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Capítulo III
Оглавление¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar!… Señor, ¿con qué lengua cantaré tus alabanzas? ¿Qué palabras hay que no sean pálidas y frías para expresar mi gratitud? En la humildad nací, y del muladar de mi oscura condición sacome tu mano poderosa para llevarme a los dorados alcázares, donde las grandezas humanas dan idea de las grandezas divinas. Mi corazón se estremece de gozo al recordar mi primer paso por la dorada senda.
Era un domingo; habían pasado algunos días después de la entrada del Rey; funcionaba ya el nuevo ministerio; habían levantado su majestuosa cabeza, coronada con los laureles de cien siglos, el Real Consejo y Cámara de Castilla y la Sala de Alcaldes, cuando D. Buenaventura (algún nombre he de dar a mi protector para que se le distinga entre los individuos de que haré mención), me llamó a su despacho, y melifluamente me habló así:
— Dime, Braguitas, en cuál oficina quieres colocarte, pues ya he dado tu nombre al ministro, y no falta más que saber tu deseo para satisfacerle al punto.
— Señor -repuse-, como vayan por delante los veinte mil reales que Vuecencia me ha prometido, lo demás es cuestión secundaria. Sin embargo, mis aficiones…
— Ya sé que tú te inclinas a la Real Hacienda. Vas a lo positivo. ¿Te convendría la Caja de Amortización, los Pósitos, la Revisión de juros?…
— Iré, si Vuecencia no lo toma a mal, a Paja y Utensilios.
— Corriente… Mañana mismo tendrás tu nombramiento… Dime, ¿has llevado la carta a las monjas Bernardas?
— Desde esta mañana.
— ¿Me has limpiado las botas?
— Están como espejos.
— Bueno: antes de marcharte, pídele a doña Nicanora los calzones y la casaca que te prometí ayer. Con un poco de obra quedarán ambas prendas como nuevas… Ahora necesitas cierta ostentación, Juan: es preciso que te presentes como corresponde a un señor oficial segundo de Paja y Utensilios, y lo primero que has de hacer es dar las gracias al señor Ministro…
— ¿Las gracias?
— Seguramente. Ganabas 5.000 rs. en las covachuelas de la secretaría de Gracia y Justicia, y de golpe y porrazo pasas con 20.000 a Paja y Utensilios…
Mortificado por mi dignidad, un poco ofendida, permanecí en silencio; pero el insigne repúblico debió de adivinar mis pensamientos con su seguro tino, y me dijo:
— ¿Qué, no estás contento todavía? No sé en qué piensan los muchachos del día… Ya se ve… los tiempos que corren y los escándalos de estos últimos años han despertado las ambiciones de tal modo… En mis tiempos, lo que hoy se te da equivalía a un arzobispado de los de mejor renta.
— No me quejaré -repuse humildemente-, porque es propio de mi condición no pedir nada y aceptar lo que me dan; pero… si han de acomodarse las recompensas a los merecimientos…
— ¡Tus merecimientos! -exclamó su señoría con desdén-. ¿Cuáles son? ¿Qué letras has cursado, perillán? ¿Qué tratados de materia jurídica o teológica has escrito? ¿Qué servicios has prestado a la administración, bergante? ¿Qué ejércitos acaudillaste, zopenco, ni qué Rey te debió la corona?
— Sobre eso hay mucho que hablar, señor D. Buenaventura de mi alma -respondí con brío-. Si a todos se repartiera por igual no me quejaría; pero se están viendo improvisaciones escandalosas. Ahí tiene Vd. a Antonio Moreno. ¿Qué era hace un mes?, ayuda de peluquero, pues ni siquiera podía llamarse maestro peluquero. ¿Qué es hoy?… consejero de Hacienda.
D. Buenaventura calló. Le dejé suspenso y absorto.
— Es verdad -dijo al fin-. Ya lo sabía… pero eso no tiene nada de particular. Antonio Moreno era… un excelente profesor de cabezas… No debe olvidarse que en Valencia sirvió de amanuense cuando se redactó el célebre decreto del 4.
— ¡Consejero de Hacienda! -exclamé yo alzando los brazos-. ¡Consejero de Hacienda un vil peluquero!
— Pero a nosotros ¿qué nos importa? Allá se las compongan… Dime tú, ¿qué pedazo de pan nos quitan de la boca haciendo a Moreno consejero? Además, el honor de haber redactado tan sublime documento, merece perpetuarse con una posición decente… ¿Qué piensas? ¿Qué opinas? ¿Por qué has hecho ese gesto de monja escandalizada cuando he nombrado el decreto del 4 de Mayo? ¿No te gusta? ¿No te parece categórico? ¿No lo crees una obra admirable y que nada deja que desear?
Yo callaba, porque mil dudas y desconfianzas ocupaban mi espíritu.
— No puede escribirse nada más contundente -continuó D. Buenaventura leyendo un papel-que el párrafo en el cual se declara «aquella Constitución y decretos nulos y de ningún valor ni efecto, ahora ni en tiempo alguno, como si no hubiesen pasado jamás tales actos, y se quitaran de en medio del tiempo…». Está dicho todo, y con tales palabras bastaba.
— Esa es mi opinión. Con eso bastaba. Pero más arriba, el Rey, obedeciendo a pérfidas inspiraciones, ha dicho que aborrece el despotismo, que convocará Cortes, que establecerá la seguridad individual, con otras zarandajas que o mucho me engaño, o son el primer paso para volver a las andadas, mi Sr. D. Buenaventura.
— Pero ven acá, majadero impenitente, ¿cuándo has visto que tales fórmulas sean otra cosa que una satisfacción dada a esas entrometidas naciones de Europa que quieren ver las cosas de España marchando al compás y medida de lo que pasa más allá de los Pirineos? Ríete de fórmulas. No se pueden hacer, ni menos decir las cosas tan en crudo que los afeminados cortesanos de Francia, Inglaterra y Prusia se escandalicen. ¡Reunir Cortes! Primero se hundirá el cielo que verse tal plaga en España, mientras alumbre el sol… ¡Seguridad individual! ¡Bonito andaría el reino, si se diesen leyes para que los vasallos obraran libremente dentro de ellas, y se dictaran reglas para enjuiciar, y se concedieran garantías a la acción de gente tan ingobernable, díscola y revoltosa! El Rey, sus ministros y esos sapientísimos y útiles Consejos y Salas, sin cuyo dictamen no saben los españoles dónde tienen el brazo derecho, bastan para consolidar el más admirable gobierno que han visto humanos ojos. Así es y así seguirá por los siglos de los siglos… ¿Eres tan tonto, que crees en manifiestos de reyes? Como los de los revolucionarios, dicen lo que no se ha de cumplir y lo que exigen las circunstancias. Bajo las fugaces palabras están las inmóviles ideas, como bajo las vagas nubes las montañas ingentes, que no dan un paso adelante ni atrás. Las nubes pasan y los montes se quedan como estaban. Así es el absolutismo, hijo mío; sus palabras podrán ser bonitas, rosadas, luminosas y movibles; pero sus ideas son fijas, inmutables, pesadas. No mires lo de fuera sino lo de dentro. Estudia el corazón de los hombres y no atiendas a lo que articulan los labios, que siempre han de pagar tributo a las conveniencias, a la moda, a las preocupaciones…
D. Buenaventura se expresaba con calor. No me atreví a contestarle, y mis pensamientos se acomodaron a los suyos, como sucedía casi siempre que hablábamos de política.
— ¡Ah!, se me olvidaba una cosa -exclamó después de breve pausa-: ya he dicho al Ministro que te exima durante algunos días de ir a la oficina. Es preciso que me ayudes en este delicado negocio que tengo entre manos… Ya sabes que Su Majestad me ha nombrado fiscal de la comisión de Estado que ha de sentenciar a los presos de la noche del 10.
— Tarea fácil, a mi modo de ver, mientras no desaparezcan del mapa Melilla, Ceuta y el Peñón.
— Eres excesivamente ejecutivo. No puede hacerse la distribución, sin fundar en algo los castigos. Es preciso buscarle el pelo al huevo, como suele decirse, registrar papeles, sacar de ellos la quinta esencia de la maldad, llegar testigos aunque sea en las entrañas de la tierra, estrujar los autos hasta que destilen la amarga hiel de la evidencia, cumplir en todas sus partes la larga serie de procedimientos que son gloria de nuestra jurisprudencia, y en fin, hacer los procesos de tal modo que no les falte ni una tilde y aparezcan en toda su horrible desnudez las necesarias maldades de esos hombres.
— Con el plan de república (algo más verosímil que el de la Iberiana), revelado por el padre Castro en su Atalaya -repuse-bastará para hacer las más lindas causas que se han visto en tribunales españoles.
— A eso vamos. La Confederación descubierta por el Atalayero es ingeniosa. Además, algunos testigos han hecho declaraciones de perlas.
— El conde del Montijo…
— Asegura que los liberales formaron causa al Rey en un café de Cádiz y le condenaron a muerte.
— Ostolaza…
— Ha delatado los pensamientos de sus compañeros de Cortes, asegurando que querían deshonrar al Rey, con otras preciosísimas afirmaciones que constituyen un verdadero tesoro.
— La persecución del Obispo de Orense y del marqués del Palacio, así como el destierro del Nuncio Sr. Gravina, son materia abundante.
— Abundantísima.
— Bien sabemos todos que Mejía dijo en las Cortes que no existe Dios; Argüelles, que no debían obedecerse los preceptos de la Iglesia.
— Feliú dijo, que la religión era una farsa…
— Y Arispe afirmó, que la grandeza españolatenía sangre de perro. Bien mirado, el testigo más explícito, más claro, es el archivo y las actas de las Cortes.
— Sin duda. ¿No está allí escrito que el danzante de Martínez de la Rosa propuso fuera condenado a muerte el que propusiese adición o reforma en la Constitución de Cádiz?
— Recuerdo perfectamente su pedantesco discurso del 21 de Abril, en que decía que los pueblos deben darse ellos mismos las leyes fundamentales.
— También yo tengo buena memoria -añadió D. Buenaventura-. Habló mucho de derechos imprescriptibles, y concluyó así: Se acabaron nuestras desgracias. Ya reinan las leyes…
— Que es como decir que no reinará el Rey -afirmé, tomando un polvo que D. Buenaventura me ofreció.
— ¡Y qué más, mi querido Bragas! ¿No consta en el libro de las sesiones la abominable expresión de Canga Argüelles?
— Que estaba pronto a derramar la última gota de su sangre en defensa de la Constitución.
— Así mismo lo dijo.
— No recuerdo bien cuál de ellos aseguró que destruidos los conventos, se cortan las fuentes que mantienen las preocupaciones y cuentos de viejas.
— Page, el mismo que expresó la opinión de que es delito de lesa majestad llamar SOBERANO al Rey… ¿No fue Istúriz quien dijo aquellas palabrotas?…
— Sí, ya recuerdo. Hoy somos ciudadanos de una gran república, aunque bajo las formas características de la monarquía; el Rey no es nuestro señor, es nuestro jefe, porque queremos y de la manera que queremos que lo sea, y nada más.
— Admirable memoria tienes -dijo D. Buenaventura, tomando la pluma-. Voy a apuntar eso. Se confrontarán las Sesiones.
— No olvidará Vd. los méritos y servicios de Gallardo. Fue el que estampó en letras de molde, que los obispos debían echar bendiciones con los pies, colgados de una cuerda. Ahora recuerdo también que Ramajo, redactor de El Conciso, amenazó al Rey con la venida de Carlos IV, si no juraba la Constitución.
— Deliciosísimo, amigo Bragas. Tras los diccionaristas y gaceteros, viene la pestilente chusma de poetas, a quienes es preciso también poner como nuevos. Ahí tienes por ejemplo, a Sánchez Barbero…
— El autor de aquellos versitos:
De independencia y libertad gozamos,
Y monarca, no déspota, juramos.
-Yo también me acuerdo, yo también -exclamó con júbilo mi amigo-. El infame bibliotecario de San Isidro se despachó a su gusto en estas endechas:
El fanático error vencido cede,
Y la sin par Constitución sucede;
Constitución resuena
Doquiera ya: Constitución inflama…
¡Ya te inflamarán a ti!… ¡Miserables poetas, se os ha acabado el doquiera! Encerraditos en Melilla, podréis cantar la soberana.
— Muñoz Torrero -añadí, gozoso de poner mi retentiva al servicio del Estado-, fue el que dijo que la soberanía de la nación es taba en las Cortes, lo cual es como poner a la burra las arracadas.
— Justamente. Y que las personas de los diputados eran inviolables. ¡Inviolables el veneno de la serpiente y la lengua del escorpión!
— Pues ¿y García Herreros? Fue el que tuvo el atrevimiento de asentar que los reyes están sujetos a las leyes que les dicta la nación.
— Y que la ley es superior al Rey, lo cual es como decir que la espuela gobierna al jinete.
— Casi todos ellos firmaron el decreto de 2 de Febrero, en el cual se dijo que no se conocería por libre al Rey, ni menos se le prestaría obediencia, hasta que él prestase juramento a la Constitución.
— Gutiérrez de Terán firmó como secretario el manifiesto de 19 de Febrero, que era la segunda parte del tal decreto.
— Y Martínez de la Rosa, o sea el Sr. Bello Rosal, como le llama La Abeja, lo escribió.
— Y Feliú lo leía a voz en cuello en los cafés.
— Adonde iban a emborracharse.
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D. Buenaventura tomaba apuntes, demostrando a cada nueva adquisición cierta alegría pueril. Como hombre que en el cumplimiento de sus deberes y en el servicio del Rey y del Estado ponía su alma toda entera, sin proceder jamás de ligero en ningún asunto grave, allegaba cuantos datos pudieran ilustrar su entendimiento en materia tan ardua, y con ansiedad de avariento los iba guardando. El buen señor se veía precisado a sentenciar a muerte o a presidio a unos cuantos malvados, y no pudiendo hacerse esto rectamente sin pruebas, las buscaba para que aquellos infelices no fueran al patíbulo sin saber por qué. ¡Tunantes! ¡Cuándo merecieron ellos tropezar con varón tan justo, tan humanitario y compasivo como aquel! ¡Ni cómo habían ellos de soñar que, merced a los cristianos sentimientos de tan ejemplar magistrado, enemigo del derramamiento de sangre, se verían galardonados, como quien dice, con unos cuantos años de presidio, en vez de la horca que merecían!
Más adelante se sabrá su destino; que ahora no puedo levantar mano del trabajo de mi propia historia, en la cual ocupan lugar muy preferente los sucesos que se verán a continuación.