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ОглавлениеEl equipo forense se había marchado en la furgoneta, dejando una estela de humo de tubo de escape en la puerta principal. Strafford fue al pie de las escaleras y se inclinó con las manos en las rodillas para inspeccionar la alfombra; sí, había manchas de color rosa que subían. Eran muy tenues; el ama de llaves había hecho lo que había podido, pero, como él mismo se dijo, la sangre es más espesa que el jabón y el agua. Sonrió. «Más espesa que el jabón y el agua». Le gustaba.
Subió las escaleras, dando palmaditas en el pasamanos. Intentó imaginar al cura bajando a trompicones las escaleras con la sangre brotando de la arteria seccionada del cuello. A no ser que hubiese visto o al menos oído a su atacante, debió de quedarse perplejo: ¿quién se atrevería a matar a un cura? Y no obstante alguien se había atrevido.
Al atravesar el descansillo llegó al pasaje corto y estrecho que llevaba al otro pasillo y a las habitaciones. También ahí había restos de una mancha de sangre en la moqueta. Esta era grande y circular; así que era donde le habían apuñalado. Lo habían hecho por detrás, sin duda, pues era un hombretón y se habría defendido de un atacante que hubiese ido hacia él blandiendo un cuchillo.
¿Significaba eso que había sido alguien que estaba en una de las habitaciones esperando a que pasara? ¿O había otra forma de llegar hasta allí, otra entrada desde el exterior? Esas casas antiguas siempre eran desconcertantes, por las muchas reformas que se hubieran ido haciendo poco a poco a lo largo de los años.
Siguió andando, y sí, había un ventanal y una antigua salida de incendios, oxidada en algunos sitios hasta formar una filigrana delicada como el encaje. Examinó el pestillo: no lo habían forzado; de hecho, supuso por su aspecto que la ventana no se había abierto desde hacía años.
Oyó voces que salían de una puerta que tenía a su espalda. Entró en la habitación y encontró a Jenkins y al coronel Osborne de pie al lado de una cama deshecha. La habitación era pequeña, la cama grande y el colchón tenía un hueco en el centro; los únicos muebles eran unos cajones y una silla con el asiento de mimbre. La sotana del cura colgaba detrás de la puerta, como el pellejo de un animal grande y sin pelo.
—¿Ha encontrado alguna cosa? —preguntó Strafford.
Jenkins negó con la cabeza.
—Se levantó por la noche, Harry Hall dice que la hora de la muerte debió de ser entre las tres y las cuatro de la madrugada, se vistió, incluso se puso el alzacuellos, salió del cuarto y ya no volvió.
—¿Por qué se pondría el alzacuellos si solo iba al baño?
—El baño está en la otra dirección, al final del pasillo —dijo el coronel Osborne señalando con el pulgar.
—Entonces ¿qué cree que estaba haciendo? —preguntó Strafford.
—No sé —replicó Osborne—. Puede que fuese a por otro trago de Bushmills. Le serví un último vaso para que se lo llevara a la habitación al acostarse.
Strafford miró a su alrededor.
—¿Dónde está?
—No lo he visto —dijo Jenkins—. Se lo llevaría, si iba a servirse otro trago, y tal vez se le cayó cuando le atacaron.
Strafford aún no se había quitado la gabardina y seguía sosteniendo el sombrero con la mano izquierda. Miró una vez más la habitación pequeña y sin espacio, y salió.
En el rellano, el coronel Osborne se le acercó furtivamente y le habló con la boca ladeada.
—¿Quiere quedarse a comer? —murmuró—. La señora Duffy va a volver de casa de su hermana. Ella nos preparará algo.
Strafford miró a Jenkins, que en ese momento salía del dormitorio a su espalda.
—¿Incluye eso a mi colega?
Osborne pareció incómodo.
—Bueno, había pensado que su hombre podría arreglárselas por su cuenta. Bajando por la carretera está la Gavilla. Tengo entendido que no está mal. Bocadillos, sopa, hasta puede que tengan un plato de estofado.
—¿La Gavilla de Cebada? Ahí es donde me alojaré esta noche.
—¡Oh, pero podríamos haberle ofrecido una cama!
Strafford le dedicó una sonrisa insulsa.
—¿Quiere decir dos camas: una para mí y otra para el oficial Jenkins?
El de más edad suspiró irritado.
—Como quiera —cedió lacónico—. Diga al señor Reck, es el dueño de la Gavilla, que va de nuestra parte. Le tratará bien. Pero comerá con nosotros, ¿verdad? Digo ustedes dos.
—Gracias —respondió Strafford—. Muy amable.
Otra vez salió al pasaje oscuro entre los dos pasillos donde habían acuchillado al cura. Strafford se detuvo y escudriñó la oscuridad.
—Tenemos que encontrar el vaso de whisky —dijo—. Si se le cayó tiene que estar aquí en alguna parte. —Se volvió hacia el oficial Jenkins—. Ponga a esos inútiles que tiene montando guardia en la puerta a buscarlo, así no se dormirán. El vaso probablemente habrá rodado debajo de algo.
—Muy bien.
Strafford alzó la vista.
—¿Suele haber una bombilla ahí? —preguntó, señalando hacia el casquillo vacío, metido en una pantalla apenas mayor que una taza de té de un material que podría haber sido piel humana, tensa, seca y traslúcida.
El coronel Osborne examinó el casquillo.
—Debería haber una bombilla, sí, claro. No me había dado cuenta de que no la hubiese.
—Entonces ¿alguien la ha quitado? —preguntó Strafford.
—Supongo que sí, puesto que no está en su sitio.
Strafford se volvió hacia el oficial Jenkins.
—Dígale a esos dos que busquen el vaso y una bombilla. —Miró de nuevo el casquillo vacío y se llevó la mano a la barbilla—. Así que fue planeado —murmuró.
—¿Cómo? —preguntó Osborne.
Strafford se volvió hacia él.
—El asesinato fue premeditado. Eso debería facilitar un poco las cosas.
—¿Ah, sí? —Osborne parecía confundido.
—Alguien que actúa por impulso puede tener suerte. Golpea sin pensar y después todo parece natural porque lo es. Pero un plan siempre tiene algún error. Siempre hay un fallo. Nuestra labor es dar con él.
Se oyó ruido abajo, gritos y los ladridos de un perro. Una corriente de aire frío ascendió por la escalera, luego se oyó la puerta principal al cerrarse de un portazo.
—¡Sujétalo, por Dios! —gritó enfadado alguien—. A la señora Duffy le dará un ataque si pone las patas llenas de barro en las alfombras.
Strafford y los otros dos se asomaron por encima del pasamanos y miraron abajo hacia el vestíbulo. El mozo de cuadra, Fonsey, se encontraba allí con su mata de pelo rojo y la chaqueta de cuero. Tiraba con violencia de la correa, e intentaba controlar a un perro labrador negro muy grande y mojado. En la puerta, quitándose un par de guantes de cuero, había un joven con un abrigo de cuadros y, en la mano, un sombrero con una pluma en la cinta. Sus botas de goma estaban embarradas y con pegotes de nieve fundida. Apoyado en la mesa del vestíbulo había un largo cayado de pastor. Se quitó el sombrero y lo sacudió con fuerza.
—Mi hijo —le dijo Osborne al inspector Strafford, y luego gritó—: ¡Dominic, está aquí la policía!
El joven alzó la vista.
—¡Ah, hola! —exclamó.
Al ver al coronel, Fonsey soltó al perro, dio media vuelta, corrió apresuradamente a la puerta principal y desapareció. El perro perdió de pronto el interés por estar nervioso, extendió las cuatro patas y se sacudió salpicándolo todo de agua de nieve.
El coronel Osborne descendió el primero por la escalera.
—Dominic —dijo—, este es el inspector Strafford, y... y su ayudante.
—Jenkins —gruñó el oficial, espaciando las sílabas—. O-ficial Jen-kins.
—Sí, eso, lo siento —se disculpó el coronel ruborizándose un poco—. Jenkins.
Dominic Osborne tenía una belleza clásica, con la mandíbula larga y recta, una boca de aspecto ligeramente cruel y los azules ojos de pedernal de su padre. Primero miró a un detective y luego y al otro, y le tembló la comisura del labio, como si hubiese visto algo gracioso.
—El largo brazo de la ley —dijo con superioridad y sarcasmo—. ¿Quién lo iba a decir, aquí en Ballyglass House?
Strafford estudió al joven con interés; no era tan frío como quería dar a entender y su sarcasmo era forzado.
El perro olisqueó los zapatos de Strafford.
—Vamos —les indicó el coronel a los dos detectives, frotándose las manos—. Veamos si está lista la comida.
Strafford se agachó y rascó al perro detrás de la oreja; el animal movió la cola y sacó la lengua en una sonrisa amistosa; a Strafford siempre le habían gustado los perros.
Desde el principio había notado algo raro en este caso, en un sentido que no había visto antes; la sensación le había inquietado desde que llegó y de pronto reparó en qué se trataba. No había nadie llorando.