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Capítulo XXVIII

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— Ya estamos solos -dijo Navarro a Monsalud.

— Ya estamos solos, y en lugar a propósito -repuso Salvador-. Podemos alejarnos del camino. La noche está oscura…

— ¿Qué armas tienes?

— Ninguna. Dame la que quieras.

— Renegado -exclamó Navarro-, estamos en el campo del convoy. Aquí dejaste tu vestido para ponerte el que llevas, aquí han de estar tus armas.

— Escondidas bajo tierra -repuso Salvador con desaliento-, pero si me fuera en ello la vida, no sabría encontrar entre tanta confusión el sitio donde las pusimos.

— Salvador -gritó el guerrillero con ira-, si de esa manera piensas evadirte de tu compromiso…

— No me insultes, no eches más ignominia sobre mí -dijo Monsalud con emoción profunda, y antes que colérico, conmovido y sin aliento-. Soy un desgraciado, el más desgraciado de los hombres. Si no tienes lástima de mí, guárdame al menos la consideración que merece el infortunio… ¿Me aborreces? ¿Te estorbo? ¿Te soy odioso? ¿Te molesta que viva? ¿Te mortifica que respire el aire que Dios hizo para todos? Pues delátame, denúnciame… Marcha delante y te seguiré.

— ¡Qué miserable cobardía! -exclamó Navarro acompañando sus palabras de un enérgico gesto-. Si tienes miedo, si quieres renunciar a tu compromiso, dilo, y no me llames delator.

— Vamos a donde quieras -murmuró Monsalud dando algunos pasos-. Nada te costará buscarme el arma que más te guste.

— Vamos -repitió Garrote.

Ambos dieron algunos pasos: Navarro, decidido, impetuoso, resuelto; Salvador, indolente, desmayado… Pasaban junto a un árbol próximo a la cerca del camino, cuando el infeliz renegado apoyó sus brazos en el tronco y echó la cabeza hacia atrás, diciendo:

— No puedo más… me muero…

Sus piernas se aflojaron y cayó de rodillas. Ni la energía de su alma, ni la emoción que en aquel momento sentía, ni la presencia de su enemigo que renovaba en él odios implacables, podían vencer el desmayo de su cuerpo, en el cual apenas había entrado algún mezquino alimento durante cuarenta y ocho horas.

— ¿Qué mimos son esos? -preguntó Navarro.

Me muero… -murmuró Salvador-. Si tienes prisa y quieres acabar pronto, saca tu espada y atraviésame. No puedo vivir; no tengo ánimo para defenderme.

La extremada palidez y extenuación del desgraciado joven, no se ocultaron a su enemigo. Navarro comprendió cuán indigno sería provocar a duelo a un moribundo. Compasivo y generoso, acercose al joven y, echándole ambos brazos al cuerpo, le levantó.

— Vamos, no has comido hoy -dijo-. Debí empezar por lo primero.., pues para todo hay tiempo. Ven conmigo.

Monsalud se dejó levantar y conducir maquinalmente, apoyado en el brazo de su rival. Así anduvieron largo trecho, despaciosamente y sin hablar palabra. Parecían dos tiernos amigos, dos cariñosos hermanos, de los cuales el fuerte sostenía y amparaba al débil. Nadie al verlos hubiera dicho que entre ellos y en torno a ellos, envolviendo sus hermosas cabezas con fúnebre celaje, flotaba el fantasma horroroso de la guerra civil. Caía la frente del uno sobre el pecho del otro, se enlazaban sus manos, se confundían sus alientos; pero no había ni la más mínima porción de afecto en aquel abrazo de muerte. Quizás el aborrecimiento mismo impulsaba al fuerte a ser generoso; quizás la propia causa impulsaba al débil a ser condescendiente.

Llegaron a una gran barraca improvisada con cajas y lienzos, de la cual salía humo, mucha bulla, y un olor fuertísimo a aceite frito y a guisotes de campaña. Los dos jóvenes entraron. Soldados y guerrilleros bebían y comían allí, sin dar reposo a la lengua un solo momento. Entraban o salían atropelladamente trayendo y llevando víveres y pellejos de vino.

Monsalud se dejó caer en el suelo, mientras Navarro decía, dirigiéndose a uno de los más alborotadores:

— Roque, da de comer y de beber a este amigo.

Todos se fijaron en la abatida persona de Monsalud, que parecía moribundo.

— ¿Es jurado? -preguntó uno.

— Es un hermano del cura de Nájera; es mi amigo -repuso Navarro-. Iba a Francia, cuando tropezó con el convoy y me lo dejaron como lo veis… ¡Eh, Sr. Soldevilla! -añadió sacudiendo a Salvador por el brazo-, ahora se pondrá Vd. como nuevo… Désele primero un buen vaso de vino.

— Mejor es un par de tajadas… -indicó un guerrillero que era riojano y conocía al señor cura de Nájera-. ¡Por vida de…! conozco a todos los Soldevillas de Nájera y de Cameros, y juro que esa cara no es de ningún Soldevilla de aquella tierra… Como que yo conozco esa cara.

— Y yo también -añadió otro del mismo estambre.

— Y yo.

— Despachaos, pedazos de plomo -gritó Navarro, sentándose resueltamente al lado de su enemigo, con objeto de evitar cualquier ofensa que pudiera hacérsele…

Para disipar las sospechas de sus camaradas o hacerles entender que estaba decidido a defender al infeliz jurado, entabló con él familiar diálogo en esta forma:

— Eso pasará pronto, Sr. Soldevilla. Buena suerte fue para Vd. tropezar con un amigo como yo, que le asistiré en cuanto sea menester, y le protegeré aun a riesgo de mi vida contra todo aquel que intentara hacerle daño.

— Gracias, muchas gracias -dijo Monsalud, bebiendo con febril ansiedad en una taza que le presentaron.

— Tengo que comunicar a Vd. una triste noticia, y es que mi excelente padre, el señor D. Fernando Navarro, amigo de su familia de usted, ha sido asesinado por los infames renegados.

— ¡Asesinado! -repitió sordamente Monsalud, engullendo el pan y las magras que le dieron-. ¡Infeliz suerte!… Quizás no moriría de esa manera.

— Sí; pero los viles que pusieron la mano en aquel hombre insigne no vivirán mucho tiempo -dijo foscamente Navarro ofreciendo a Monsalud un vaso de vino-. Revolveré la tierra por encontrarlos, y uno a uno caerán en mis manos, de las cuales pasarán al infierno.

— ¡Al infierno! -balbució Monsalud-. Gracias, gracias, Sr. Navarro; voy recobrando la vida. ¡Ah! pero ahora recuerdo… oí hablar de su padre de Vd… Sí, antes que cayésemos en poder de los ingleses, trabé conversación con un joven jurado. Díjome que el Sr. D. Fernando se había dado a sí mismo la muerte, por no caer en manos de la vil canalla que después de sacrificar ignominiosamente a cierto clérigo, le iban a martirizar a él de la misma manera.

— También me lo han dicho así.

— Y el joven que me habló de este asunto, amigo Navarro, añadió que él mismo, después de prestar varios servicios al desgraciado don Fernando, le había suministrado el medio de eximirse, por un acto enérgico, de la bochornosa muerte que le tenían preparada. Dijo también que el ilustre señor, vencido de la extenuación y del pánico, perdió en sus últimos momentos el juicio, cayendo en singulares locuras y manías.

— Tantos detalles no habían llegado a mi noticia -dijo el guerrillero-, y en cuanto a las palabras de ese renegado que con Vd. habló, no les doy fe.

— ¿Por qué?

— Porque no.

— Es uno que dijo llamarse… ¿a ver cómo? ¡Ah! Salvador no sé cuántos.

— Me lo figuraba… -contestó Navarro con diabólica risa-. Uno de los que busco… y de los que no se me escaparán, a fe mía… Es un reptil que ha querido morderme y que he de aplastar sin remedio. Traidor renegado, ha hecho migas con los franceses y es uno de los más crueles sayones que tiene la canalla para atemorizar a las gentes inofensivas de este país. Embrollón, embustero, farsante y lleno de fatuidad, atreviose a poner sus ojos en un ángel del cielo a quien idolatro y que no puede ser sino para mí… ¡Oh! nuestra rivalidad es ya un poco antigua… pero se ha recrudecido recientemente, Sr. Soldevilla de mi alma, desde que ese miserable ratoncillo que no merece roer la suela de mis zapatos, se ha atrevido a manchar la buena fama de la mujer que adoro, engañándola con miserables artes y obteniendo de ella ciertos favores por el más vil y repugnante medio… Tome Vd. más carne, Sr. Soldevilla -añadió presentándosela-tal vez necesite Vd. recobrar todas sus fuerzas para esta noche… Pues sí, como decía, empleando infames medios…

— Gracias, gracias, Sr. Navarro -dijo Salvador rechazando la carne-. Debe de ser un gran tunante ese joven.

— Como que para hablar con Genara y arrancarle algún honesto favor, remedaba mi persona y mi voz en la oscuridad de la noche…

— No quiero nada más -dijo Monsalud secamente-. Me encuentro bien.

— Poco ha comido Vd…

— Lo necesario para afrontar cualquier peligro.

— Pues sí, amigo Soldevilla -añadió Navarro-, perdone Vd. que me haya exaltado al oírle nombrar persona tan aborrecida para mí. He jurado matarle, matarle sin piedad, y me parece que mientras él viva me está robando con su aliento la existencia que Dios me dio para vivir, y el aire para respirar.

Monsalud, sacudido por viva excitación nerviosa, se levantó del suelo en que yacía.

— ¡Oh! no se levante Vd… descanse Vd. más, Sr. Soldevilla -dijo Navarro con ironía semejante a la del diablo cuando sonríe a las almas en el momento de cargar con ellas-. Tome Vd. fuerzas, amigo mío, que quizás las necesite pronto, sí, muy pronto… Si quiere Vd. dormir, duerma sin cuidado; y por si tuviese recelo de que mis compañeros le hagan algún daño, esté tranquilo; que no me moveré de su lado hasta que abra los ojos.

— No quiero dormir -repuso Salvador poniéndose en pie-. Agradezco a Vd. lo que ha hecho por mí… Y ahora que recuerdo, cuando ese jurado, que antes mencioné, hablaba del trágico fin del Sr. D. Fernando Garrote y de su funesta locura, lo hacía con tanta compasión, que parecía haberse interesado vivamente por él.

— Buen caso haría yo de las hipócritas palabras de ese necio -dijo Navarro sin disimular su ira-. ¡Oh! sólo el oír en su boca el sagrado nombre de mi padre, me parece un insulto… A ver, Sr. Soldevilla -añadió tomando el sable de un guerrillero que dormía- ¿qué le parece a Vd. ese sable?

— Admirable -respondió el jurado pasando el dedo por el filo y apoyando la punta en el suelo para probar la flexibilidad de la hoja.

— Si no recuerdo mal, me rogó Vd. que le proporcionase un sable. Quédese Vd. con el que tiene en la mano. Este borracho de Roque es de mi compañía, y mañana me entenderé con él.

— ¡Gracias, gracias! -dijo Monsalud con extraordinaria animación-. ¡Cuántos favores debo a Vd.!

— ¿No duerme Vd. un ratito?

— No.

— Es verdad. Tiempo tiene Vd. de dormir -dijo Navarro levantándose-, sí, de dormir mucho, muchísimo.

Casi todos los guerrilleros que antes había en la barraca, o habían salido a tocar la guitarra sobre el campo o dormían como troncos. Monsalud y Navarro salieron. Cuando se hallaban a buen trecho de la tienda, el renegado dijo a su enemigo.

— ¡Navarro, Navarro!… Dios que nos mira sabe que no te tengo miedo… Acabas de hacerme un beneficio; mi corazón se oprime al pensar que puedo darte la muerte… Aguarda por Dios, a que te ofenda de nuevo, aguarda a que esta gratitud se disipe… Te aborrezco; pero un secreto respeto enfría mis rencores, cuando pienso que nos vamos a batir. A pesar de los horribles insultos que hace poco me has dirigido, te ruego que esperes, que esperes hasta mañana siquiera. Creo que debemos esperar.

— Adelante -repuso Navarro con enérgico acento-. No tienes que agradecerme nada. No te he perdonado, no te perdonaré, si no me confiesas que fingiste mi persona y mi voz para engañar a Genara.

— ¡No lo confesaré porque es mentira! -exclamó Salvador inflamándose.

¡Pues te mataré porque es verdad! -rugió Navarro-. Miserable, ¿piensas que el hombre que ha hablado a solas con esa mujer puede insultarme respirando el aire que yo respiro y viendo la luz que yo veo?

— No una, sino muchas veces he hablado con ella -dijo Salvador.

— ¡Mientes, bellaco! -gritó Navarro abalanzándose hacia él con el sable desnudo-. Defiéndete, hijo de nadie, miserable espúreo.

Monsalud sintió que por sus venas corría fuego, que su cerebro era un volcán. Ciego, loco de ira, se puso en guardia, gritando:

— Defiéndete, salvaje. Mátame; pero antes de hacerlo, sabe que eres un bandido, y tu Genara una vil mujerzuela.

— Canalla, toma el camino del infierno… ¡corre… anda… allá vas!

No hablaron ni una palabra más y los aceros chocaron.

Estaban en un sitio solitario, y la noche era oscurísima. Durante breve rato las dos hojas de acero se rozaron con discorde sonido. De pronto Navarro dio un grito terrible y cayó al suelo inundado de sangre.

— ¡Dios mío!… ¡muero!… -exclamó con un rugido en el cual parecía que echaba el alma.

Y luego con voz expirante añadió:

— ¡Padre!…

Monsalud hincó una rodilla en tierra y le miró el rostro, sin advertir que algunos hombres se acercaban.


FIN

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