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Capítulo XXIII

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Pero no se cayó. Corrieron Monsalud y Pepita por entre la revuelta masa de gente y vehículos, espantados una y otro del triste espectáculo que el detenido convoy ofrecía, y antes que refiramos lo que resultó de su improvisada amistad y de las extrañas vicisitudes del viaje, es de todo punto indispensable advertir, que esta gallarda dama del lunar, cuyas quirotecas tendremos ocasión de ver más adelante en el escenario de otras historias, pertenecía a la familia de Sanahúja, no siendo ella misma desconocida para nuestros lectores, pues algún incidente de sus verdes abriles tuvo cabida en otro libro. Enteramente nuevo para mí y para los que me leen, es el oidor; pero recientemente han llegado a estas manos documentos y apuntes, cuyo interés me mueve a asegurar una poderosa intervención de este personaje en las páginas que leerá el que las leyere. Por ahora, sólo corresponde decir, que en aquel tumulto de lágrimas y blasfemias, de desesperación y hondo desaliento, el jurado y doña Pepa buscaban a Urbanito por todas partes, sin que Urbanito pareciese.

Entretanto un suceso importante y decisivo llevó al último extremo el terror de los infelices empleados, bagajeros y conductores; y fue que por el llano adelante aparecieron varias columnas francesas marchando en desorden y con precipitación. Aparecieron luego caballos a escape, cubiertos de espumoso sudor, anhelantes y como poseídos de insensata cólera, y después muchos heridos transportados en camillas o en palanquines, o simplemente cargados entre dos por los hombros y los pies. Tras esto sintiose el rodar estrepitoso de algunos cañones.

— ¡Paso, paso a la artillería! -gritó una voz que parecía un huracán.

Los carros que obstruían el camino procuraron abrir calle; pero si lo consiguieron en un pequeño trecho, después los cañones tuvieron que hacer alto. Juraban los artilleros y votaban los carreteros. Los de infantería, desparramándose a un lado y otro del camino, siguieron adelante. La velocidad adquirida en los primeros momentos de la retirada, era tal, que no podían contenerse, y miraban hacia atrás creyendo sentir en sus espaldas las herraduras de la caballería inglesa.

Los heridos fueron depositados en tierra y cuando el furor de las armas había cesado para ellos, sacaron las suyas los cirujanos. Con la presteza inconcebible que ponen en sus operaciones los médicos de los ejércitos, se atendió a todos ellos. Vendajes, emplastos, amputaciones, cuantos remiendos se aplican a la persona humana después de una batalla, fueron aplicados sobre el suelo y al aire libre. Corría la sangre sobre las camillas y por la tierra; pero los lastimeros ayes de los infelices que habían sido mutilados por el cañón y la fusilería, no eran más que un accidente superficial en aquel tumulto de tan diversos ruidos compuesto, en aquella atmósfera de pánico que se extendía por todo el camino hasta más alla de Vitoria. Era de ver la frialdad de los cirujanos disponiendo se cortase un brazo o pierna, haciendo brillar a la luz del sol el fúnebre esplendor de sus instrumentos, para no dar tiempo a la víctima ni aun a quejarse de su malhadada suerte. En aquella carpintería de carne humana, no había consuelos morales ni físicos para el infeliz paciente, ni narcóticos, ni atenuantes, sino la crueldad fría, desnuda, impasible de la ciencia quirúrgica, que como su parienta la ciencia militar, no repara en la carne y sangre de los hombres para ir a su fin.

Conforme los curaban mal o bien, les iban transportando a otro lugar o a los carros que habían de llevarlos a paraje más seguro; pero llegaron tantos, que los cirujanos no pudieron atenderles, aunque tenían las mejores manos del mundo. Arrojados de aquí para allí, clamaban al cielo; pero el cielo debía de estar ocupado en otra cosa, porque no les hacía caso.

Por otro lado ocurrían parecidas escenas, porque si el ejército de Gazan emprendió su retirada por el lado de Berrosteguieta, cerca de donde estaba el convoy, los de Erlon y Reille lo hicieron más allá de Vitoria; así es que en una extensión de más de dos leguas se ofrecía el espectáculo de los soldados furiosos abriéndose camino por entre un dédalo de carros y cureñas y furgones y ambulancias y coches de viaje, y cirujanos ocupados, y heridos que no podían moverse.

Aunque en todo el camino reinaba gran confusión, pudo oírse y generalizarse la orden de que la retirada no se emprendiera por el camino de Francia, sino por el de Salvatierra y Pamplona. Esto parecía una salvación, y muchos vehículos y casi toda la artillería se dirigieron allá; pero la mala estrella de los franceses en aquel día quiso que el camino de Salvatierra estuviese lleno de zanjas y cortaduras hechas por los guerrilleros de Mina y Longa poco antes para molestar a Foy y L’Abbé, por cuyo motivo ninguna rueda pudo pasar más allá de Harrazo. En el camino de Francia seis o siete coches de lujo seguidos de otros carros con equipajes y gran repuesto de víveres finos, pugnaban por retroceder hacia Vitoria para tomar la vía de Salvatierra; pero no les fue posible abrirse paso. Eran los carruajes de José y su comitiva, que dispuestos a la cabecera del convoy para emprender la retirada hacia el Norte, habían tropezado con las tropas de Graham y Longa.

Hacia las tres de la tarde la irrupción de soldados en retirada aumentó de una manera horrorosa. Hambrientos y abrasados de sed, se abalanzaban a las cajas de víveres y a las cantinas arrebatando entre aullidos siniestros todo lo que hallaban al alcance de sus manos. Agotado todo, las tropas se apoderaban de los víveres de los particulares, penetrando brutalmente en los coches para arrancar el pedazo de pan de las manos de un niño o de una mujer. No pudiendo seguir el camino saltaban los setos y se esparcían por los sembrados en varias direcciones, siguiendo todas las veredas con tal que llegasen a parajes lejos del malhadado Zadorra.

Pero cuando el tumulto y el delirante estrépito y el barullo llegaron a su colmo, fue cuando aparecieron, procedentes del campo de batalla, veinte o treinta piezas de artillería, furiosas, ardientes, impetuosas, no hallando ante sí bastante camino para volar; arrastradas por caballos locos, verdaderos dragones, cuyo resoplido quemaba y que parecían llevar en sus venas todo el fuego que inflamara los aires durante la batalla. Aquellas máquinas, simulacro de las ignotas fuerzas que en el cielo producen el trueno y el rayo, huían para no caer en manos del enemigo. Los artilleros, semejantes a fabulosos aurigas, herían los caballos con el látigo primero, y después con los sables, para precipitarlos en delirante carrera. Todo lo atropellaban ante sí por salvarse. Si un grupo de heridos o de familias desvalidas se interponía en su camino, las ciegas máquinas compuestas de cureña, cañón, artilleros y caballos, pasaban por encima de los cuerpos humanos, como el brutal dios de la India. Las ruedas, lanzadas en furioso torbellino exterminador, dejaban hondos surcos en el suelo aplastando todo lo que se les ponía por delante, la yerba y el hombre.

Un chirrido de metales que juegan y chocan entre sí, de cadenas que se rozan, de ejes que vibran, de llantas que trepidan, de clavos que saltan, de tornillos que se aflojan, de cacharros de metralla que suenan unos contra otros como los cascabeles de un bufón, se mezclaba a los indescriptibles rumores de las balas que iban moviéndose dentro de las cajas, tocando infernal música al compás de la marcha; se mezclaba el golpear de los escobillones, cuyos mangos batían contra el maderaje de la cureña; al chasquido de cien látigos que culebreaban en el aire estallando como cohetes; a los gritos de los que querían imprimir a aquellas máquinas fugitivas el rencor, la angustia y el pánico de sus inflamados corazones.

Tras aquellas piezas vinieron otras. Calientes aún sus bocas vueltas hacia atrás, parecía que exhalaban con los últimos vapores de la pólvora y el último mugido del disparo, sorda imprecación. Treinta, sesenta, cien cañones huían desesperados: al verlos y al oírlos, creeríase que el trueno, tomando la odiosa forma de gigantesco pólipo de hierro, se arrastraba por la tierra. Las peñas de los montes desgajándose y cayendo sobre el llano y saltando en desesperado juego y carrera infernal por arte del demonio, no hubieran causado más espanto. Mientras la infantería continuaba en el fuego, dando tiempo a que el cuartel general y los cañones se pusiesen en salvo, estos ocuparon todos los huecos que quedaban en el camino y algunos destrozando cuanto hallaron al paso, pudieron ponerse en primera línea. Los demás, aprisionados al fin entre millares de ruedas de pesados bagajes y enormes fardos, se atascaron en el camino, agolpándose unos contra otros.

Entre esta aglomeración de obstáculos producida por tanta maquinaria inútil, las infortunadas familias afrancesadas y los conductores del convoy formaban grupos aflictivos, parte en el camino, parte en los sembrados, y entre lágrimas y lamentos se consultaban sobre la determinación que debían tomar en tan extremado conflicto. Unos creían conveniente abandonarlo todo y huir para salvar lo más importante, que era entonces, como siempre, la vida; otros aseguraban que por nada del mundo abandonarían su fortuna. Muchos, encontrando una solución salvadora en medio del general azoramiento, habían echado a tierra los baúles y abriéndolos sacaban de ellos lo más valioso, llenándose los bolsillos y haciendo líos con lo de poco peso. Hombres y mujeres, soldados y paisanos se consultaban, se movían de aquí para allí, repartiéndose lo que habían de llevar, aconsejándose unos a otros, animando los valerosos a los débiles, ayudándose en lo que podían. De pronto se oyeron en la parte del camino, más allá de Vitoria, las tremendas voces de «¡paso, paso!».

Algunos caballos de la guardia se esforzaban en cortar el apretado gentío, y se precipitaban rechinando aguijoneados por la espuela. Viendo los jinetes que era imposible abrir paso, esgrimieron los sables y descargando furibundos tajos a diestro y siniestro sobre soldados, paisanos y mujeres, gritaron:

— ¡Paso, paso al Rey!… ¡Paso al Rey!

La multitud gimió azotada con látigo de acero, y prorrumpió en imprecaciones contra José.

— ¡Paso al Rey! -repetían los de la guardia.

Exasperados por la resistencia, redoblaron su furor, y cargando sin piedad, aquí machacaban una cabeza, allí hundían un pecho. Arremolinándose a un lado y otro y aplastándose contra los coches, la turba se desgajó y en su angustioso seno pudo abrirse un surco; por una calle de maldiciones y de odio y de sed de venganza, pasó a caballo un hombre pálido, con el negro y abundante cabello en desorden, fruncido el ceño, trémulas las manos. Era José que no había podido salvar sus coches, y huía a uña de caballo por donde Dios le encaminase, llevando en su alma todas las congojas de sus cinco años de fúnebre reinado.

Los que le abrían paso, lograron encontrar salida al campo libre a la derecha del camino. Seguido del general Jourdan, que se había olvidado el bastón, y de otros generales que olvidaron el sombrero, y aun de otros que no se acordaban del honor, corrió por allí José lanzando su caballo a todo escape, aterrado, jadeante, sin serenidad, como el asesino que acaba de cometer un gran crimen y huye de su perseguidor a conciencia.

Poco después de este suceso, llegó el momento supremo de aflicción para los del convoy, para los artilleros, los infantes y todos los que no podían ponerse en salvo.

Una voz, cien voces gritaron con ronca desesperación:

— ¡Los ingleses… los guerrilleros!

Allá lejos, hacia Vitoria, entre las columnas de infantería que se acercaban con el mayor orden posible, viose una multitud de jinetes. Brillaban en alto los sables, y los veloces caballos avanzaban con rapidez extraordinaria. Ya no quedaba más recurso que huir abandonándolo todo. ¡Horrible determinación! Viose a los artilleros desenganchar los atalajes; viose a los carreteros disponiéndose a salvar sus caballerías. Las cureñas y cajas y los furgones y las ambulancias y los coches y carromatos quedaron en un instante libres de correajes y cuerdas. Todo lo que tenía pies se puso en marcha. Aquello era un río de gente y caballos, atropellándose unos a otros en violenta confusión a la desbandada. Ciento cincuenta cañones, doscientos carros de municiones y los innumerables equipajes y vehículos particulares quedaron abandonados. Sobre un solo caballo se enracimaban hombres y mujeres, empujándose para descargar el peso de aquellas tablas de salvación. El que lograba apoderarse de un caballo defendía la grupa a puñetazos y a tiros. No había piedad, no había prójimo: reinaba el egoísmo en su brutalidad instintiva, y se luchaba por el caballo como en los naufragios por el bote. El que caía, caía.

Apartados del camino, junto a un montón de cajas y bagajes, se encontraban tres personas que ya conocemos.

— No, no puede Vd. huir -decía la dama deteniendo enérgicamente al joven y haciendo violenta presa en sus dos brazos-. ¡Qué felonía! ¡dejarme sola!… ¡mi pobre marido no podrá defenderme!… ¡Oh! llora como una mujer y se arrastra por el suelo, pidiendo a Dios misericordia, sin poner nada de su parte para conjurar este gran peligro.

— ¡Señora, señora!… ¡los ingleses! ¡los guerrilleros!

— Sí… ya los veo… es preciso huir… ¿pero cómo? No hay un solo caballo.

— Corramos en busca del mío -exclamó el joven-. Lo rescataré a sablazos… Aún es tiempo.

— No… mi esposo no puede moverse… ¿A dónde va Vd.?… Me quedo sola, Virgen de las Angustias, enteramente sola… Quédese Vd., por Dios…

— Mi uniforme de jurado me pierde. No viviré ni un segundo después que me vean.

Con febril presteza e iluminada por súbita idea, abalanzose la dama hacia el joven; arrojó en tierra el sombrero de este, desabotonó su levita con dedos más ligeros que el pensamiento, arrancó el uniforme como si fuera un pañuelo puesto sobre los hombros, arrancó el tahalí, la gola, el cinturón, la cartera y en un instante no quedó sobre el cuerpo del infeliz renegado ni una sola prenda que indicara su filiación. Él la ayudaba con igual rapidez. Aquellas cuatro manos trabajaban en el desnudar y en el vestir, cual si fueran cuarenta, y sin descansar arrojaban en tierra las prendas quitadas, sacando otras de los cofres para cubrir el transformado cuerpo; ataban las cintas, prendían los botones, abrían un hoyo en el suelo para sepultar las nefandas insignias, y lo cubrían con tierra. Las cuatro manos realizaron su obra en pocos minutos, y el renegado desapareció, dejando en su lugar a un joven que podía pasar por oidor en la sala de Mil y Quinientas. Luego las mismas cuatro manos trataron de levantar del suelo al infeliz Urbanito, que ya se creía comido por los ingleses.

Episodios nacionales: Segunda serie

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