos pasados, o donde las memorias son tenues o fueron borradas. Pero cuando veo el ezln, el Frente Indígena de Organizaciones Binacionales (fiob), la presencia cada vez más visible de indígenas mexicanos en México y Estados Unidos y la creciente visibilidad internacional de los pueblos indígenas, me pregunto si se compartirán más estos pasados y si ayudarán a escribir una historia plural de los movimientos sociales binacionales y transnacionales. ¡Ojalá que sí!
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* Traducción del inglés de Sonia Verjovsky.
1 Este artículo se publicó previamente en Social Justice, vol. 42, núms. 3/4 (142): 10-28. En México, dedico este texto a la memoria de Bert Corona, a Magdalena Mora (de Tlalpujahua, Michoacán y CASA), a Amrah Salomon Johnson y a otros de quienes esperamos con ilusión escriban parte de esta historia. También lo dedico a la memoria de mi abuelo, Nels Magnus Hokanson, inmigrante sueco que me enseñó sobre cómo fue crecer en la pobreza absoluta, sobre los viajes en vagones y sobre los Wobblies. Él me inició en el sendero de preguntas en el que todavía sigo. Con gran agradecimiento a todos con los que he hablado a lo largo de los años. Quiero agradecerle a Ed McCaughn su entusiasmo y sugerencias, y a los amigos del FIOB por lo que aprendí de ellos. En particular, quiero agradecer a Jacinto Barrera Bassols por su generosidad al compartir conmigo documentos, cartas e información sobre el PLM: mis conversaciones con él fueron inestimables. Greater Mexico o Gran México se refiere a un espacio transnacional con una población importante e histórica de personas de ascendencia mexicana. Este espacio incluye al Estado-nación mexicano y la región tomada por Estados Unidos tras la intervención estadounidense en México. Aunque la definición se basa en una conceptualización no estadista de la nación, al mismo tiempo reifica el Estado-nación como el hito que identifica y excluye las formas preexistentes de organización social que antecedieron y coexistieron con el Estado-nación. Para un análisis del “Gran México”, véase Américo Paredes, A Texas-Mexican Cancionero (1976, 14); José Limón, American Encounters: Greater Mexico, the United States, and the Erotics of Culture (1998, 7-14).
2 La colección más grande de archivos de fácil acceso sobre el Partido Liberal Mexicano y Ricardo Flores Magón fue resultado de décadas de trabajo de Jacinto Barrera Bassols, del INAH. El archivo permite que los investigadores internacionales puedan acceder fácilmente a correspondencia, copias de todas las publicaciones y otros artículos. El Archivo Digital Ricardo Flores Magón está disponible en línea en: http://archivomagon.net/. Manuscrito mecanografiado sobre Fernando Palomares, documentos de Ethel Duffy Turner [ca. 1907-1969] Bancroft Library, University of California, Berkeley.
3 Manuscrito mecanografiado sobre Fernando Palomares, documentos de Ethel Duffy Turner [ca. 1907-1969], Berkeley, Bancroft Library, University of California.
4 González Monroy, Ricardo Flores Magón, 67-68; Solidarity, 10 de septiembre de 1910. Libertad y Trabajo, Los Ángeles, California, 1906, Special Collections, Charles Young Library, University of California.
Comunicación personal, Beatrice Ramírez Palomares, enero de 2000, Pico Rivera, California; Comunicación personal con Bernabé Feliciano Castro, Jesús Feliciano Pinto. Regeneración, 3 de septiembre, 10 de septiembre, 22 de diciembre de 1910; 18 y 25 de febrero, 6 de diciembre de 1911; 11 de enero, 9 de agosto de 1913.
5 Para los comentarios de Bell sobre Velarde, véase Bell (1932); Thomas H. Bell fue miembro de un amplio círculo de anarquistas a principios del siglo XX, cuando fue colono cerca de Phoenix en 1910. Véase Paul Avrich (2005, 29-32; entrevista con Evelyn Velarde Benson, 4 de mayo de 1971, Los Ángeles, California, en posesión de la autora); Phillip Mellinger (1995, 131; véase también Miners Magazine, 9 de enero de 1908; Solidarity, 10 de septiembre de 1910). Monroy llamaba a Velarde “el más activo y más inteligente” de muchos en el IWW de Los Ángeles. Los artículos de Velarde aparecieron en La Unión Industrial y El Rebelde. Industrial Worker, 13 de abril, 4 de junio, 11 de junio y 11 de julio de 1910; Regeneración, Phoenix, Arizona, La Unión Industrial: semanario independiente: Órgano de la Unión, núm. 272, IWW Mex. Branch 2. Los ejemplares de El Rebelde y La Unión Industrial se conservan en los archivos del Inernationaal Instituut voor Sociale Geschiedenis (Instituto Internacional de Historia Social) en Ámsterdam, Países Bajos.
6 Ethel Duffy Turner, “Fernando Palomares”, Ethel Duffy Turner Papers. Berkeley, Bancroft Library.
7 Jiménez fue asesinado y Palomares capturado en los primeros días después de la invasión de Mexicali. Varía el número de indígenas reportados en las fuerzas. Blaisdell (1968, 39) dijo que Jiménez organizó a “varios indios”; Monroy (1962, 173) reportó que hubo 350 cocopahs armados.