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Archipiélagos comunitarios
y movimientos sociales de resistencia

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Pilar Calveiro

Gilles Deleuze afirmaba que la macropolítica de la seguridad se corresponde con la micropolítica del miedo. “La administración de una gran seguridad molar organizada tiene como correlato toda una microgestión de pequeños miedos, toda una inseguridad molecular permanente”.1 Y justamente en un país en el que desde hace más de diez años vivimos bombardeados por el discurso y las prácticas de la seguridad, no puede extrañarnos la presencia cada vez más consistente de micropolíticas del miedo e incluso del terror. ¿En qué consistiría este deslizamiento del miedo al terror?

Toda violencia genera miedo pero las violencias extraordinarias por su modalidad, masivas por su extensión e indiscriminadas por la población sobre la que hacen blanco, generan terror, y el efecto principal del terror es paralizar. Prácticas de este tipo se están desarrollando en el momento actual, no en todo el territorio ni sobre toda la población mexicana sino sobre sectores específicos. Esa violencia brutal se desata principalmente sobre la población de ciertas zonas del país que se encuentran en disputa por su importancia económica, como los corredores de droga de Guerrero; o bien sobre quienes, por su actividad social o política, pueden entorpecer las formas actuales de acumulación económica y de concentración del poder, como los defensores de derechos humanos o los periodistas que denuncian la colusión de las autoridades con el crimen. Son micropolíticas del terror porque se despliegan en los espacios locales y desde los bordes de las instituciones; sólo en este sentido son micro, puesto que se trata de violencias extraordinarias y, por lo mismo, aterrorizantes. En este mismo escenario, de un terror discriminado y localizado, las políticas del miedo —de alguna forma más laxas— se han constituido en un recurso político de control poblacional, en términos más generales; son el trasfondo temeroso sobre el que aparecen los hechos de excepción, ésos sí, aterrorizantes.

No hace falta describir el panorama actual de México, por todos conocido, que, desde la llamada guerra contra el crimen, conjuga más de cien mil asesinatos intencionales, más de 30 mil desapariciones, muchas de ellas con participación del Estado, miles de feminicidios, asesinatos de periodistas y estudiantes, y el uso sistemático de la tortura, denunciados por organismos nacionales e internacionales. No se trata de un asunto del pasado; en noviembre de 2017 la prensa publicó que ese año había sido el más sangriento y el mes de octubre el más violento de los últimos 20 años.2 Todas estas atrocidades, practicadas por agentes estatales o privados en los 11 años recientes son más que suficientes para reconocer la existencia de una violencia que sobrepasa en mucho la que de por sí existe en cualquier sociedad capitalista. Se trata indudablemente de un conjunto de violencias de carácter excepcional, tanto por su intensidad como por su extensión, que instalan el peligro en la vida cotidiana, rompen dinámicas y redes sociales previamente existentes hasta hacer peligrar la continuidad misma de comunidades y grupos sociales. Son violencias de las que esta sociedad no tenía registro previo, que no estaban en el “inventario” de lo posible, al decir de Veena Das,3 y que, por lo mismo, son de difícil comprensión. Parecen “locas” y, aunque no lo son en el sentido de que obedecen a ciertas racionalidades, es cierto que, de alguna manera, enloquecen, por el hecho de trastocar y alterar los sentidos vigentes. Provocan, por lo tanto, una especie de estado de shock social, que impide entender y dificulta el paso a la acción; son violencias que retraen y aíslan, propiciando la inmovilidad. Se inscriben en la sociedad y en los sujetos y tienen efectos de larga duración. Podemos afirmar que lo que está ocurriendo hoy en México se graba en el cuerpo social y en su memoria como una cicatriz que permanece más allá de los acontecimientos, reclamando justicia.

Estas violencias y los miedos que las acompañan no son sólo un producto nacional; tienen su raíz en las formas brutales de acumulación neoliberal, que son de carácter global. La transnacionalización de las poderosas redes de ilegalidad asociadas con el tráfico de drogas, personas, órganos, armas, que opera en todo el planeta, es acorde con la transnacionalización general de la economía; funciona como una más de sus ramas. Constituye una megacorporación que genera extraordinarias ganancias en corto tiempo y alimenta los circuitos legales de la economía global con capitales frescos, que son bienvenidos independientemente de su procedencia.

Estas nuevas formas de acumulación, que conectan los circuitos legales de la economía, la política, la cultura, con los ilegales, son responsables de las grandes violencias del mundo actual.

Al respecto, quiero proponer dos puntos de partida:

1. Frente a los procesos institucional mafiosos de carácter global, las resistencias más eficientes y novedosas operan en el ámbito local y, especialmente, en el comunitario. Las experiencias del Municipio Autónomo de Cherán K’eri o de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias de Guerrero son ejemplos extraordinarios de ello.

2. Las políticas de dominación mediante las tecnologías del miedo, que propician estas violencias desatadas y que se replican en el discurso mediático, son muy eficientes y logran su cometido en amplios sectores de la población. Sin embargo, las resistencias también se despliegan constantemente y permiten sobrepasar el miedo. Pero lo hacen de una manera intermitente y fluctuante: se extienden y se retraen, a veces se visibilizan y otras se ocultan en los márgenes sociales y en sus propios espacios.

La globalización ha significado una multitud de cambios, entre ellos un escalamiento del Estado del ámbito nacional al supranacional. No estamos ante el debilitamiento del Estado como tal, aunque sí del debilitamiento del Estado-nación en beneficio de instancias estatales y corporativas supranacionales y superconcentradas. Pero cuanto más totalizante es un poder, más dificultad tiene para comprender y capturar lo pequeño; cuanto más globalizante, más necesidad tiene de simplificar una complejidad inabarcable y, por lo mismo, más fugas ocurren, especialmente desde lo local.

Contra la lógica de las escalas, por la cual lo pequeño parece irrelevante en relación con lo gigantesco, lo que se verifica políticamente hoy es que, si bien todas las dimensiones —de lo global, lo nacional, lo local— están en sintonía o en resonancia, la peculiaridad de cada uno de estos niveles no deja de operar. Y una de las particularidades de lo local, y en especial de lo comunitario, es que los grupos de interés, sus vinculaciones, sus prácticas, sus violencias, y sus políticas de terror se presentan allí de manera particularmente descarnada. Es lo que hemos podido ver en Ayotzinapa, en Tixtla y en gran parte de Guerrero; en Cherán, en Ostula y en muchas regiones de Michoacán, así como en otras entidades federativas.4 Las violencias y las redes ilegales protegidas por sectores del Estado son allí mucho más visibles y en extremo peligrosas; y es precisamente en estos ámbitos estratégicos por razones que suelen ser económicas donde se trata de imponer el terror como política de control poblacional.

Sin embargo, la exposición constante a la violencia puede someter pero en ocasiones puede funcionar como una suerte de inmunización que permite sobrepasar el miedo y, ante la ausencia de toda alternativa, empujar a la acción.

Tal es el caso del levantamiento de Cherán K’eri, por ejemplo, donde el avance de las redes criminales y la protección de las mismas por la autoridad, no le dejó a la comunidad otro camino que levantarse y tomar la seguridad en sus propias manos, como condición para garantizar la sobrevivencia de sus bosques y la de ellos mismos como comunidad. Algo parecido ha ocurrido en las comunidades de Guerrero que se nuclearon en torno a las CRAC, así como en otras partes del país. Son experiencias que lograron vencer a las redes criminales, coludidas con las autoridades.

En ambos casos, hubo una fuerte exposición a la violencia criminal, atemorizamiento de la población para impedir su reacción y, sin embargo, la capacidad de unirse, encontrar respuestas colectivas y, a partir de ello, reconocer su capacidad de autoorganización y autocuidado no sólo en términos de la seguridad sino en las formas de organización social y política. A partir de ello, desarrollaron prácticas autonómicas y construyeron alternativas a la política institucional, desde los márgenes del Estado, y con una estabilidad considerable (seis años para el caso de Cherán y más de 20 para Guerrero). En ambos se trató de reacciones no sólo locales sino principalmente comunitarias, lo cual no es un dato menor.

Si bien es fundamental reconocer la importancia de lo comunitario, considero que es políticamente importante romper con una visión romántica. Lo comunitario no es una realidad pura, simple, arcaica ni preestatal; es principalmente otra forma de organizar la vida social y política que cuestiona y tensa al Estado-nación, y que se le escapa en más de un sentido, pero no necesariamente se confronta con él.

En efecto, muchas de las lógicas y prácticas estatales penetran en el espacio comunitario de diferentes maneras. La comunidad tiene la posibilidad de tomar unas y prescindir de otras, pero, sobre todo, puede permanecer en los márgenes y construir alternativas diferentes desde allí; alternativas no necesariamente antiestatales pero sí diferentes del inventario gubernamental. Quizás uno de los rasgos más interesantes de estas experiencias es la diversidad de estrategias resistentes que las comunidades son capaces de desplegar, desde la lucha legal hasta las resistencias armadas, pasando por diferentes formas de presión, negociación y movilización.

Precisamente por su colocación desde los márgenes, la lucha comunitaria evita los espacios de mayor potencia del Estado, como lo partidario o lo electoral, tanto en su versión nacional como local. Prefiere, en cambio los espacios de indefinición, como la defensa de una multiculturalidad reconocida formalmente pero nunca precisada o la protección de un territorio —que es mucho más que una parcela de tierra—, y que el Estado no puede o no quiere defender. Son espacios de ambivalencia, que permanecen en pugna. También elige aquellos otros que se colocan definitivamente fuera del área de influencia gubernamental, como la defensa del sistema de usos y costumbres que resulta por completo incomprensible para las instituciones pretendidamente modernas.

Si bien el Estado neoliberal no cesa de intentar capturar la organización comunitaria bajo sus procedimientos e instituciones, las resistencias comunitarias tampoco cesan de reconstituirse y la memoria es uno de sus recursos principales. Vuelven una y otra vez a comenzar retomando viejas prácticas —prehispánicas, coloniales, modernas— y ensayando otras nuevas, replicando, mutando y reorganizándose. En algunos casos son híbridas y en otros no, “chejes”, al decir de Rivera Cusicanqui, armando una trama que reconoce hilos diferentes, sin perder la particularidad de cada uno de ellos.5 Esto es lo que hemos visto en los últimos 20 años en relación con todas las resistencias indígenas, incluido el zapatismo.

Pero la globalización neoliberal menosprecia lo pequeño —aunque es probable que justamente de allí provenga su ruina. Oscila entre perseguirlo e ignorarlo, y cuando ya tiene listo el certificado de defunción de estas resistencias, ellas continúan moviéndose. No pretendo aquí idealizarlas en una suerte de exitismo estúpido; sólo quiero señalar que es parte del ejercicio del poder decretar la desaparición de toda alternativa a su dominio, y es parte de las resistencias desmentir semejante relato.

Las construcciones comunitarias son específicas. No tienen ni pretenden tener validez de carácter universal; no tratan de “exportar” un determinado modelo, como bien lo ha señalado el zapatismo. Sin embargo nos recuerdan, a todos, que la resistencia es posible y que otras formas de organización de lo social y lo político también.

Nos conminan a pensar de manera diferente, a la vez que reconocen la legitimidad y validez de otras luchas y la posibilidad de articularse con ellas, como se vio en el movimiento por Ayotzinapa. Allí cada una de las modalidades de la resistencia encontró formas de participación que se interconectaron sin fusionarse, manteniendo sus propias reivindicaciones, formas organizativas y peculiaridades de acción.

La consistencia de los vínculos comunitarios tiene una perdurabilidad difícil de lograr en otros colectivos. Asimismo, ofrece una mirada alternativa al actual sistema político, agotado y excluyente; pone en juego una perspectiva capaz de revitalizar las prácticas sociales, políticas y jurídicas. Sin embargo, en términos políticos, no se trata de privilegiar unas estrategias de resistencia sobre otras; no es posible definir centros ni jerarquías entre ellas. Las luchas que en un determinado momento pueden ser secundarias, se convierten en principales en otras coyunturas, como sucedió con los normalistas después de Ayotzinapa. Se podría decir que la resistencia es “multimodal”; tiene diferentes entradas, partidarias y no partidarias, comunitarias y movimientistas, unas legales y otras no tanto; pero todas se superponen sin uniformarse, una y otra, y otra, y otra. Forman multiplicidades que en determinados momentos confluyen en grandes avenidas contrahegemónicas capaces de hacer temblar al sistema político, como efectivamente ocurrió en Chiapas en 1994 con el EZLN, en Oaxaca en 2006 con la APPO, ese mismo año en la lucha electoral y en 2014 con el movimiento de apoyo a Ayotzinapa. Fluyen, pero su flujo no es constante, también se repliegan y hay momentos en que parecen desaparecer; es cuando los poderosos cantan victoria. Pero es un canto prematuro porque allí están, sostenidas por la memoria y, por supuesto, por las injusticias que no cesan de ocurrir y que sólo se detienen, aunque sea temporalmente, gracias a las resistencias. En efecto, las violencias estatales, así como las privadas asociadas o protegidas por el Estado, no se autolimitan jamás. Son necesarias las resistencias sociales, estudiantiles, comunitarias, indígenas, partidarias, cada una en su momento y a su aire, para ponerles un hasta aquí que las detenga.

1 Gilles Deleuze, Mil mesetas, Valencia, Pre-Textos, 1988, p. 220.

2 La Jornada, 22 de noviembre, 2017.

3 Veena Das, Sujetos del dolor, agentes de la dignidad, Bogota, Universidad Javeriana, 2008.

4 Los investigadores Víctor Toledo y Benjamín Ortiz Espejel reportan en su obra México, regiones que caminan hacia la sustentabilidad, 16 regiones del país con procesos autonómicos de gran interés y a contracorriente del neoliberalismo.

5 Silvia Rivera Cusicanqui, http://www.youtube.com/watch?v=REF.w.U3A094I

La izquierda mexicana del siglo XX. Libro 3

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