Читать книгу La izquierda mexicana del siglo XX. Libro 3 - Arturo Martínez Nateras - Страница 13
Archipiélagos comunitarios
y resistencias náufragas: algunos apuntes sobre educación y publicaciones indígenas
ОглавлениеElisa Ramírez Castañeda
Como no alberga curiosidad, no cabe en él asombro.
William Carlos Williams
¿Cómo han de relacionarse diferentes culturas, cuando una de ellas es hegemónica y funge como modelo para las demás, cuando su lengua es la única oficialmente reconocida, cuando ostenta el poder político y económico, ejerce la fascinación de la tecnología, se proclama poseedora única de la razón y de la ciencia, del bienestar y del arte?
No solamente es la voz verdadera con su permanencia escrita, liberada ya de la oralidad, sino también la que califica a las demás de agónicas, inferiores, animistas, incapaces de nombrar o de situarse en el mundo contemporáneo y las redime, rescata, promueve, protege o les dicta certificados de defunción. El problema indígena —que siempre ha sido un problema— se resolverá por vía de la educación, pregonan hace más de un siglo, sin atinar cuál educación impartir ni cómo educar a los hablantes de otra lengua. Cuando apenas se había fundado la sep, Gregorio Torres Quintero afirmaba: “La existencia de tantas lenguas es un obstáculo para el progreso de la nación”. Hoy en día, sigue siendo el principal obstáculo para una “educación de calidad” y para la reforma educativa.
El poder y las autoridades educativas, al igual que hace cinco siglos, pretenden conocer cabalmente la enfermedad que aqueja al paciente, como recomendaba fray Bernardino de Sahagún, para sanarlo mejor, ya que tanto se resiste a morir. No cabe la menor duda: hay que cambiarlos. Los neo evangelizadores serían más felices en un país hecho a su modo y semejanza.
Poco cambia la visión, sea de izquierda o de derecha, desde el gobierno o en la opinión del ciudadano común: la educación permitirá el progreso y regeneración del indio, le dará la posibilidad de participar, entender, ubicarse y unirse al flujo de una cultura nacional, donde las diferencias sean apenas adjetivos aleatorios y no una cualidad identitaria. Los indios deberían ser una colorida fiesta folclórica, una estampa límpida en el horizonte: anuentes, vistosos, mágicos y turísticos, el esdrújulo aderezo étnico de nuestra república.
La educación pública, gratuita y laica es un gran logro de la Revolución mexicana. Su planeación y ejecución siempre han sido bastión de avanzada desde los gobiernos, aunque más tarde se degrade y convierta en pura demagogia y burocracia. La izquierda y el Estado han trabajado de acuerdo en eso: la necesidad de educar a futuros ciudadanos, no a comunidades, no a grupos. La educación indígena actual es parte de la responsabilidad institucional; las dificultades y dilemas para ejercerla derivan de males y problemas ancestrales: cómo acercar las distancias, cómo incluir en una sola acción condiciones tan distintas, circunstancias tan encontradas. El deseo de modificar, enmendar, dictar lo que el otro debe y puede saber, entender, aprender —o qué debe y puede leer— han sido la constante institucional. En el caso de que se garantizara la igualdad de todos los mexicanos —si las leyes que así lo postulan se cumplieran—, la obligación de tener programas y evaluaciones idénticos en universos diferentes no solamente anula la especificidad de los participantes sino que reproduce, tal cual, un sistema de inequidad. Se ahonda la distancia entre tales universos, no se subsana.
El problema no se limita a la educación: se descalifican sus culturas en todos los niveles al hablar de artesanía, que no arte; subsistencia, que no producción; saberes, que no conocimiento; cultura oral, que no escrita; sistemas de creencia, que no religión; usos y costumbres, que no autonomías. La relación entre los indígenas y el Estado —y sus instituciones— siempre ha sido disfuncional. Indigenistas, pedagogos y antropólogos —dentro y fuera del Estado— han mediado con mayor o menor éxito entre ambos polos.
Parodiando a Luis Villoro, hubo grandes momentos de la izquierda en el indigenismo del siglo pasado: Alcozauca, Juchitán y Chiapas. Hubo también grandes momentos de la educación indígena: dgei, educación comunitaria en lenguas. Educación indígena y los gobiernos caminaron de la mano durante el siglo xx. Con Cárdenas se inicia el indigenismo oficial y se abren las puertas al Instituto Lingüístico de Verano, que habría de inventariar, sistematizar y escribir casi todas las lenguas del país; se produjo también un corpus significativo de textos etnográficos, ajenos al credo de los investigadores. Se inició simultáneamente el proceso de alfabetización y conversión de los pueblos que tantas escisiones ha acarreado, por las múltiples formas en que las nuevas sectas erosionan la comunalidad, la organización interna del trabajo y las jerarquías locales. Lo que quedó de aquello en las comunidades, si acaso, fueron versiones en lenguas de los Evangelios, diccionarios, vocabularios básicos y pequeñas antologías de textos que leyeron poquísimos usuarios: la escritura y lectura en la propia lengua se usaron solamente como estación de tránsito hacia la conversión (la Biblia se lee, estudia y profesa en español).
El ini fue creado en 1948. Sus publicaciones en lenguas son de carácter muy genérico o bien difunden el conocimiento del mundo indígena en un círculo académico muy acotado. Son relevantes, en cambio, sus fotografías, grabaciones y videos, aún más inaccesibles. Sus archivos visuales y sonoros, de enorme riqueza, están secuestrados por la dificultad de la consulta. A partir de la década de los sesenta, sobre todo, los antropólogos mexicanos participaron de manera beligerante en las discusiones teóricas de la época sobre etnias, naciones y los derechos que les correspondían. Además, por haber vivido cerca de las comunidades, estudiado las culturas, compartido sus carencias y haberse comprometido con ellas, tuvieron una conciencia crítica que, aunada a las luchas indígenas, logró imponer políticas públicas de avanzada, sobre todo en el campo de la educación.
Esa izquierda etnofílica y poco ortodoxa de los años setenta es una rama, a contrapelo, de las izquierdas postsesenteras que trabajaban en la consolidación de sus partidos, o el proselitismo entre obreros —clase elegida por excelencia—, y hasta con campesinos. Los líderes de izquierda discrepaban de la militancia etnológica: los indígenas no eran clase, la consideración racial era un retroceso a tiempos anteriores a la Independencia, lo indígena nunca fue considerado categoría política. Las reivindicaciones de las autonomías o las “nacionalidades”, creían firmemente, llevaban a la balcanización y dispersión de la lucha revolucionaria, argumentos que esgrimieron décadas más tarde, cuando se negaron a avalar los Acuerdos de San Andrés.
Como resultado del acceso masivo de los indígenas al sistema educativo nacional —de tan repetida, sufrida y recriminada memoria—, una generación de indígenas alfabetizados, hablantes de mal español, padeció discriminación y terminó incorporándose a la pobreza mestiza general, pero dejó de enseñarle lenguas a sus hijos, creyendo que ésta era la causa de los males padecidos. Sin embargo, una élite traspasó las fronteras de la marginación y brindó un atisbo mínimo, pero esencial, sobre la riqueza y opciones de la diferencia, dentro y fuera de sus comunidades o pueblos.
A finales de los setenta y en la década de los ochenta se puso en marcha un ambicioso proyecto: la creación de un programa de educación indígena. Una nueva conciencia recorría el mundo: luchas de liberación y surgimiento de nuevas naciones, pronunciamientos internacionales por los derechos civiles de indios y de otras minorías, las declaraciones de Barbados. Experiencias previas en los Centros Coordinadores del ini, un amplio y ambicioso programa de formación de lingüistas y promotores nativos iniciado en Pátzcuaro y continuado por el ciesas, y un equipo encomiable de investigadores iniciaron el primer programa nacional para la educación en lengua materna y castellano, y la producción de materiales educativos y publicaciones: cartillas, guías, libros de lectura. La educación indígena era una necesidad apremiante, surgida tanto de las necesidades indígenas como de las discusiones académicas.
Los indígenas, la mayoría de las veces, se negaban a la enseñanza en lengua indígena: si por fin iban a tener escuelas, era para compartir un universo nombrado en otra lengua, para que pudieran ser incluidos en él, no para perpetuar su extrañamiento y alejamiento del botín. También los indios prósperos avalaban esa postura y los escasos maestros, promotores de programas educativos previos, así como los profesionistas que apoyaron el proyecto —la Asociación Nacional de Profesionales Indígenas Bilingües, A.C., anpibac— eran mucho más cautos que la antropología y pedagogía de avanzada, y a la cabeza de instituciones claves estaban Guillermo Bonfil y sus aliados.
La Dirección General de Educación Indígena —con diferentes apellidos: bilingüe, bicultural, intercultural— comparte, desde el principio, los vicios y virtudes magisteriales, a los cuales añade los males indígenas; carencia de profesores y de materiales; multiplicidad de variantes dialectales, real o exacerbada; presupuestos pobres y siempre escatimados; entornos de pobreza y marginación. Jamás se consideró que, además de indispensable, iba a ser tan costoso y tan complejo educar en tantas lenguas.
La educación indígena prosperó y la razón engendró monstruos: del magisterio provienen intelectuales, dirigentes y voceros de las comunidades, comandantes del ezln; también caciques oportunistas, burócratas nativos, líderes corruptos que explotan su capacidad de mediación con las instituciones. Si el Estado apoyó las iniciativas vanguardistas porque pretendía cooptar y controlar a los pueblos, el tiempo y las movilizaciones han demostrado que nunca se cumplió tal cometido sino parcialmente. Tras múltiples transformaciones y peripecias vemos, en general, incongruencia entre planes de trabajo y resultados: los maestros indígenas deben tender puentes casi imposibles entre los programas educativos y la realidad inmediata. Se termina por enseñar contenidos ajenos en la propia lengua; no hay materiales pedagógicos suficientes, textos ni programas paralelos de apoyo. Las propuestas alternativas existentes, secundadas por los participantes indígenas —el bachillerato mixe o la Escuela Normal Bilingüe y Multicultural de Tlacochahuaya, entre muchos ejemplos más— son descalificadas por las reformas actuales.
La educación indígena fue heredera del México profundo, y ha vivido codo a codo con Culturas Populares, los internados y albergues indígenas, nuevas propuestas académicas y militantes: el zapatismo ha sido su acicate en los últimos años, pues 1994 es un parteaguas en la historia del país y de todos los indígenas.
La izquierda dura a su vez temía la dispersión, la racialización, la segregación en la lucha. Los indios eran inexistentes como clase, incapaces de hacer revoluciones: cuando mucho serían rebeldes. Bajo la dirección o vanguardia adecuados, podían y debían incorporarse, por supuesto, a la lucha general por una sociedad diferente. El triunfo del Partido Comunista en Alcozauca o de la cocei en Juchitán fueron excepciones incómodas, pero nunca se reivindicaron como luchas étnicas. Tales etiquetas vinieron posteriormente, del ámbito académico que se solidarizó con esos movimientos sin explicarlos a cabalidad: consideraban Alcozauca como una secuela de la lucha magisterial y a los juchitecos una derivación de la lucha electoral municipal, y el hecho de que los militantes hablaran otra lengua era parte del encanto. Años más tarde, explicaban el levantamiento zapatista a través de la traducción hecha, para ámbitos urbanos, por el entonces Subcomandante Marcos y su novedoso discurso —fue la garantía de que había forasteros a cargo, dentro de tal selva inescrutable de indianidad; aún ahora son incapaces de hablar del zapatismo sin mencionar al Sub. La izquierda se solidarizó y rompió más tarde con ellos. El ezln nunca pactó con la izquierda electorera ni con el gobierno, pero la Sexta Declaración de la Selva Lacandona volvió a viejos programas mesoseculares de izquierda ortodoxa: había llegado el tiempo de concertar alianzas con la clase obrera y otras luchas revolucionarias, descalificando cualquier otra opción: “Quien no está conmigo, es mi enemigo”.
La definición, reglamentación y nominación de los indígenas desde el otro polo ha sido una constante histórica: desde Colón hasta el rechazo de los Acuerdos de San Andrés. Siempre se les ha considerado en bloque: idénticos, inmóviles, tradicionales, aislados, reacios al cambio; se les debe acercar a la verdad, la conciencia de clase, la modernidad, la ciencia, la alfabetización, la solidaridad, la conmiseración y demás dogmas de fe que les permitirán su tránsito a la ciudadanía global y la economía de mercado.
Mientras tanto, todos los que trabajaron con el Estado —el trabajo independiente con indígenas es casi imposible— para aplicar las políticas indigenistas, para evitar la burocratización, impulsar y consolidar la educación o los programas de investigación y de acciones directas, han sido calificados por la izquierda como colaboracionistas. Y sí, las instituciones tomaron los conocimientos y acciones de los intelectuales, las incorporaron y descontextualizaron; lograron corromper, desvirtuar o banalizar el trabajo de las comunidades.
A raíz del levantamiento zapatista, vemos diversas respuestas importantes en el ámbito de la educación. En las reuniones preparatorias para los Acuerdos de San Andrés, los asesores de la mesa de Educación y Cultura escuchamos los reclamos de las comunidades: se discutía cómo mejorar o regular lo existente, no se proponían nuevas políticas educativas; lo importante ocurrió sobre todo fuera del territorio zapatista. La Universidad Pedagógica Nacional (upn) y el Consejo Nacional de Fomento Educativo (Conafe), las Universidades y Normales Multiculturales avanzaron mucho más en la educación indígena que las escuelas que quedaron en el territorio del ezln, donde los maestros simpatizantes o militantes siguieron con programas y textos apenas reformados. La Secundaria Zapatista de Los Altos fue una propuesta enteramente autónoma e incluyó contenidos distintos en su currículo: movimientos revolucionarios de América Latina, vida comunitaria. No cambiaron sus métodos ni sus propósitos. La enseñanza de lenguas, en cambio, se reforzó en la dgei y el Conafe a raíz del zapatismo, sobrepasando en este rubro a las escuelas dentro del territorio autónomo. Gracias al zapatismo, pero lejos del territorio zapatista, la educación indígena y el indigenismo dieron un vuelco significativo a finales de siglo pasado y principios de éste. Después de 1994 el ini se transformó en cdi, aparecieron el inali y las universidades multiculturales; aumentó el número de planteles de la upn y se amplió su oferta; se dio una importante discusión sobre la educación comunitaria, la educación pertinente; proliferaron los textos y publicaciones que terminaron en la inclusión de libros en lenguas indígenas en las Bibliotecas Escolares y de Aula, antes Rincones de Lectura. Sin los zapatistas y el revuelo que suscitaron, jamás hubiera sido posible.
El conafe fue creado en 1971 y sólo atendía a la población hispanohablante, pero a raíz del levantamiento zapatista decidió dar servicio en lenguas indígenas. La creación de una subdirección indígena en el sistema de educación comunitaria permitiría al gobierno llegar a los rincones donde se gestaban los movimientos insurgentes; también dio lugar a un novedoso proyecto que incluye a la comunidad entera en su proyecto de educación. Tras algunos años de ensayos en Guerrero y Quintana Roo, en 1997 surgió la propuesta educativa paepi (Programa de Atención Educativa a la Población Indígena) seguida, un lustro después, por los cecmi (Centros de Educación Comunitaria en el Medio Indígena), que incorporaron la educación para adultos y la posprimaria o secundaria. En la enseñanza se concedió igual importancia a lo oral y lo escrito, al español y a la lengua materna, al conocimiento bibliográfico y al comunitario. Se verificó, a lo largo de los años, la eficacia de la enseñanza en la propia lengua. Y dentro de este novedoso y efímero espacio, coincidieron circunstancias que nos permitieron experimentar, trabajar, sistematizar, publicar y crear un modelo que promovía la autonomía y autogestión.
Conscientes de que esta educación era tal vez la única que recibirían sus usuarios, resultaba importante que aprendieran a analizar e investigar, a trabajar y reforzar la identidad y lengua, a desarrollar estrategias de autonomía y eficacia para tratar con un mundo hostil, a adquirir responsabilidades con la comunidad; había que arraigarse y divertirse. Las destrezas y habilidades privaron sobre las competencias. Se construían in situ materiales y métodos didácticos, la asamblea de padres evaluaba a los alumnos y docentes con criterios decididos por las comunidades mismas.
La colección de libros Hacedores de las Palabras, publicada a principios de este siglo, es la contraparte editorial de aquel proyecto. Se planeó y editó con materiales escritos e ilustrados por niños de 6 a 16 años de 13 estados y consta de 18 antologías en 64 lenguas y variantes. Se recalcó en los libros un carácter diferente de otros materiales escolares, incluso del conafe o de Educación Indígena, con los que conviven aún en las bibliotecas. Todos los libros incluyen diversas lenguas y variantes, con un eje temático. Los niños-autores no parecen inmersos en un ámbito agonístico, y muestran estrategias específicas tanto para reproducir la tradición como para apropiarse de lo externo; vemos la riqueza y persistencia de otras maneras de mirar el mundo; se constata una flexibilidad que resiste y crea. Los textos escritos originalmente en lenguas, al ser traducidos al español, convierten la lengua nacional en instrumento para reforzar y circular los escritos, en lazo entre diferentes lenguas y en herramienta para definir colectivamente la especificidad indígena. Estos textos —entre miles más que a diario se hacían en las aulas— permiten ver que la riqueza de las comunidades persiste y que la educación universal solamente homologa la marginalidad.
El programa de los cecmi incluía el tequio de los alumnos de secundaria en gestiones de la comunidad, educación para adultos (a quienes comenzamos por preguntar para qué quieren escribir, qué necesitan escribir, en qué lengua, o qué debe ser en español); evaluación y participación directa de toda la comunidad en el diseño de contenidos, evaluación y sugerencia de programas —además de los que requiere la sep, en lengua indígena y en español. El proyecto ganó el Premio de la Función Pública en 2006 y, con la migración de la directora de programas —que tan escéptica se mostraba cuando piloteábamos el proyecto en Xochistlahuaca y Tlacoachistlahuaca, con amuzgos— la metodología pasó del paepi a la dgei.
A partir de 2012, pasada la urgencia de atender a los indígenas, el presupuesto para la educación comunitaria en lengua indígena se disminuyó en 77%, pero las comunidades donde se trabajó en forma inicial defendieron sus centros y exigieron que se continuara con dicho sistema. Hoy día, se explica el alto índice de reprobación del conafe y el fracaso de la educación comunitaria en general por los motivos que la hicieron tan rica en comunidades indígenas: no hay estandarización de los programas; no se desarrollan las competencias básicas sino conocimientos localizados; las comunidades incurren en el gasto de mantener a los instructores —o como quiera que se les llame actualmente—, quienes son obligados a ejercer una tarea que corresponde a profesionales; se somete al criterio de los padres una evaluación que son incapaces de hacer, ya que en muchos casos su nivel de escolaridad es inferior al de aquellos a quienes están evaluando.
Otra debilidad del sistema, que siempre señalamos, es que no hay registros de la experiencia acumulada: de allí la importancia que adquirió el paepi, que incluía una serie de guías y estuvo enlazado a metodologías y procedimientos puntuales que servían de base general para la enseñanza. Imposible hacer los libros de Hacedores fuera de esa propuesta, o de aplicarlos, en toda su riqueza, en sistemas educativos diferentes. Complementados con animaciones, audios y videos, ahora son parte del “Proyecto Pedagógico Hacedores”: como si hubieran sido originados en las Oficinas Centrales de Planeación del Consejo, y no emanados de las comunidades. El proyecto está ya en manos de un equipo de informática que lo divulga en nuevos formatos, donde el niño es mero usuario de una tecnología —ausente casi siempre de las comunidades donde se generó—. No se muestra cómo se trabajaba en aula, no permite cuestionarse, recrear, vincularse con el método que permitió crear esos textos o dibujos; se limita a mostrar una destreza traductora —sin juzgar la pertinencia del paso de una lengua a otra, de una cultura a otra— y a promover el uso de computadoras.
A partir de 2000 se crearon las bibliotecas escolares y de aula, herederas de los Libros del Rincón, que incluyeron textos en lenguas indígenas: las bibliotecas multiculturales. Los programas de fomento a la lectura pretenden que los indígenas —como todos los demás mexicanos— deben leer y para ello hay que proporcionarles libros: llevarles el evangelio de la palabra escrita e inculcarles el placer de la lectura, abrir sus mentes hacia nuevos universos de los que han sido excluidos, mediante publicaciones con normas dictadas, corregidas, editadas y dictaminadas desde fuera. No son libros de ellos, o al menos hechos con ellos, sino para ellos. Las publicaciones en lenguas están en manos del ilv, el ini, el inali, la sep y se complementan con iniciativas de editoras independientes que han de ser financiadas necesariamente por programas gubernamentales. La Rama Multicultural del Programa Nacional de Lectura permitió la publicación de una variedad y volumen importante de libros en lenguas indígenas. La Conaliteg se convirtió en compradora de libros para niños, jóvenes y maestros para distribuirlos en las escuelas, pero los libros en lenguas indígenas no están a la venta sino por excepción, para públicos no indígenas, o hay que hacerlos por encargo: no existen. Se establecieron entonces bases muy puntuales para concursar, con publicaciones indígenas, que poco a poco fueron modificándose y adaptándose para cumplir los requisitos de una burocracia delirante, apegada a un machote, desinteresada e ignorante. En la convocatoria de 2014 se estipula que se comprarán dos títulos, de un total de 39, para secundaria, sobre los siguientes temas: Convivencia, Diversidad cultural, Educación artística, Cambio climático, Riesgos y desastres naturales, Biodiversidad, Historia de México y del mundo, Prevención del abuso sexual, Aplicación de la ciencia en la alimentación y la salud, Robótica, Aportaciones científicas a la física y a la química, Aplicación de la matemática en otras ciencias; en las siguientes lenguas: akateko, awakateko, ayapaneco, cucapá, chocholteco, chontal de Oaxaca, chuj, ixcateco, ixil, jakalteko, kaqchikel, kickapoo, ku’ahl, k’iche’, lacandón, mam, matlatzinca, oluteco, pame, pápago, popoloca, q’eqchí’, sayulteco, teko, tepehuano del sur, texistepequeño, tlahuica. No es problema de cantidad o calidad de los libros seleccionados, sino de políticas editoriales opacas y erráticas.
La respuesta editorial institucional no responde a la lucha de los intelectuales indígenas y académicos, a las necesidades y requerimientos de las comunidades, o a una necesidad indígena; tampoco es resultado de un interés oficial: obedece al carácter obligatorio del financiamiento, que dicta que deben incluirse lenguas nativas en todos los programas educativos. A pesar de tal mandato, cada vez se editan menos libros en lenguas, los tirajes son más restringidos, las proporciones más asimétricas. Además de los cambios de políticas de un sexenio a otro, las cancelaciones para editar materiales diferentes —en lenguas— y los avatares propios de los programas nacionales de publicaciones, hay otros problemas, propios de la edición en lenguas indígenas.
El programa multicultural, además de cumplir con las normas de selección establecidas hace 15 años por un equipo interdisciplinario de especialistas, que no aceptaba la traducción de textos no indígenas a las lenguas, debería tener a estas alturas alfabetos oficiales, equipos de dictaminadores, traductores, correctores, tipógrafos y editores; debió invertir en promotores y ocuparse, con las instituciones obligadas a ello, de eliminar las restricciones al uso de los acervos en algunas bibliotecas —para que los libros cumplieran su cometido—; debió haberse asociado con intelectuales hablantes de lenguas, autores, editores, bibliotecarios, y crear equipos de valuación, seguimiento y transparencia que los convirtieran en algo más que compradores o proveedores de mercancías.
El libro ha sido durante siglos un objeto ajeno a muchas culturas, indígenas o no indígenas, y ahora deben crearse modos particulares de apropiación, un modelo indígena de lectura que incluya además de la información procedente de los pueblos y comunidades, el reciclaje y la vuelta de los acervos a quienes los generaron. Cualquier iniciativa hacia los indígenas debe regirse por el respeto y reconocimiento: no por proyectos de redención, filantropía, beneficencia o complacencia que maquillen su realidad. Los libros para indígenas jamás se venden en librerías —su costo los vuelve clasistas—, no aparecen reseñados en ninguna parte: son invisibles. Sólo sentimos su existencia al escuchar su eco en nuevos escritos hechos por los niños.
Los islotes ganados al sistema romo e insensible, se convierten en cuotas que ni siquiera se cumplen cabalmente. Los indígenas que podrían servir de aliados prefieren ser parte de un privilegiado y mínimo sector de becarios estatales o federales, pues ya no hay apoyos específicos para artistas o artesanos indígenas. Los porcentajes se aplican a discreción y según los usuarios, que deben conocer y manejar formularios complejos y procedimientos para la incorporación a estos sistemas. No gana el mejor artesano ni el mejor artista, sino el gestor más hábil y mejor relacionado. Ya ni la demagogia es lo que solía ser.
México es un país multicultural solamente en el papel; se reformó la Constitución sin tener la ideología, la infraestructura ni las posibilidades para ejercer una declaración políticamente correcta en el ámbito internacional, pero insostenible en términos reales. En el terreno de los hechos, el racismo, la discriminación y la ignorancia de una parte, y la pobreza, marginación y anuencia de la otra, parecen borrar gran parte de los esfuerzos individuales, comunitarios o institucionales por sobreponerse a dicha realidad.
La globalización ha sido un éxito: ha atraído a su seno a todos los ciudadanos —indígenas incluidos— manteniéndolos lejos de las esferas de las decisiones y sometidos a la masificación de la cultura, la educación y la información. La televisión y los libros de texto gratuito han llegado a los más recónditos orificios de la patria; esta penetración pretende que los muy distintos consumidores abandonen sus culturas particulares para divulgar y pregonar las bondades que supone la salida de la barbarie hacia el consumo. Por otra parte, la modernización ha sido un fracaso: las lenguas y culturas permanecen, las comunidades luchan a pesar del acoso, prohibiciones, legislaciones, ideología colonial o neocolonial; de la marginalidad, represión, políticas diversas de integración, asimilación, aculturación, o como les dé por llamarla, según la época y el vocero.
“Un México donde quepan todos” no es posible cuando los intelectuales —de izquierda o de derecha— y la clase gobernante esgrimen un pensamiento evolucionista y moralista. Donde la cultura del mall, de la academia o del partido se considera superior a cualquier idea de cualquier indígena y se solapa el genocidio a través de los medios y la educación. La supeditación de los indígenas al Estado o sus instituciones sufrió un resquebrajamiento radical tras el levantamiento zapatista. Pero la atención a los indígenas y la parodia de su participación no sólo conservan una inercia perniciosa, sino que eliminan el espacio posible para crear otras formas de relación.
A principios del siglo xxi seguimos padeciendo una herencia histórica de soberbia, salvacionismo mesiánico, demagogia jactanciosa, semejantes en izquierdas y derechas. También la izquierda apoya y ha apoyado a los indígenas; ha avalado, como el gobierno, iniciativas de la antropología más progresista: después de todo, no importa, es un lujo que se pueden dar. Ocuparse de ellos, o eliminarlos, da lo mismo. La indiferencia y la vergüenza son compartidos por gobiernos, izquierdas, maestros, individuos, leyes, por los indios mismos. Se trata cuando mucho de repetir gestos, no de ejercer justicia. Y de curar en salud la mala conciencia. Los indios nunca serán una amenaza al sistema. Las lenguas y las culturas, institucionalmente, se respetan, rescatan, admiran, denigran; desaparecen, se conservan, por decreto, pareciera, y no porque sus hablantes las mantienen vigentes, fluidas, en marcha.
Por otra parte, la multiculturalidad nunca es universal, recae solamente sobre los indígenas. A diferencia de ellos, los no indígenas nunca han recibido una educación multicultural ni han sido sometidos a las presiones que se padecen en las aulas indígenas. Las políticas oficiales, legislación e iniciativas que favorecen la multiculturalidad educativa, editorial o informativa entre los hablantes del español son pocas, superficiales, históricas e idílicas, o de tinte folclorizante y mediático. Los medios, a su vez, son franca y mayoritariamente racistas: ensalzan modelos contrarios a los indígenas y hacen sorna de las diferencias hasta inculcar el ridículo en el seno mismo de sus víctimas. La educación no indígena tampoco ha cumplido su tarea. En consecuencia, uno de los polos debe luchar, a contracorriente, para terminar con la inequidad que padece, con las armas del contrario. Y este polo es el más débil y vulnerable.
La solución al problema no se ha dado en 500 años; los decretos verticales sólo podrán revertirse con decisiones, medidas y participación horizontales que enriquecerían no sólo la propuesta indígena sino el modelo educativo y editorial de todos los mexicanos. La igualdad ciudadana homologa en un sistema perverso: los indios son consumidores y productores en el último escalón de una economía dañada, dependiente y sometida a niveles domésticos y en el ámbito internacional; usuarios de la educación y programas más rezagados, sin opción histórica para determinar sus contenidos. La lucha por el reconocimiento de la diferencia es considerada por los políticos y las izquierdas recalcitrantes como un retroceso. Así es como los indígenas deben llegar, tarde y pobres, a un neoliberalismo mercenario para participar de la democracia, inexistente.
Picar piedra, subir cuestas. Los niños que escribieron Hacedores en Guerrero y pudieron continuar su educación, tras haber sido la mejor generación de instructores en su lengua, por haberla vivido en carne propia, van a estudiar con dos años de servicio y de experiencia acumulada a la upn de Ometepec o la Normal de Ayotzinapa. Los hacedores de Hacedores, conscientes y pensantes, alegan, luchan, marchan, son secuestrados, mueren: se les roba el rostro, se les tira, desollados a la orilla de la carretera.
Toda propuesta que represente alguna esperanza será cooptada, ingerida por un monstruo omnívoro, incorporada a la gula de los dirigentes, la demagogia o, en el mejor de los casos, considerada como folclore. Guelaguetza generalizada, bajo techo y con estacionamiento, con el beneplácito de propios y ajenos.
—¿Moriremos sin ver?— pregunté un día al Comandante Moisés. —De morir, moriremos, es para la chiquitillada que trabajamos.
Chiquitillada que nos matan, o se convierte, en otros lugares, en usuaria de tablets y aprendiz de inglés obligatorio —útil sobre todo para los niños mixtecos que ordeñan amapola o migran a San Quintín—, en escuelas donde el agua escurre y los niños chapalean en el piso de lodo para resguardar sus libros de la lluvia.