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Capítulo XXVI
ОглавлениеAquella a quien oímos primero junto a la empalizada de una huerta de la Puebla de Arganzón, y acabamos de ver y oír ahora mismo al borde de una sepultura, era una muchachuela bonita, de apariencia delicada y casi infantil. Recordaba normalmente su fisonomía la de aquellas vírgenes a quienes figuran los pintores tocando el laúd y a veces el violín en los místicos conciertos del cielo, entre aperladas nubes que hacen resaltar el oro de sus cabellos y la beatífica seriedad de sus labios sin sonrisa, pues el arrobamiento y el canto las ponen graves como doctores. Genarita o Generosa, a pesar de su belleza original, tenía en ocasiones un ceño bastante sombrío y un modo de mirar que no indicaba la diafanidad, o mejor, el perfecto equilibrio de espíritu de un ángel celeste. Era solemnemente meditabunda, y aunque su semblante era de esos que en otros caracteres y en la misma edad están siempre mirando a todos lados, aunque no vean más que el vuelo de las moscas, ella parecía estar dispuesta a no ocuparse nunca de cosas pequeñas. Las moscas que ella miraba, no las veían los demás.
La fisonomía engaña casi siempre, y bajo aquel semblante que recordaba a la espigadora Ruth o a la organista Cecilia, se escondía una culebrita graciosa que halagaba enroscándose, un carácter vehemente que a la edad de diez y siete años vivía atormentándose a sí mismo con aspiraciones locas, con entusiasmos delirantes, con deseos no bien definidos o que variaban a cada hora. El reptil se mordía a sí propio, por no haber encontrado todavía en quien cebarse, y con la cola se azotaba la cabeza. Impresionable hasta un extremo casi inverosímil, lo que a otras entristecía, a ella la ponía furiosa, lo que a otras daba alegría, infundía en aquesta una fiebre de júbilo, que necesitaba un pesar para calmarse. Sus sentimientos siempre en lucha, se manifestaban de improviso y de una manera torrencial y borrascosa. Cualquier accidente externo, impresionándola como impresiona el rayo, podía hacerlos cambiar en un instante.
Sus ideas eran, sin embargo, exclusivas y fijas, ideas asimismo oscuras y extravagantes sobre la vida y la sociedad, pero arraigadas con tenacidad extraordinaria. Tenía la terquedad de su abuelo, hombre de granito, una especie de montaña humana, formada con los seculares yacimientos del ideal de la autoridad, y que no podía henderse ni desmoronarse, ni dejar de ser montaña. Carecía Generosa de la fácil ternura que parece propia de una complexión delicada, y cuando este dulce sentimiento aparecía en ella, era enteramente superficial y simulado. Finalmente, no le faltaban dotes de inteligencia, siempre que no se tocase a las preocupaciones o a las ideas que en su consistencia geológica eran base de la familia.
Todo esto lo vemos más adelante, porque esta hermosa bestiecita, esta mujer linda y profunda, este hermoso vaso lleno de tempestades, y que conteniendo el Océano parece una redoma de peces, ocupará lugar muy importante en las historias que van a leerse, y a las cuales sirve de prefacio la siguiente.
Sentados todos, y tendido el mantel, la cesta dio de sí todo lo que tenía, y empezó la comida.
— Es preciso sobreponerse a la tristeza que esos desagradables sucesos hayan podido ocasionar a alguno de los presentes -dijo el viejo Baraona, descuartizando la pava, mientras el capellán de las monjas de Santa Brígida aplicaba su nariz a la boca de las botellas para ver si era justa la fama de las bodegas del señor canónigo.
— Basta de melancolías, Carlitos -indicó el secretario de la Inquisición-. A lo hecho, pecho, y cuando las cosas no tienen remedio…
— Dejadle que se desahogue y llore la muerte del más insigne caballero de este país -ordenó con énfasis Baraona, partiendo en lonjas la lengua de vaca, sin dar ni por un momento reposo a la suya-, de aquel modelo de patricios, de aquel hombre cuyos sanos principios en todo lo relativo al gobierno de estos reinos, eran admiración y enseñanza de cuantos le oían.
— Grande y ejemplar varón ha perdido España, no puede dudarse -añadió, elevando los ojos al cielo, el capellán de Santa Brígida, tranquilizado ya respecto a los títulos de celebridad de las bodegas de su amigo-. Le lloraremos toda la vida los que conocimos su caballerosidad y aquella noble entereza de principios.
— Su muerte -dijo Baraona llenando los platos de los demás-debe quedar en la memoria de los buenos hijos de España como un recuerdo santo. Ha sido el mártir de esta gloriosa fe del patriotismo cristiano, del patriotismo cristiano, señores, entiéndase bien. Siempre habrá distancia inconmensurable entre lo que yo llamo el patriotismo cristiano y esa gárrula palabrería de los que se llaman patriotas en Cádiz y en Madrid.
— Los que nos llaman serviles, Sr. D. Miguel -indicó el capellán.
— Tan infame mote -afirmó Baraona frunciendo el ceño y apretando el puño-será escrito con sangre en la frente de los que lo inventaron. ¿No es verdad, Carlitos?
Carlos, profundamente abstraído, ni comía ni contestaba sino con ligeras inclinaciones de cabeza.
— ¿Saben cómo les llamo yo? -dijo Baraona con violenta cólera y dando fuerte golpe en la tierra con la botella que en su mano tenía-. ¡Pues les llamo negros!
— ¿Negros? -dijo Genara con súbito arranque de jovialidad que contrastaba con su anterior tristeza-. Pues sea: beba Vd. señor capellán, beba Vd. señor canónigo, y Vd. señor secretario.
Y tomando la botella de manos de su abuelo, a todos repartió porción bastante a humedecer los secos paladares.
— ¿Y Vd. no bebe, Generosita?
— ¿Yo?… Una miaja… menos, mucho menos, señor capellán, con medio dedo me basta -repuso la muchacha levantando el vaso para impedir que el capellán lo llenase todo como quería.
— Y aún me parece mucho -indicó Baraona-. A ver, Carlos, tu vaso.
— Ahora -dijo la doncella con animado semblante-alcen Vds. los vasos y beban a la salud de toda la gente blanca.
Tan entusiástica proposición, dicha con arrebatadora voz, con gran viveza en los ojos, con una sonrisa celestial que descubrió los blancos dientecitos de la víbora entre el coral de sus frescos labios, y acompañada de un gracioso gesto con brazo y mano derechos, produjo mágico efecto entre los comensales. Gritaron todos, y una aclamación recorrió aquellos campos de tristeza.
— Las mujeres -dijo Baraona-tienen el don de expresar las ideas con gracia incomparable y en forma que las hace inteligibles a todo el mundo. A la salud de toda la gente blanca, a la salud de la patria libre de franceses y de ideas francesas, de la religión de nuestros padres, de nuestras santas y morigeradas costumbres, de nuestra inmutable y siempre gloriosa España, que desafía a los siglos y sobre la cual pasan y pasarán los negros innovadores, como hojas de otoño que se lleva el viento.
— Amén -murmuró el capellán.
— El pobre Carlitos no come -dijo el canónigo-. No debe uno dejarse dominar por el dolor. Hay que hacer un esfuerzo… no debe ser desatendido el cuerpo. Aquí donde me ven, aunque parece que tengo apetito no es verdad, y necesito vencerme y luchar conmigo mismo para pasar cada bocado… Me ha ordenado el doctor que coma, y aunque es para mí un suplicio, lo acepto, porque Dios manda que se conserve la salud del cuerpo.
— Vamos, otro esfuercito -dijo el capellán de monjas, poniendo un pedazo de pechuga en el plato, ya dos veces vacío del inapetente canónigo.
— Carlos, hay que ser juicioso -indicó Baraona-. Genara, te encargo que no dejes morir de hambre a nuestro heroico guerrillero.
Genara empezó a poner en práctica el encargo, y Carlos dejábase seducir poco a poco.
— Yo me hago cargo de su tristeza -dijo el secretario de la Inquisición, a quien los médicos no habían recomendado que hiciese esfuerzos para comer-. El recuerdo del noble mártir que ha subido al cielo…
— ¡Oh, sí! -exclamó Baraona, acudiendo en auxilio del capellán de monjas, que se había quedado ya sin pechuga y sin lengua-. La imagen funesta no se apartará de su mente en mucho tiempo, y más vale que sea así, señores, para que no pierda los bríos ni el indomable furor de venganza que le impulsa a combatir…
— ¡Es verdad!
— La muerte de nuestro valiente y caballeroso amigo -continuó el anciano-, me ha inspirado una idea que voy a comunicar a Vds.
A excepción del capellán de monjas que hacía estudios anatómicos en el esqueleto de la pava, todos los presentes dieron reposo a los dientes, para escuchar al respetable patriarca de las montañas alavesas.
— En lo sucesivo, señores -dijo este con grave y profético tono-, y atendidos los síntomas de discordia civil que presenta España por el insolente jacobinismo de los negros, los buenos españoles debemos adorar fervorosamente dos cruces.
— ¡Dos cruces! -exclamó Genara.
— ¡Dos cruces, sí! La cruz religiosa, aquella en que Dios se dignó morir para redimirnos del pecado; aquella que desde niños adoramos; aquella que nos hicieron besar nuestras madres en la cuna, y además esta otra cruz del sentimiento patrio en la cual ha muerto nuestro buen amigo, el incomparable, el santo entre los santos guerreros, D. Fernando Garrote, acompañado del buen cura de la Puebla. Esta cruz que como instrumento de ignominia han alzado los franceses, los renegados y los traidores, será para nosotros como la otra, lábaro sagrado que llevará a la juventud a la gloria. Murió D. Fernando en ella: clavole un clavo la traición, otro la deslealtad, otro la herejía. Expiró en ella coronado con las espinas del democratismo, y pusiéronle el Inri de las ideas jacobinas, que después de todo son las ideas que han traído aquí el escándalo, y las que aceptaron los afrancesados, y quieren imponernos los llamados liberales… Señores, donde hay mártires, hay religión; desde que hay cruz, hay fe. Adoremos esa cruz, llevémosla en nuestro corazón juntamente con la otra, de la cual es como un reflejo; adorémoslas a las dos, pues las dos deben ser nuestro norte y nuestra luz. ¡Religión! ¡Patria! -añadió con majestuoso acento, en el cual vibraba la grave armonía de la inspiración-. ¡Sois dos nombres y sin embargo no sois más que una sola idea, una idea inmutable, eterna, fija como el mundo, como Dios, del cual todo se deriva! ¡Religión! ¡Patria!… ¡Sois dos luces espléndidas, cuyo fulgor no puede apagarse, ni tampoco cambiar como las chispas de una fiesta de pólvora! ¡Una y otra fe tenéis dogmas eminentes, que la arrogante ciencia del hombre no puede variar; una y otra fe tenéis la inmutable y permanente condición del pensamiento divino que os ha creado! Sois lo que sois, y no podéis ser otra cosa. En vuestro sagrado catecismo la mano audaz del filósofo no puede hacer la menor variación ni mudar una sola letra. ¡Sois como el firmamento inmenso a donde no puede llegar la mano del hombre para quitar o poner una sola estrella!
— Bendito sea el insigne patriarca que tales cosas piensa y tales maravillas dice -exclamó con efusión de sensibilidad y entusiasmo Carlos Garrote, besando las manos del viejo Baraona-. ¡Esas dos cruces, grabadas están en mi corazón, la una sobre la otra! Me preservaron contra las armas de los traidores y de los vándalos, y me preservarán contra toda clase de enemigos.
El capellán de monjas, no pudiendo contener su entusiasmo, abrazó tiernísimamente a Baraona, y el secretario de la Inquisición abrazó a Garrote. Aquello era una manifestación general de sentimientos patrióticos.
— Carlos -dijo Genara al joven guerrillero cuando la borrasca de los abrazos pasó-, en Vitoria nos dijeron que habías hecho cosas admirables en la batalla de ayer. Cuéntanos algo de eso.
— Sí, que nos cuente sus heroicidades. También he oído hablar de ellas -indicó el canónigo.
— Al instante… ¡fuera modestia! -exclamó Baraona.
Carlos, por tan distintos ruegos apremiado, trató de vencer su amarga tristeza, y cediendo principalmente a las súplicas de Genara, que le cautivaban el alma, empezó a contar varios sucesos del día anterior, dando la preferencia a los que había presenciado, siendo actor en ellos; pero al nombrarse a sí propio, lo hacía con gravedad y modestia, no ensalzando sus propias acciones, sino antes bien rebajándolas para no aparecer vanidoso. En la relación ponía gran arte, para que se revelara su mérito sin dejar de ser modesto, y siéndolo, su persona, aparecía en ellos rodeada de brillante aureola.
Oíanle todos con atención profunda, y Genara con arrobamiento. Fijos sus ojos en el rostro del guerrillero, parecía que anhelaba leer en él sus ideas, antes que fueran expuestas por la palabra. El relato fue muy largo, pero interesante y conmovedor, siendo muy del gusto de todos los allí presentes, que no perdieron ni una sílaba. El único que no se mostró excesivamente interesado por las glorias nacionales, fue el capellán de monjas, que cerrando los ojos con beatífica tranquilidad, se quedó dormido.
Concluida la patética narración, Baraona habló de retirarse a Vitoria; pero los demás fueron de opinión que se durmiera la siesta al amparo de aquella hermosa olmeda, y así lo hicieron los cuatro personajes, quedándose en vela Genara y Carlos. Largo tiempo transcurrió en conversación muy íntima y cordial, en la cual parecía haber confidencias, declaraciones, riñas, arrepentimientos, promesas, y qué sé yo… todos los dulces amargores de un amoroso diálogo. Al fin despertaron los durmientes, siendo el capellán de monjas el más pesado para volver en su acuerdo. Caía la tarde y empezaron a recoger todo; mas aún no se habían levantado, cuando apareció ante ellos una señora de buena presencia, vestida con heterogéneas ropas, de una manera tan singular que más parecía tapada que vestida. Su semblante indicaba zozobra, inanición y reciente llanto. Parecía persona de calidad, y al punto comprendieron Baraona y sus amigos que era una víctima del día anterior.
— Señores -dijo-siendo españoles, no pueden dejar de ser caritativos…
— Así es, en efecto, señora -repuso Baraona.
Y siendo caritativos, ¿tendrán la bondad de darme algo de lo que de su merienda les ha sobrado?… Soy una infeliz víctima del saqueo y rapiña de anoche, a pesar de no ser afrancesada y encontrarme en el convoy por casualidad…
— Ello podrá ser cierto -dijo el secretario de la Inquisición con malicia-pero también podrá no serlo.
— Por casualidad, sí… He sufrido el despojo sin culpa -continuó la afligida dama, llorando-. Soy una persona principal que se ve en la triste necesidad de pedir limosna para vivir. Allí, tras aquellas cajas vacías, con las cuales hemos hecho una especie de barraca, está mi esposo, alcalde de la ciudad de Bailén, cuando la batalla, y mi amadísimo hermano, seminarista hasta hace poco, y después guerrillero en las guerrillas del Fraile, hasta que una enfermedad le obligó a dirigirse a Francia…
— ¡Oh, señora! -dijo el canónigo-, no es preciso que Vd. nos cuente la historia completa de sus parientes. Persona principal y decente parece Vd. Deploramos la casualidad que la ha hecho tan desgracia. Caritativos somos, y no restos de nuestra comida, sino algo entero que debe de quedar en la cesta le daremos… Genarita, lléveselo Vd.
La dolorida sin poder contener sus lágrimas no cesaba de repetir:
— Gracias, gracias, generoso señor.
— Ya podía esta señora vestirse de otra manera -dijo sonriendo el capellán al oído del canónigo-. ¿No es verdad que tal traje no es propio para ponerse delante de eclesiásticos?
Genara se levantó para dar a la desconocida cuanto quedaba en la cesta.
— Hija, ve con ella y mira si tienen necesidad de algo de ropa -dijo Baraona-. Juraría que esa señora ha dicho verdad, y que no es afrancesada, sino una rancia española… Carlos, acompaña a mi hija.