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Capítulo X
ОглавлениеAntes de responder a mi saludo, me dijo:
— Espero que Vd., Sr. de Pipaón, como hombre de gran influencia, amigo de Ugarte Alagón y Pedro Collado, nos apoyará en nuestra justa pretensión, haciendo cuanto esté de su mano para que salgamos adelante.
— ¿Y cuál es el asunto?… -pregunté confundido.
— ¿Pues no lo sabe Vd.? ¿No estuvimos hablando de eso más de dos horas anteanoche?
— ¡Oh!, sí, señora mía, ya recuerdo, es…
— La moratoria que pretendemos… Ya hemos hecho la solicitud a Su Majestad, y se nos ha prometido que pronto se dará cuenta de ella a la regia Cámara, y que la apoyarán los más cariñosos amigos del soberano.
— ¿Una moratoria? ¿Conque una moratoria?…
— Nada más justo -dijo doña María de la Paz, con acento de convicción profundísima-. Ni se me alcanza por qué han de ser tan lentas y fastidiosas las formalidades para concederla; debiera ser cuestión de un par de días y de una esquelita de Su Majestad al Real Consejo.
— Señora, una moratoria siempre es asunto de gravedad.
— Pero no en el caso presente, Sr. de Pipaón -exclamó con viveza arrojando de sí una llamarada de orgullo que se extinguió bien pronto, como las chispas brotadas del pedernal-. Nosotras reclamamos una cosa muy justa. Mi padre y mi hermano contrajeron algunas deudas… la cantidad no hace al caso. Hiciéronlo así, porque el lustre de nuestra casa lo exigía, pues sólo en una comida de caza y pesca que se dio al Rey, al pasar por Montoro, cuando la batalla de las Naranjas, se gastaron treinta mil ducados. Ahora los acreedores, de los cuales el principal es D. Alonso de Grijalva, han dado en reclamar su dinero y quieren apropiarse las fincas libres que nos quedan, pues bien sabe Vd. que el mayorazgo, conforme a la ley de su principal instituto, se ha extinguido en nuestra línea por falta de varón.
— Ya, ya sé. ¿Vds., por falta de varón?… Comprendido.
— ¿Cómo es posible, pues, que un Rey justiciero, que ha venido a establecer en España las buenas doctrinas y a limpiar el reino de toda impiedad y bajeza, consienta en este despojo, en este embargo inicuo, insólito, irrespetuoso con que se nos amenaza?
— Señora, los acreedores… Ellos dieron, mejor dicho, colocaron su dinero… -indiqué respetuosamente.
— Sí, señor -añadió, despidiendo otro chispazo de soberbia que iluminó velozmente su rostro-. ¿Pero qué vale su dinero?… ¡Miserable metal! Como si no hubiera en el mundo más que dinero… ¿Pues y las virtudes, pues y las glorias y grandezas del reino, pues y el lustre, fíjese Vd. bien, el lustre de las familias?
— El lustre. Sí, convengo en que el lustre…
— No, no es posible que un gobierno justo nos quite la hacienda que honrosamente poseyeron nuestros antepasados. ¡A dónde vamos a parar! Estaría bueno que un D. Alonso de Grijalva, un hombre que ha salido de la nada, pues público es y notorio que vino a Madrid de la Maragatería, conduciendo un par de mulas; estaría bueno, repito, que un D. Alonso de Grijalva, fíjese Vd. bien, un D. Alonso de Grijalva, se calzase nuestros estados de Galicia y Aragón. ¡Oh! Es zapato muy grande para tal pie. Esos hombrecillos, nacidos de los tomillos y mastranzos, tienen una osadía que espanta. Tanto alzaron el vuelo en tiempos de la Constitución, que se creían dueños del mundo, y por lo que veo, aun después de vueltas las cosas a su ser y estado primero, continúan alzando la cabeza y amenazando con sus viles usurpaciones.
— En suma, Vds. solicitan que se ponga coto al inconcebible atrevimiento de los que han dado en la flor de llamarse acreedores.
— ¡Oh!, nosotras no negamos la deuda, ni tampoco el proposito firmísimo de pagar algún día -repuso con voz firme-. Pero deseamos que esos señores confíen en nuestra probidad y esperen tranquilos la hora oportuna de recoger lo suyo. ¿Pues quién duda que es suyo? Nuestra pretensión no puede ser más natural. Sólo pedimos a Su Majestad que nos conceda una moratoria nada más que de diez años, fíjese Vd. bien, de diez años…
— Ya estoy fijo, sí. Me parece muy justo. Dentro de diez años…
— No creo que Su Majestad, tan piadoso, tan buen cristiano, tan justiciero, tan cariñoso para todos los que no nos hemos contaminado de la constitucional pestilencia, niegue una pretensión tan razonable, mayormente si considera que el fiero enemigo, de cuyas garras queremos librarnos, es un hombre a quien suponen un poco desafecto al régimen actual.
— El Sr. de Grijalva no se mezcla en política. Es hombre modestísimo, que sólo se ocupa de gobernar su casa y sus intereses.
— ¡Oh!, qué mal lo conoce Vd. -repuso con súbito arranque-. Si yo dijera que no hay lengua más cortante contra el gobierno ni tijera más diestra que la suya para cortar vestidos a los amigos de Su Majestad… En fin, ¿qué tal hombre será y qué tal educación dará a sus hijos, cuando ha sido preso Gasparito por desacatos al Rey y no sé qué abominables dichos y hechos?
— Parece que el niño dijo en un café que Su Majestad era narigudo.
— Algo más sería -afirmó doña María de la Paz, con verdadera saña-. Descubriose que andaba en logias, escribiendo papeles y reclutando gente de mal vivir.
Presentación parecía de cera.
— ¡Oh!, si es cierto -afirmé- el hijo y el padre lo pasarán mal.
Presentación parecía de mármol.
— No, tales infamias no pueden quedar sin castigo. Veo que Su Majestad, llevado de su buen corazón, está por las blanduras y perdona a todo el mundo. ¡Escarmiento!… duro con ellos, Sr. de Pipaón. ¡Si no se castiga a nadie!
Presentación había enrojecido y parecía de fuego.
— Pero cualquiera que sea el fin de estas abominables conspiraciones -continuó la dama-Vd. tomará a pechos nuestro negocio, usted nos prestará su poderoso apoyo, Vd. arrimará su hombro al sagrado muro, fíjese Vd. bien, al sagrado muro de nuestra moratoria. ¿No es verdad amigo mío? -dijo doña María de la Paz, levantándose para retirarse.
— Yo…
No pude decir más, porque en aquel instante concebí una idea grandiosa, colosal, una de esas ideas que de tarde en tarde fulguran en el cerebro del hombre, abriendo ante sus ojos inmenso horizonte en los espacios de la vida, una idea que absorbió mis potencias todas por breve rato, no permitiéndome ver cosa alguna, ni pensar en nada que estuviese fuera de la esfera de mí mismo. Tras de la idea vino un propósito firme, poderoso, y después un plan, cuyo sencillo organismo se me representó clarísimo en todas sus partes.
— Señora, no necesito decir que haré los imposibles porque se consiga esa moratoria -manifesté con artificioso interés a la dama, cuando se retiraba.
Después volví al lado de Presentacioncita. Su cólera, mal contenida, se desahogaba en amargo llanto.
— Adorada y adorable niña -le dije con acento de profundísima verdad-. No llore usted: todo se arreglará.
— Vd. es muy bueno, ¿Vd. será capaz…? -dijo levantándose y poniéndose ante mí con las manos cruzadas, como se pone la gente piadosa y afligida delante de una imagen.
— Tranquilícese Vd.; Gasparito será puesto en libertad -afirmé con el mayor aplomo.
— ¿Cuándo?
— Cuando se pueda. No hay que impacientarse. El muchacho no irá a presidio.
— ¡Oh! ¡Qué hermosas palabras! -dijo saltando de alegría y secando sus lágrimas-. De modo que no…
— No le condenarán.
— ¿Vd. lo promete?
— Solemnemente.
— ¡Qué bueno es Vd… pero qué bueno! ¡Ay qué guapo es Vd.! Sí, ¡qué guapo y buen mozo me parece! ¿Por qué no lo he de decir? ¿Conque Vd. promete que no le harán daño?
— Lo juro. Óigalo Vd. bien. Lo juro.
— ¡Oh!, gracias, gracias, Sr. de Pipaón. Que Dios le dé a usted la gloria eterna, y en este mundo mucha salud, toda la felicidad, todos los destinos de la nación, todos los sueldos, todas las encomiendas, todas las grandes cruces del mundo, y aún me parece poco para lo mucho que Vd. se merece.
Diciéndolo así y desahogando en tiernos votos la loca alegría de su corazón, alargaba hacia mí sus cruzadas manos con ademán patético.
Salí de la casa. ¿Cuál era mi idea, mi propósito, mi plan? Se verá más adelante.