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La duración de la impaciencia.
Discurso sobre el tiempo político*

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Juan Villoro

¿A qué época pertenecemos? Desde el punto de vista geológico, formamos parte del Holoceno, expresión que casi todo mundo ignora y a muy pocos interesa.

Hemos perdido la relación directa con nuestra residencia en la Tierra. Abismados en las pantallas de la televisión y las computadoras, habitamos un mundo progresivamente virtual. Nos representamos a nosotros mismos con un alias en la redes sociales, un NIP en los cajeros automáticos, un password en los sitios web. Esta vida espectral produce un nuevo egoísmo. En aislamiento, carentes de identidad, buscamos nuestro reflejo en la pantalla como Narciso buscó el suyo en la superficie de las aguas. Y, pese a todo, la realidad no deja de existir. Acaso por ello, en el estado de Chiapas una población recibe el nombre de La Realidad.

Cerca de ese lugar se celebró la Convención de Aguascalientes en agosto de 1994, a la que asistimos unas seiscientas personas para conocer de primera mano las propuestas del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (ezln). Había algo simbólico en reunirnos a unos cuantos kilómetros de La Realidad. La disposición geográfica era una moral: las conjeturas y los sueños resultaban necesarios, pero no bastaban; había que recordar que el mundo material existe y debe transformarse.

Más de 20 años después, el movimiento zapatista ha reinventado la vida diaria en los municipios que controla en Chiapas y ha influido en proyectos como la Universidad de la Tierra, que entiende el conocimiento como una respuesta a las necesidades inmediatas y duraderas de las comunidades indígenas.

Fundada en 2002 en las inmediaciones de San Cristóbal de las Casas, la Universidad de la Tierra proviene de una honda reflexión sobre la crisis del sistema educativo. No asume el estudio como un reparto de prestigios para competir en la meritocracia, sino como la formación de sujetos integrales, dispuestos a modificar el entorno.

De acuerdo con el subcomandante Galeano, el lema académico de la institución es: “¿Y tú qué?”. Los planes de estudio no anteceden a los alumnos; cada uno llega con un hueco que llenar; ese hueco es su vocación. De ahí la pregunta de elevada pedagogía: “¿Y tú qué”? Dependiendo de la respuesta, la enseñanza será un aprendizaje colectivo para hacer una tortilladora, reparar un automóvil o leer la Biblia en forma novedosa.

En un país donde cientos de universidades “patito” ofrecen carreras sin destino, la Universidad de la Tierra vincula el saber con su inmediata repecursión en el terreno de los hechos. Al visitar el campus, me vino a la mente un título del divulgador científico Jorge Wagensberg: Si la naturaleza es la respuesta, ¿cuál era la pregunta? La Universidad de la Tierra busca resolver esa tensión: los talleres y las aulas existen para responder las preguntas de las comunidades. En otras palabras: “¿Y tú qué?”

Una interrogante esencial que podemos hacerle a la naturaleza es: ¿en qué época vivimos? En el año 2000, el químico holandés Paul Crutzen propuso rebautizar nuestra era como Antropoceno, expresión que alude al impacto humano sobre la Tierra. La agricultura masiva, la industrialización, la contaminación, el cambio climático y las radiaciones nucleares han extinguido especies y alterado el planeta de manera irreversible. Para algunos, se trata de un término más ideológico que científico; sin embargo, un estudio reciente de tres eminentes universidades (Stanford, Princeton y Berkeley) señala que, desde la desaparición de los dinosaurios, la biodiversidad no había estado tan amenzada como ahora (cada año se extinguen unas 50 especies, a una velocidad 114 veces más alta de lo que sería normal). Se planea celebrar simposios para determinar la pertinencia de la nueva nomenclatura. De ser aceptada, estaríamos ante la primera ocasión en que una era geológica se definiera a sí misma.

Más allá de las consideraciones estrictamente científicas, la propuesta resulta relevante porque cuestiona la erosión del mundo en aras del progreso. El Holoceno es un término neutro; el Antropoceno tiene una dimensión crítica.

El arte suele diagnosticar enfermedades todavía futuras. La ensayista argentina Graciela Speranza ha relacionado la noción de Antropoceno con una pintura de 1938, La duración apuñalada, de René Magritte. En la estética del pintor belga, todos los elementos que forman parte de un cuadro son captados con minucioso realismo; lo irreal es la manera de combinarlos. En este caso vemos un salón burgués, con una chimenea y un espejo. Sobre el borde de la chimenea descansa un reloj, símbolo del tiempo. Lo insólito ocurre un poco más abajo: de la cavidad reservada al fuego emerge una locomotora. El ferrocarril, emblema de la Revolución industrial, irrumpe en el confort de ese respetable salón. El cuadro fue hecho para el coleccionista Edward James, cuya familia se había enriquecido con la industria ferroviaria.

¿Adónde va esa máquina? El título del cuadro es una profecía: la época se ha desgajado, el progreso representa ya una insensatez, la flecha del tiempo ha perdido el rumbo.

Ese ámbito es hoy “la hidra del capitalismo”, el delirante imperio del consumo, corporaciones que dominan a los gobiernos, piratería multinacional, ecocidio, guerras que expulsan a naciones enteras de sus territorios, corrupción y desigualdad. Un mundo sin otra regulación que la usura, donde, según la Organización Mundial de la Salud, uno de cada diez cigarros se vende en forma ilegal (aunque en España, Brasil y Honduras es uno de cada cuatro).

En lo que toca a México, no dejamos de habitar “el país de la desigualdad”, como lo llamó Alexander von Humboldt en el siglo xix. Incluso el barón berlinés se asombraría de la forma en que ha aumentado la brecha entre ricos y pobres. En el estudio Desigualdad extrema en México. Concentración del poder económico y político, que Gerardo Esquivel Hernández preparó en 2015 para Oxfam México, es posible leer los siguientes datos del oprobio: 1% de la población concentra 21% de la riqueza, y 10% concentra 64%. Además, esto va en aumento. Entre 2007 y 2012 la cantidad de millonarios a nivel mundial disminuyó en 0.3%. En ese mismo periodo, en México aumentó un alarmante 32 por ciento.

¿Es posible que la duración tenga un límite? Se diría que, al modo del Holoceno, su transcurrir compite con la eternidad. Sin embargo, desde el 1 de enero de 1994 sabemos que el tiempo puede replantearse.

La invención de una época

“¿Cuándo somos de veras lo que somos?”, pregunta Octavio Paz en Piedra de sol. O, dicho de otro modo: ¿en qué medida podemos sentirnos contemporáneos de nuestra era? No basta vivir el día para ser digno del presente. Nietzsche observó que el pensamiento sólo es en verdad contemporáneo si cuestiona su época; pertenece a ella en la medida en que la critica. Entiende la tradición para modificarla. En este sentido, no hay nada más contemporáneo que el cambio. Cada etapa se distingue por su ruptura con la anterior.

El zapatismo es contemporáneo en la medida en que ha planteado una oposición social a lo que ya ha durado en exceso. No busca retroceder la rueda de los días rumbo a una arcadia perdida, el nostálgico momento del origen, ni descarrilar el ferrocarril del progreso. Busca algo más definitivo y ambicioso: otro tiempo.

Su influencia se puede rastrear en numerosos movimientos sociales: de los indignados de Porto Alegre a la izquierda griega, pasando por Podemos, la nueva formación política española. Pero sus más hondas aportaciones están por estudiarse. Una de ellas tiene que ver con la “duración apuñalada”, el uso político del tiempo.

Siguiendo a Nietzsche, Giorgio Agamben comenta que ser contemporáneo significa descubrir insuficiencias en aquello de lo que una época se enorgullece más, es decir, en lo que tiene de “tradicional”. Esas fisuras delatan algo singular: lo que podría ocurrir. La esencia del presente es su indefinición, aquello en lo que está por convertirse.

Calendario en piedra, la pirámide conocida como El Castillo, en Chichén-Itzá, expresa a la perfección este sentido del tiempo. Cada uno de sus cuatro flancos tiene 91 escalones. En total suman 364. El escalón 365 es la cima; ese día no se cuenta porque se está viviendo: es el presente, aún indescifrable.

La conciencia crítica opera desde el escalón 365; pertenece a la cadena temporal pero anticipa otra lógica, que no se ha escrito y ya puede imaginarse.

“Contemporáneo es aquel que mantiene la mirada fija en su tiempo para percibir, no su luz, sino sus sombras”, dice Agamben. La frase podría hacer pensar en un tremendismo de la historia; no es así: la sombra es caldero de fulgores por venir. Quien se educa en la noche, percibe mejor los destellos.

En el sitio arqueológico de Toniná un recinto alude a esta tarea. Se trata de un espacio sin ventanas donde los astrónomos se encerraban durante días para adiestrarse en la oscuridad. Al salir de esa mansión de la noche eran capaces de detectar el más mínimo resplandor. ¿Qué moral podemos extraer de esa práctica?: quien se educa en lo oscuro, distingue resplandores.

Al contemplar el cielo nocturno se advierte en destellos que pertenecen a mundos ya desaparecidos, cuya luz sigue viajando hacia nosotros. No todo lo que brilla es un buen augurio. Sin embargo, esas luces lejanas pueden servir de orientación para recorrer caminos próximos. La tarea no es sencilla y hace pensar en el título de una novela de Italo Svevo: ver en la oscuridad significa atisbar lo que no quiere ser visto: El aprendizaje del dolor.

No tiene sentido alterar el presente por el sólo gusto de ser contemporáneo y marcar así el inicio de otra época. El cambio debe ser necesario. Por ello, toda transformación genuina busca superar un sufrimiento. Esta tarea, nada sencilla, provoca transitorios dolores del parto. A propósito del surgimiento de Irlanda como país independiente W. B. Yeats escribió: “Una terrible belleza ha nacido”. Vulnerar el tiempo para que nazca otro tiempo abre heridas. En 1934, asediado por las persecución estalinista, Ósip Mandelshtam escribió en su poema “El siglo”:

Mi siglo, mi bestia,

¿hay alguien que pueda

escudriñar en tus ojos

y soldar con su sangre

las vértebras de dos siglos?

¿Puede la sangre derramada servir de sanación? Con excesiva frecuencia, el oprobio y la injusticia se sobrellevan en nombre de la paz. El descontento es visto como una anárquica invitación al caos y se prefiere hablar de “reformas”, versiones tímidas de la mejoría.

Ante el temor de ser cómplice de la violencia, el pensamiento conservador se refugia en el análisis del presente y abdica de su responsabilidad ante el futuro: prefiere no hablar de lo que no conoce. La imaginación —principal agente del cambio— es vista como un recurso peligroso, desestabilizador, que confunde el deseo con el análisis racional y sólo conduce al evanescente territorio de lo utópico.

Hace un par de años escuché a un intelectual televisivo describir su postura política de este modo: “Algunos piensan que México está muy bien, otros piensan que está muy mal. Yo soy heterodoxo: considero que está regular”. La mayor parte de las reflexiones acerca de nuestra realidad social pertenecen a la “heterodoxia de lo regular”; pretenden aportar una novedad al reiterar lo ya conocido y fincan su independencia en el inmovilismo de no estar ni a favor ni en contra. En nombre de lo demostrable, lo tangible, lo estadístico, cancelan los sueños del porvenir y el instante se vuelve ideología. ¡Bienvenidos al reino donde sólo existe el presente! ¿Para qué transformar la historia si se puede hacer zapping en pos de otra oferta? El presentismo entiende que la voluntad “elige” a través del rating, el consumo, el domingo electoral.

A contrapelo de este conformismo, algunos movimientos sociales recuperan ilusiones que parecieron canceladas con la caída del Muro de Berlín. En el cementerio de Highgate, en Londres, la tumba de Marx reproduce su última tesis sobre Feuerbach: “Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo; lo que hace falta es transformarlo”. El comunismo no fue el brebaje “curatodo” que la Revolución soviética prometió en su alborada, pero la necesidad de asociar el pensamiento con la modificación de la realidad no ha perdido urgencia. “Tomar el cielo por asalto”, la consigna de Marx, impulsa el cambio, pero también anticipa las inevitables heridas que provoca la búsqueda de la esperanza.

¿Tiene sentido pensar para no modificar el mundo? De eso tratan de convencernos los presentistas, heterodoxos de la regularidad. Otros, menos resignados, consideran que la teoría desemboca en hechos o, como se afirma en las aulas de la Universidad de la Tierra, que tener ideas sólo sirve “si se piensa sudando”.

La línea, el círculo, el caracol

El subcomandante Marcos recogió numerosos pasajes de sabiduría del Viejo Antonio. Uno de ellos dice: “Cuando se sueña hay que ver las estrellas allá arriba, pero cuando se lucha hay que ver la mano que señala la estrella”. La invención del futuro comienza en nosotros: el cambio está a la mano, en los cinco dedos que forman una estrella.

Acaso la principal hazaña del zapatismo consista en su condición contemporánea, en concebir otro tiempo, una época distinta que da vía libre al futuro sin olvidar el origen.

El tiempo líneal del consumo capitalista fue puesto en entredicho por las mujeres y los hombres de pasamontañas. Walter Benjamin representó el progeso como un ángel que todo lo arrasa y René Magritte, como la locomotora que escapa sin control de una chimenea. Paradoja del calendario filosófico: sólo quien evita que los días se reproduzcan del mismo modo es digno de este día.

El presentismo de los políticos profesionales avanza con el vendaval del progreso, siguiendo la vía de la locomotora. Lo contemporáneo busca otro horario.

En enero de 1994 la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá se presentaba como el rito de paso hacia lo nuevo, el anhelado “primer mundo”. Mientras tanto, las comunidades indígenas parecían sumidas en el Neolítico. El 31 de diciembre de 1993 una parte del país se durmió pensando que despertaría en el “desarrollo”. No fue así: el amanecer dio la hora zapatista. Comenzaba un día distinto, otra manera de concebir el paso de las horas.

Las comunidades indígenas no proponían el regreso a una arcadia perdida, una utopía del atraso. Reivindicaban agravios que venían de lejos, pero su misión era profundamente moderna. En la línea de pensamiento que va de Nietzsche a Agamben, el proyecto neoliberal del entonces presidente Carlos Salinas representó una esclavitud al presente, la reanudación de un ciclo donde nuevos talismanes —transferencias electrónicas, código de barras, “lápiz óptico”— actualizaban el mismo modo de dominación. La auténtica modernidad venía de atrás, venía de abajo. El primero de enero de 1994 no hubo nadie más contemporáneo que los indios de Chiapas.

¿Puede haber ruptura sin violencia? Cuando los zapatistas pidieron que los ayudáramos a no ser posibles para regresar a la noche de los tiempos de la que habían salido, no proponían desandar el calendario hacia el origen sino transitar de un modo diferente hacia el futuro. Se vulneraba el orden imperante, pero se declaraba de inicio que no había una búsqueda del poder. No se pretendía sustituir una dominación por otra, sino salir de ese círculo vicioso.

¿Qué hay a lo lejos, en la distancia que el Viejo Antonio señala con la mano? La construcción de otra forma de vida basada en la comunidad. Imaginar un modelo alterno de sociedad requiere de una pulsión utópica, pero no de una utopía. No estamos ante la desbordada fantasía de Charles Fourier, quien concibió El nuevo mundo amoroso donde los niños se disfrazarían de húsares para recoger la basura y el mar tendría sabor a limonada. El proyecto zapatista es asombrosamente real. La comunidad por venir ya está prefigurada en los “caracoles” o Juntas de Buen Gobierno que operan en los municipios controlados por el ezln. Ahí impera una relación social igualitaria, sin jerarquías preestablecidas, donde el “nosotros” predomina sobre el “yo”, una ética de valores compartidos. En este ámbito, el poder no es un fin en sí mismo sino un servicio que se rige por un lema dialéctico: “mandar obedeciendo”.

La política es la arena de los conflictos. En nuestra precaria democracia los partidos pertenecen a la industria de la confrontación. Su dinámica no se rige por la solución de carencias sino por la posibilidad de perpetuarlas. Si el conflicto se preserva, eso permite lograr alianzas, “amarres”, concesiones interesadas, nuevas promesas, programas con presupuestos adicionales para, “ahora sí”, superar los obstáculos.

Los partidos deciden el monto de sus recursos y no se someten a supervisión ciudadana alguna. Las elecciones no son para ellos oportunidades de cambio sino de rotación para acceder a los beneficios del poder. En la lógica partidista lo importante no es suspender la rifa de prebendas sino obtener boletos para la siguiente rifa.

Entre “gastos ordinarios” y el apoyo a las campañas, los partidos políticos mexicanos recibieron en 2015 la cantidad de 5 100 millones de pesos. Cada elección se disputa ese botín, que no deja de crecer. En esa rebatinga ninguna formación pide “no ser posible”. El ciclo no se rompe; se perpetúa con lemas intercambiables.

Hay diversos modos de estudiar lo que acontece. Podemos entenderlo conforme al decurso circular del mito (los sucesos regresan y se muerden la cola) o a la progresión lineal de la historia (el antes siempre está atrás).

En nuestra arena política ambos tiempos se confunden. Cada vez que se propone una reforma, se inventa una línea recta para que todo avance. Al final todo vuelve a ser como al principio. La hazaña social e intelectual del zapatismo consiste en concebir un tercer tiempo. Una parábola del origen contada por el Viejo Antonio refiere el momento en que los dioses se quedaron dormidos y el hombre tuvo que inventar su camino. Esto no significó pasar del mito a la historia, del recorrido circular a la flecha del tiempo, sino a algo más profundo que aún no se entiende en el México urbano, pero que los zapatistas ya comprenden.

“En el antes, no había después”, dice el Viejo Antonio. La idea de transcurso no existía. Los hombres crearon su camino para que pasaran las cosas. Ellos son los autores del tiempo.

¿Qué tan larga es esa travesía? “Cuando caminen bastante y alcancen a mirar su espalda, aunque sea de lejos, entonces ya acabaron”. Las palabras del sabio Antonio recuerdan la “negra espalda del tiempo” de Shakespeare, el reverso de las cosas, que nunca podremos ver porque la senda hacia allá es infinita.

¿Podemos salir de nuestra época? Ser contemporáneo implica cuestionarla; si todos lo somos, ¿podemos alcanzar el Antropoceno antes de que lo señalen los científicos; reconocer, como diría Magritte, que vivimos en una “duración apuñalada”?

“Mucho cuesta alcanzar el principio”, advierte Antonio. El camino para que pasen las cosas es largo, desconocido, difícil. Mandelshtam se preguntaba si las vértebras rotas de dos siglos se podrían soldar con sangre. En 1957 responde Octavio Paz:

Arco de sangre, puente de latidos

llévame al otro lado de esta noche

adonde yo soy tú somos nosotros

al reino de pronombres enlazados

El otro lado de la noche, la luz todavía invisible, es la comunidad: el reino de pronombres enlazados.

Hay una enorme resistencia a imaginar ese ámbito. Mi padre falleció el 5 de marzo de 2014. A partir de entonces se le han rendido numerosos homenajes. En la mayoría de las mesas redondas que analizan su pensamiento político suele aparecer un reclamo: el sagaz analista del presente era un mitógrafo del porvenir. Se aquilata su diagnóstico de una sociedad desastrosa, pero se considera iluso, “romántico”, desmesurado, que proponga otro mundo, aún inexistente o sólo vislumbrable en las pequeñas comunidades zapatistas. Esos críticos olvidan que la filosofía, de Platón a Agamben, pasando por Simone Weil, ha imaginado comunidades por venir.

El racionalismo como ideología —imperio de la meritocracia y los valores cuantificables— despoja a la imaginación de su carácter poderosamente real. La mayoría del pensamiento político contemporáneo es conservador en la medida en que se niega a concebir otra realidad; es decir, en la medida en que se niega a ser contemporáneo de su época, transformándola.

La anticipación de sociedades no pertenece a la ciencia ficción o a los futurólogos de la nasa; es algo próximo. Toda comunidad es particular; conjuga una lengua local.

Ivan Illich señaló que la guerra puede exportarse, pero la paz significa algo distinto en cada sitio. A propósito de la palabra shanti, que en hindi significa “paz”, señaló que no sólo se refiere al cese al fuego sino a una vida mejor. Esto entronca con la idea de “paz con justicia y dignidad” del ejército zapatista. No basta con no morir; hay que vivir bien. La construcción de ese entorno depende de las necesidades específicas de cada comunidad y sólo se logra desde abajo. En este sentido, toda paz genuina es vernácula. Estamos ante el tercer tiempo que busca el zapatismo; ni círculo ni línea recta: espiral, caracol.

La paz con justicia y dignidad es imposible de lograr en el globalizado universo de la pax oeconomicana, corporativa, que se funda en la pobreza de los muchos para lograr la riqueza de los menos.

El zapatismo no surgió para perpetuar de otra manera la arena de los conflictos; surgió para disolverla. ¿Es una utopía inalcanzable pensar que el Antropoceno, la era marcada por el hombre y la injusta sociedad que nos compete, requiere de respuestas radicales?

En 1995 entrevisté a Hermann Bellinghausen, poeta y corresponsal de La Jornada en la zona zapatista. Le pregunté cómo era posible que los pueblos originarios hubieran padecido tanta injusticia sin sublevarse antes de la aparición del ezln. Me contestó: “No es que no sean impacientes; lo son, y a tal grado que se levantaron en armas; lo que sucede es que su impaciencia dura mucho”. Para alcanzar otra comunidad primero hay que conquistar otro tiempo, una larga impaciencia.

“Nuestra espera es un homenaje silencioso”, dijo el subcomandante Galeano, citando a Marcos, al hablar de mi padre en Oventic el 2 de mayo de 2015. Hay que cambiar el calendario: “las horas que limando están los días, los días que royendo están los años”, diría Góngora.

La lucha zapatista invita a recorrer un camino diferente. No sabemos cuánto durará, sólo sabemos que existe. ¿De qué disponemos para alterar el río del tiempo? De nuestras manos, que estrechan en proximidad y apuntan a la distancia; la parte del cuerpo que acaricia y es un mapa del horizonte; los dedos que forman las cinco puntas de una estrella.

* Una versión preliminar de este texto se presentó como ponencia en el homenaje en memoria de Luis Villoro en el encuentro “Pensamiento crítico ante la hidra capitalista”, organizado por el ezln en Oventic y San Cristóbal de las Casas en mayo de 2015.

La izquierda mexicana del siglo XX. Libro 3

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