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Capítulo XXV

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Tras la triste noche, apareció el día triste también, y empañado con densas neblinas. Mientras gran parte del ejército victorioso perseguía al francés por el camino de Salvatierra, el lugar donde pereció el convoy se trocaba en un campo de feria. En todas partes se hacían tratos y cambios, según los negocios de cada uno. Los ingleses concretaban todas sus operaciones al numerario, despreciando las especies. La joyería había desaparecido como por encanto, sin que se supiese quiénes fueron los acaparadores de tan estimable artículo. En plata labrada aún quedaban algunas existencias por la mañana, y como entre ellas no escaseaban las obras de arte ni en el ejército inglés los anticuarios, hubo pieza que valió a sus primitivos tomadores guinea sobre guinea.

Pero la gran mayoría de los objetos, especialmente los que eran de fácil transporte, desaparecieron en la noche. No se han visto manos más listas, ni mayor diligencia en hombres y mujeres para hacer la mudanza. Por fortuna para las artes, la parte del convoy que contenía los grandes cuadros, pudo ser salvada por haber salido de la Puebla con el general Maucune doce horas antes que los demás. Perdiéronse por entonces para España tan incomparables tesoros; mas no se perdieron para el arte, siendo en verdad providencial que se salvasen, y que restaurado alguno de ellos, volviesen todos acá tres años después.

Ya entrado el día, muchos vecinos acomodados en Vitoria salieron para ver el campo de batalla y el lugar del convoy, que principalmente despertaba la curiosidad. Viéronse llegar frailes de distintas órdenes, canónigos de la colegiata, señores muy graves acompañados de damiselas sensibles, jóvenes currutacos, viejos verdes y maduras matronas, todos medio locos de entusiasmo por la gran victoria alcanzada. Iban de ceca en meca sonriendo ante los estragos y haciéndose señalar por los aldeanos los lugares que fueron teatro de acontecimientos más trágicos durante la batalla. El campo del convoy, ya convertido en feria, fue por su proximidad a Vitoria más visitado, y a cada momento llegaban a él alegres parejas, familias, tríos de canónigo, fraile y regidor, con más algunas damas sueltas, es decir, que no iban con nadie. Ninguno se retiraba sin llevar algún recuerdo, pareciéndose en esto a los modernos ingleses, o a los que llaman touristas, y los cascos de granada, las balas de fusil y hasta los botones de los uniformes de renegado pasaron a ser joyas históricas, destinadas a vincularse en el patrimonio de las familias. Aún existen en Vitoria muchos de estos pedacitos del gran desastre.

Diose orden de enterrar los cadáveres que en el llano del convoy había, no siendo tan fácil los del vasto campo de batalla por ser en número de cuatro mil, juntas las pérdidas de unos y otros, pasando de diez mil los heridos. Mortificó a los curiosos el espectáculo de tanto hombre muerto, siquier fueran franceses y renegados; y muchos ofrecieron la cooperación de sus manos para echar tierra dentro de los hoyos que se tragaban tanta juventud desgraciada en vida y en muerte, los amores de innumerables madres, tanta y tan robusta vida nutrida en los pacíficos hogares para la paz y la felicidad.

Entre los curiosos que de Vitoria habían venido era de notar un anciano de mucha edad y poca andadura, con el cuerpo inclinado hacia adelante, la cabeza temblorosa, verdes espejuelos ante los ojos y apoyada la una mano en grueso bastón de nudos, mientras con la otra cogía el brazo de una linda joven rubia. Iban los dos por el camino adelante observando todo con curiosidad suma, siendo ella la que primeramente con sus vivísimos volubles ojos veía los objetos y los señalaba después a la tardía atención del viejo. Él se regocijaba con la vista de tanto cañón tomado, de tanta riqueza rescatada, y a cada nueva sorpresa se desvanecía en apologéticos comentarios de la destreza de lord Wellington, encomiando, sobre todo el providente designio del Altísimo, que como padre y ordenador de las victorias, nos había dado aquella tan completa y admirable.

— La causa de Dios triunfa y triunfará mientras haya soldados cristianos en el mundo -decía el abuelo a su linda nieta-. A estos desastres horrorosos son conducidos los que han intentado alevemente apropiarse nuestro suelo, y mudar nuestras costumbres, haciéndonos de fieles piadosos, herejes corrompidos, de leales y pacíficos, revolucionarios y jacobinos.

— ¡Ah, pobres muchachos! -exclamó la nieta y apartando con horror la vista de unos infelices cuerpos de jurados que eran conducidos a la sepultura-. Son renegados, papaíto, tienen uniforme verde, sombrero de piel con águila dorada, una cartera en la cintura con águila, y muchos botoncitos… también con águila.

— Sí, verás águilas por todas partes. Esos hoyos se llenarán de ellas, y la honda tierra no podrá guardar en su seno tantas insignias imperiales. A eso está destinado el poder de Bonaparte. Europa no tiene bastante tierra para sepultar el inmenso cadáver… En cuanto a los infelices jurados, son los que menos lástima me inspiran. Oye bien lo que te digo, hija mía, oye la voz de un anciano patriota, español y cristiano: además del infierno que existe para toda clase de pecadores, ha de haber uno con tormentos extraordinarios de inapreciable horror para los que hacen traición a su patria y a sus banderas.

— ¡Otro infierno! -exclamó la muchacha con espanto, a pesar de que diariamente oía parecidos conceptos.

— ¡Otro! Allá en lo profundo los condenados ordinarios no han de querer habitar con los renegados y traidores -dijo el hombre decrépito, silabeando enérgicamente con sus gruesos labios-. Los renegados venden a sus hermanos, entregan la patria al enemigo para que este la despoje y la deshonre a su antojo extirpando en ella la fe religiosa, faro del mundo y único consuelo de las buenas almas. El traidor en esta guerra, donde se discuten las dos cosas más sagradas, es decir, el Rey y la religión; el traidor en esta guerra, digo, es el más vil instrumento de Satanás. Sólo le igualan en maldad los que yo llamo traidores y renegados en el campo de la ley, o para que me entiendas mejor, los que por favorecer hipócritamente a Bonaparte, introducen en España caprichosas leyes a estilo jacobino, y constituciones que son lazos tendidos a los pueblos por la herejía, por la licencia, por el democratismo, por la soberbia de los pequeños que quieren parecerse a los grandes, gritando y metiendo bulla… Pero Dios está con nosotros, hija mía. Dios es español.

— ¡Dios es español!

Dios, sí -añadió el viejo golpeando violentamente el suelo con su nudoso bastón-, y ya ves ahí los golpes de su mano protectora. Creo que mediante la bondad divina y la espada del arcángel guerrero, el mal que aparece en nuestra leal y sumisa España no tomará grandes proporciones. Abriranse muchos hoyos como ese, y esas bocas de la tierra española se tragarán a sus perversos hijos.

— ¡Ay! -gritó la muchacha, temblando y agarrándose fuertemente al brazo de su abuelo-. Pero no es nada… nada, papaíto.

— ¿Tienes miedo?

— No… -dijo la joven, reponiéndose de su sobresalto y turbación-es que… no sé por qué me he estremecido toda y he sentido frío en el corazón al ver…

— ¿Qué has visto? -preguntó el viejo deteniéndose.

— Todavía no han enterrado aquellas águilas, papaíto, aquellas águilas que brillan en los sombreros peludos, en las golas, y en las carteras, y en los botones… Sus alas abiertas, sus picos corvos, sus garras que aprietan un haz de rayos…

— ¿Qué?

— Me dan miedo.

— ¡Eres tonta! Adelante… Pero si no me engaño, ese que hacia aquí viene es nuestro amigo Carlos Navarro, el hijo de D. Fernando Garrote… Mira tú, a ver si me engaño…

Miraba hacia atrás la damita con la fijeza de una curiosidad vivísima. Su rostro había adquirido marmórea blancura.

— ¿Por qué te detienes y miras hacia atrás? -gruñó el viejo sacudiendo el brazo-. ¿Dices que tienes miedo y miras, Genara?… Te digo que observes si ese que se ha detenido junto a aquel cañón es Carlos Navarro, el hijo del desgraciado D. Fernando Garrote.

— El mismo es -repuso Genara observando.

— Vamos hacia él… ¡Pobre muchacho! Quizás no sepa todavía el desgraciado fin de su padre, asesinado en Aríñez por los vándalos.

Antes que nieta y abuelo llegasen junto a él, Carlos Navarro, que los vio, corrió a su encuentro. Su semblante estaba alterado por viva aflicción y algunas lágrimas humedecieron sus ojos cuando tomó para besarla la mano del decrépito anciano, su amigo.

Vestía Navarro un traje que no era completamente militar, ni tampoco de paisano. Componíase de una blusa en cuyas mangas, a falta de charreteras, mostraban la arbitraria graduación del guerrillero, galones diversos de plata y oro, puestos con arte y aun con cierta elegancia. Botas y espuelas muy finas eran distintivo de que guerreaba a caballo, y cubría la cabeza no con los empinados morriones de la época, sino con una sencilla gorra verde de cuartel, primorosamente bordada de oro. La sofocación del día anterior y la pesadumbre recientemente recibida habían dado a su rostro un tinte violáceo y como enfermizo que parecía aumentar el negror de sus fieros ojos y afilarle la nariz y hacerle más grande la vasta frente. Había en su cuerpo la indolencia de la victoria un poco enfatuada; pero aun así, por su alta estatura y airoso porte y grave semblante era una de las figuras de más atractivo que podían verse.

— Señor D. Miguel de Baraona -dijo con voz conmovida-, ¿ha venido Vd. desde Vitoria a ver el campo de batalla y el gran convoy ganado?

— Sí -replicó con entusiasmo el anciano encendido su corazón con fuego juvenil-, he venido a ver vuestros triunfos, vuestra gloria, jóvenes sublimes, jóvenes admirables, ¡hijos queridos de España y de Dios! Ven acá -añadió echándole los brazos al cuello-, ven acá y déjame que te estreche contra mi corazón: abrazándote, creo abrazar a toda la España valerosa y cristiana. Me rejuvenezco, hijo mío. Que Dios te bendiga, que Dios te conserve. Tú y los tuyos sois instrumentos de su bondad divina, sois la imagen humana de su brazo omnipotente. Seguid en vuestra gloriosa, en vuestra santa tarea de limpiar esta cizaña, que no os faltará que hacer en algún tiempo, porque el mal se ha desatado en España y vendrán días de sangre… Ya sé por qué estás tan afligido, hijo mío, ya he sabido por unos jurados prisioneros que fueron anoche a Vitoria, la inmensa desgracia…

— ¡Mi padre!… -exclamó Carlos cubriéndose el rostro con las manos.

— Tu padre, tu excelente padre -dijo Baraona-. D. Fernando Garrote, el gran caballero cristiano de Treviño, el hombre de ideas sólidas, el español puro ha sido asesinado por los traidores… Lo sé, y he llorado al patriota y al amigo. También sé que murió el pobre Respaldiza.

— ¡No esperaba esta desgracia! -murmuró con desaliento Navarro secando sus lágrimas-. Confiaba en Dios; me sentía protegido por la divina mano, y al ver el heroísmo de mi padre, su firme propósito de pelear por la patria y por la Iglesia, creía yo que el Señor no podía abandonarle en manos de los facinerosos.

— ¡Oh! ¿Sabemos acaso sus designios profundos? -dijo con buena entonación Baraona, señalando con su palo el firmamento inundado de luz-. Hijo mío, oye bien lo que te digo, que es la voz de un patriota y de un español puro, sin mancha de afrancesamiento. Además del paraíso que Dios destina a los elegidos, ha de haber otro paraíso mejor para estos mártires de la patria, para estos defensores de los grandes principios, para estos que en primera línea han peleado por la esposa de Jesucristo, para estos a quienes debe la sociedad su fundamento, para tu virtuoso y santo padre, en fin.

— ¡Otro cielo! -murmuró Genara pensativa.

— ¡Has perdido a tu padre! -prosiguió Baraona con efusión estrechando de nuevo al joven entre sus brazos-. En mí tendrás otro desde hoy.

Carlos Navarro se arrojó en los brazos del anciano ocultando en el hombro de este su rostro inundado de llanto.

— Hace tiempo que tu buen padre me habló de un dulce proyecto que me agradaba en extremo, Carlos -dijo el viejo mirando alternativamente a su nieta y al joven guerrillero-. ¿Sabes lo que quiero decir? Tú mismo me has manifestado de una manera indirecta la noble afición que te inclina hacia mi familia. Carlos, hijo mío, que este día de gloria, aunque triste para ti, lo sea también de contento para los tres que aquí estamos.

Genara se puso como una amapola.

Contra lo que Baraona esperaba, Carlos no hizo demostración alguna de contento. Mirando a Genara con tristes ojos, dijo:

— Genara no me quiere.

— ¡Que no! ¡Mal pecado! -gruñó el viejo mirando con asombro a su nieta que callaba-. Genara, recuerda lo que me dijiste la noche en que salimos de la Puebla… Pero, hijos míos, vosotros os entenderéis. No es propio de mis canas intervenir como mediador de galanteos. Carlos, ven con nosotros. Tú tienes cara de no haber comido en tres días; yo y mi nieta no hemos tomado cosa alguna después del chocolate; pero como pensamos pasar aquí gran parte del día, trajimos una no despreciable refacción. Vamos allá… ¿En dónde dejamos el coche, Genarilla? Ya… ahí; hacia aquellos olmos. Ven Carlos; allí nos espera el señor canónigo de la colegiata, D. Blas Arriaga, el capellán de las monjas de Santa Brígida y mi primo el secretario de la Inquisición. Despáchate, si tienes algo que decir a tus amigos, acaba pronto, pero no convides a ninguno, porque nos quedaríamos a media ración… La merienda no es mala; viene alguna carne fiambre y lengua y una pavita. Las monjas añadieron bollos y limoncillos, y el canónigo trajo lo mejor de su bodega… Pues parece que no y tengo hambre. Este aire del campo, el regocijo de este día… En marcha, en marcha, pues.

Dirigiéronse los tres hacia el lugar donde esperaba el cochecito. En los lugares más apacibles del vasto campo, veíanse algunas meriendas sobre la verde yerba, pues los vitorianos hicieron festivo aquel día, tomando la visita al campo de batalla como una especie de romería, en la cual no podían faltar ni el buen vino, ni las buenas tajadas, ni la noble expansión éuskara.

Genara y Carlitos marchaban silenciosos, pero por los tres hablaba D. Miguel de Baraona, siendo tal su alborozo, que desde lejos empezó a agitar el palo, llamando con su cascada voz a los tres personajes que antes mencionara y que vagaban por aquellos contornos. Antes de que todos los comensales se reunieran, pasaron Baraona y la nieta por el mismo paraje donde poco antes infundieran a ésta tanto miedo las águilas de los insepultos jurados.

— ¿Otra vez tiemblas? -le dijo el abuelo observando que la muchacha palidecía-. ¡Qué medrosa eres!

— Genara no puede tener miedo a los muertos -afirmó Carlos con aplomo-. Genara es una mujer valerosa.

— ¡Ay, no vayamos por aquí! -exclamó la joven soltando bruscamente el brazo de su abuelo-: he visto, he visto…

— ¿Qué has, visto?

— Ya están dentro del hoyo -dijo Baraona acercándose al grupo de gente que rodeaba la ancha sepultura-, pero falta echar tierra, mucha tierra encima.

Genara, a pesar de su agitación, en vez de huir, acercose resueltamente al hoyo, y allí permaneció fija, inmóvil, con la vista clavada en aquella hondura donde yacían revueltos y en extrañas posturas los cuerpos arrojados dentro. Observolos a todos y a cada uno con atención profunda: ni lloraron sus ojos, ni perdió su semblante aquel grave ceño estatuario que la asemejaba en tal escena a una diosa antigua recibiendo la ofrenda de sangre humana vertida en aras de su orgullo.

— Abuelo, ya ves cómo no tengo miedo a los muertos -dijo al fin-: ¿y tú?

— Ven, ven acá, tonta, tontísima -gritó el abuelo.

Los que contemplaban el fúnebre espectáculo se descubrieron, y empezó a caer tierra dentro.

— Dios manda que se rece a los muertos y se perdone a los que nos han ofendido -dijo gravemente Navarro descubriéndose también al pasar junto al hoyo y mirando los fúnebres despojos que dentro había-; pero no puedo mirar sin encono vuestro uniforme. Si tuvisteis parte en la muerte del mejor de los padres, ¡malditos! que Dios os condene eternamente, y sean vuestros tormentos superiores a todo lo que puede idear la imaginación más exaltada.

Dicha esta imprecación, que denotaba las violentas pasiones del alma de Carlos Garrote, hizo la señal de la cruz y se unió a Baraona que ya estaba algo distante, junto a su nieta. Cuando llegaron bajo los olmos, ya el canónigo de la colegiata, el capellán de las monjas y el secretario de la Inquisición revolvían la cesta de los fiambres.

Episodios nacionales: Segunda serie

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