Читать книгу La izquierda mexicana del siglo XX. Libro 3 - Arturo Martínez Nateras - Страница 19
Hermenéutica crítica de la globalización*
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La reciente oleada de “nuevo realismo” filosófico, que a nosotros nos sigue pareciendo teóricamente vacía y sustancialmente inspirada en puras razones de marketing mediático, ha tenido por lo menos un mérito: el de marcar una diferencia, entre el intento conservador y de restauración filosófica explícito en los “nuevos” realistas, y el compromiso de los hermeneutas de leer las señales de los tiempos en un sentido progresista, de emancipación. No resulta demasiado paradójico que sean precisamente los adversarios, con ese culto suyo hacia “What there is” (cfr. el título de Quine), “Lo que hay”, quienes llevan a que la hermenéutica se reconozca con más claridad como la filosofía proyectiva, relacionada con la praxis que era y tiene que ser desde sus orígenes heideggerianos. En fin, también el debate que se ha suscitado tras la publicación de los Cuadernos negros tiene el mismo sentido, o por lo menos va en la misma dirección. Yo resumiría este sentido diciendo que las mismas razones por las cuales Heidegger se alineó con los nazis podían (y habrían podido) llevarlo a escoger el comunismo. Sólo por las contingencias históricas en las cuales maduró la elección —el antisemitismo del cual estaba llena a reventar la tradición cultural y filosófica alemana y no sólo ésta (al respecto, hay una amplia documentación en D. Di Cesare) sino las amenazadoras aberraciones del estalinismo soviético—, Heidegger decidió alinearse con Hitler. Sin embargo, precisamente esta decisión —sobre todo la de comprometerse en términos políticos y, por supuesto, también la de apoyar a los nazis— nos autoriza hoy a hablar de un heideggerismo de izquierda y de un “comunismo hermenéutico”.
Ante todo, es preciso recordar las razones por las cuales hablamos hoy de hermenéutica como crítica de la globalización. A primera vista, parece que el tema puede limitarse a reivindicar la pluralidad esencial de las culturas contra los efectos “neutralizadores” del pensamiento único, de la homologación de todo en el gran teatro de la fantasmagoría mundial de las mercancías. ¿Por qué no puede recibirse o concebirse este teatro como la realización de la “humanidad” finalmente unificada por la disponibilidad indefinida de bienes materiales y por la profesión de una única fe, por el uso de una misma lengua como antes de Babel: el inglés anglo-americano al cual se opone sólo (he aquí un dato interesante) la difusión del español de los migrantes de todas las razas? Materia signata quantitate, nos viene aquí a la mente como primera respuesta. El principium individuationis de la escolástica medieval se asoma a nuestro espíritu aquí sin obligatoriedad ni rigor teórico alguno: nos señala simplemente que la materialidad es lo que hace que falle el sueño de la globalización porque, en primer lugar, no hay bienes para todos y no toda especie de bienes sacia el hambre del mundo. La materialidad determina, ya sea porque muestra de inmediato la escasez o porque despierta las diferencias de individuos y grupos, incluso culturales: si tu hijo te pide pan, no puedes darle una piedra cualquiera (véase el Evangelio). ¿Estaremos descubriendo aquí las razones del “nuevo” realismo?, el cual, como es sabido, le reprocha a la hermenéutica precisamente su exceso de optimismo posmodernista. No obstante, lo hace desde el punto de vista de un principio de realidad que pretende ser “neutral”, como para los realistas son las ciencias de la naturaleza. Ningún hermeneuta olvida que cuando se dice “está lloviendo” —y, en consecuencia nos ponemos en las manos de Tarski y de su definición de lo verdadero—, el lenguaje común agrega por lo general: “culpa del gobierno”. La filosofía no tiene nada que ver con hechos sino más bien con interpretaciones: la realidad de la cual habla es la Wirklichkeit, lo que produce Wirkungen, es decir, efectos en sujetos, nunca hechos abstractos medidos geométricamente. Los contraefectos de la globalización, lo que NOS está sucediendo precisamente debido a ella, es lo que suscita la crítica de la hermenéutica; ésta no se despierta observando una cierta insostenibilidad teórica de la idea de globalización, alguna contradicción interna propia. Sucede aquí lo que pasó con la decisión heideggeriana de replantear la pregunta acerca del ser en SuZ: la reducción del ser al objeto, la identificación con el ente, no se ofrecía a una crítica teórica, como si se tratase de un error que habría que corregir. Exigía el replanteamiento de la pregunta porque daba lugar a consecuencias intolerables para la existencia misma del Existir. Es ésta la conexión de SuZ con las vanguardias intelectuales de inicios del siglo XX y con la conciencia que las inspira, el rechazo de la sociedad de la organización total que se anuncia potentemente en esa época. Nuestro hoy, si bien es muy distinto del de entonces, sugiere mucho más que simples analogías con aquella época. Se ha vuelto infinitamente más claro lo que Adorno y Horkheimer llamaron pocas décadas después Sein und Zeit, la “dialéctica del iluminismo”, o sea el cambio brusco de la racionalización social a opresión generalizada. La globalización de la cual somos a la par víctimas y protagonistas hoy representa sólo una fase más avanzada, y quizá por esto menos reconocible, porque está más consolidada y es más “obvia” que ese cambio brusco. Incluso en esa parte del mundo en la cual la globalización no parece haber producido aún efectos desastrosos como aquellos por ahora visibles en las periferias, que con Zabala hemos aprendido a llamar las descargas humanas con las cuales limitan a nuestras sociedades, se deja sentir la intolerabilidad existencial, y en ello, material, de la globalización. Quien tiene, todavía, un trabajo en el Occidente de hoy sufre una continua reducción de sus derechos, una intensificación de la disciplina y del control social sin precedentes. La devastación de las Lebenswelten de naciones y comunidades, y en consecuencia de sus culturas, a favor de la homologación impuesta por la unificación de la producción y de los mercados es lo que de inmediato llama más la atención desde el punto de vista hermenéutico, como la desaparición progresiva (y estadísticamente impresionante) de lenguas y dialectos; una desaparición que consterna a otras tantas culturas, a otros tantos modos de sobrevivencia sensata de la existencia humana en el mundo. Pienso aquí en la simple y llana depredación a la cual están sometidos los mundos aún “primitivos” por parte de las grandes empresas farmacéuticas mundiales que se apropian de plantas y de otros recursos naturales para patentarlos y “valorarlos” en el mercado capitalista. Es difícil, respecto a fenómenos de esta clase, no ceder a la tentación de resistir cediendo a alguna forma de oscurantismo naturalista, anticientífico, antiindustrial, anticultural... La imagen de un Heidegger apegado a las tradiciones de su Selva Negra y fatalmente presa del mito del Blut und Boden nazi se erige ante nosotros con toda su fuerza disuasiva. Sin embargo, el problema que él vio con toda lucidez, pero que no supo resolver con su adhesión al nazismo, se vuelve a presentar hoy más o menos en los mismos términos. Es lo que él llamó la cuestión de la superación de la metafísica, es decir, de la construcción de una sociedad en la cual el progreso material no equivaliese a la destrucción de la vida ni de la libertad humana. Quien, como un servidor, habla de comunismo hermenéutico, tiene bien presente la frase de Lenin que definía el comunismo como electrificación más soviet, y reconoce su valor programático, pero que sólo es poco más que un eslogan.
Casi igualmente vago que la definición de Lenin, resulta, como es obvio, el término comunismo hermenéutico. Si se trata de precisarlo por lo menos un poco, indica una posición teórica concebida para echar abajo las pretensiones cientificistas del comunismo soviético y en general de ese marxismo que ha creído criticar las ideologías desde el punto de vista de un realismo metafísico para nosotros insostenible, y al cual estamos tentados de atribuirle, si bien de manera remota, incluso la responsabilidad de los aspectos totalitarios del comunismo real. Es metafísica, es decir, fundamentalmente autoritarismo, todo aquello que pretende legitimarse con una descripción de como “están realmente las cosas”. A estas pretensiones de legitimación, propia de las ciencias experimentales, la hermenéutica les responde siempre con la pregunta: ¿quién lo dice?, o sea aludiendo a la responsabilidad del intérprete.
Con todo, hablar de comunismo hermenéutico no significa sólo nombrar una posición teórica que hay que contraponer a otros modos de declinar el comunismo. Justamente también porque es hermenéutico, este comunismo requiere la referencia teórico-práctica a los sujetos que hablan de él y que pretenden ponerlo en práctica. (Una analogía más con la condición de Heidegger en la Alemania de su época.)
Mientras parece comprensible que la asociación con la hermenéutica pueda calificar (más) positivamente al comunismo —sin importar qué signifique eso, a partir de la definición de Lenin—, habría que preguntarse qué es lo que tiene en común la hermenéutica con el comunismo si exige y, en todo caso por qué, esta relación. ¿Tiene acaso la hermenéutica una vocación para el comunismo? O, más en general: la decisión de filosofar en un horizonte hermenéutico, la decisión de ser hermeneutas y no, por ejemplo, positivistas o (neo)realistas, ¿supone alguna simpatía política por el comunismo? Mientras tanto, ¿es correcto pensar que una posición filosófica tiene una “aplicación” y funda una opción política? Se dirá de inmediato, aquí, que precisamente esta ilusión fue la causa del error fatal del Heidegger nazi: al parecer no sólo escogió mal el partido al cual adherirse sino que, sobre todo, ensució su propia teoría al hacer de ella una posición “de partido”, una elección de parte en contradicción con la “neutralidad” de una verdad universal, como debería ser una doctrina filosófica. Nos encontramos, como puede verse, sobre un terreno “resbaladizo”, como lo es siempre aquel en el que uno se encuentra al abandonar la cómoda posición de la teoría (recuerda Gadamer acerca del theorós, enviado desde la ciudad a participar en la marcha: el suyo era de todos modos un mandato “político”) para mezclarla con la praxis. No obstante, dado que estamos hablando “como hermeneutas”, no podemos elegir la posición “cómoda” del espectador neutral. La tan controvertida frase de Nietzsche: “no existen hechos, sólo existen interpretaciones” tiene una cláusula final que a menudo se olvida: “también ésta es una interpretación”. La verdad de la hermenéutica no es el valor de una teoría preferible, con argumentos, a las demás; es ante todo un modo de practicar la filosofía de manera no “objetiva”, precisamente porque el intérprete se encuentra, él mismo, implicado en el proceso del cual, y dentro del cual habla. No se puede practicar hermenéutica sin alinearse (cita aquí Rorty: cuando hacemos ciencia normal...) ¿Qué cosa diferencia a la hermenéutica del “descriptivismo” de la metafísica positivista si no es precisamente el hecho de implicar al filósofo haciéndole imposible la posición del observador neutral? Obviamente, no se trata aquí sólo de la posición del filósofo, un especialista que según una cierta doctrina debería ver cambiada su postura. Nos encontramos aquí ante una disyuntiva ontológica, por decirlo así. La verdad no es el reflejo, la posición del sujeto no es la de la pantalla sobre la cual se dibujan las realidades, y el ser no es el “dato” sino el evento. (Que como Ereignis, apropiante expropiante, tiene mucho más que la naturaleza dinámica de lo que acontece, es acontecer ser...)
Pero entonces, ¿por esto comunismo? La polémica, mediática, de los neorrealistas ha revelado de hecho a la hermenéutica como una posición incluso política; los hermeneutas son sus “adversarios”, no simples estudiosos de otra escuela colocada en el museo imaginario ideal de las doctrinas filosóficas. Por lo demás, de manera realista, los neorrealistas no nos “describen”, nos atacan. Y nosotros, por nuestra parte, dada la incongruencia de sus argumentos, no podemos sino preguntarnos a quién o para qué sirven. La hipótesis que nos parece más verosímil es que el trabajo de ellos —no requerido por ningún peligro inminente sobre el pensamiento; no impuesto por la posibilidad de que la sentencia de Nietzsche produjese desajustes en la mentalidad común, caos en los transportes aéreos ni en las previsiones meteorológicas... (¡incluso esto nos ha sido objetado!)— es sólo una manera para lograr que la filosofía participe en el general “retorno al orden” requerido precisamente por la lógica de la globalización. Convincentes indicios de todo ello se ven en la crónica del nacer y difundirse, esencialmente mediático, del neorrealismo.
Evocar una vocación “comunista” de la hermenéutica significa sólo tomar conciencia de este estado de cosas. En cierto sentido, es de nuevo el “enemigo” el que nos define. Como cuando nos dimos cuenta de que los realistas nos atacan porque la hermenéutica “molesta”. No es que cualquier oposición al dominio de la metafísica, es decir, de la globalización técnico-científica del mundo, sea en sí misma comunista. Sin embargo, llamarla así significa resumir en un solo término todas las razones de esa oposición: la globalización es pura electrificación, para retomar los términos de Lenin, sin ningún soviet, sin compromiso alguno de los sujetos interesados, sin participación de los ciudadanos en las decisiones. Sin responsabilidad de los intérpretes. ¿Deberíamos por ello proyectar una sociedad comunista semejante a la soviética o a la china, con los planes quinquenales y la KGB, etc.? La hermenéutica obviamente no tiene nada que ver con todo eso. Si recuerda el término y la noción de comunismo es porque este término y esta noción han sido determinados en el sueño de transformación de las clases explotadas de gran parte del mundo. El “escándalo” de retomar ahora estos términos se deriva del hecho de que el ideal comunista, debido a la presión ejercida por el mundo capitalista, se ha dejado contaminar por la mentalidad cientificista dominante en la metafísica. Metafísica —como objetivismo cientificista que reduce al ente y al mismo existir a objeto calculable, a Bestand, recurso utilizable— es esencialmente capitalismo, por lo menos en nuestra fase histórica. Las razones que indujeron a Heidegger a alinearse con los nazis, depuradas por los prejuicios y por las costumbres mentales a las cuales él mismo, con toda culpa, cedió en aquella situación, siguen vivas aún ahora: no tenía nada que ver y no tiene que ver hoy ningún “pueblo metafísico” que sería responsable de la traición. Ya entonces, lo que Heidegger pensaba combatir era la lógica globalizante del capitalismo, que se había impuesto no sólo a Hitler sino también al comunismo soviético, ahogando los impulsos revolucionarios originarios bajo la necesidad histórica de “copiar” por etapas forzadas la estructura y los modos de producción del taylorismo estadounidense. En resumen, Stalin se vio corrompido por el ejemplo del capitalismo occidental y por esto todavía ahora hablar de comunismo es un escándalo.
(¿Pero la praxis? ¿Nosotros qué hacemos con ella? ¿Y la cuestión de los intelectuales en términos gramscianos? Creo que no tenemos que avergonzarnos de practicar una filosofía militante si asumimos responsablemente nuestro pasado como Gewesen y no sólo como dato arqueológico.)
* Traducción del italiano de Tomás Serrano Coronado.