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El coronel Osborne había hecho pasar a los policías de la cocina al pasillo, y se hallaban al pie de la escalera —Strafford admiró para sus adentros la elegante curva del pasamanos—, cuando, en ese instante, Harry Hall salió de la biblioteca arrastrando los pies y encendió un cigarrillo cubriéndose con la mano.

—¿Tiene un momento? —le preguntó a Strafford.

El inspector miró la corpulenta figura que tenía delante e intentó no mostrar su antipatía. No era que tuviese mucha importancia: hacía mucho que los dos habían dejado claro su mutuo desagrado, aunque habían llegado al acuerdo tácito de no dejar que eso interfiriese con su trabajo: a ninguno de los dos le importaba tanto el otro como para pelearse.

El coronel Osborne y el oficial Jenkins se habían detenido en los primeros escalones y se habían dado la vuelta, esperando.

La tensión entre Strafford y el forense era palpable, el coronel Osborne frunció el ceño y miró a Harry Hall, a Strafford y a Jenkins con interés inquisitivo.

Era curioso —estaba pensando Strafford— cómo, en la escena de un crimen violento, las peleas y las disputas estallaban de forma exagerada y extrema, igual que, cuando se quema un bosque, se producen pequeños incendios en otros sitios cercanos que todavía no parecen amenazados por las llamas.

—Claro —dijo Strafford, mientras se volvía hacia los dos hombres que le esperaban en la escalera—. Jenkins, suba con el coronel Osborne y vaya echándole un vistazo al dormitorio. Subo en un minuto.

Harry Hall volvió a la biblioteca. Hendricks estaba colocando otro rollo de película en la cámara, mientras Willoughby, que se había puesto un par de guantes de goma, se arrodillaba al lado de la puerta e, indiferente, aplicaba unos polvos en el picaporte con una brocha suave de marta cibelina. Harry Hall dio una calada al cigarrillo con gesto preocupado.

—Es raro —dijo en voz baja.

—¿Usted cree? Empezaba a pensar algo por el estilo —respondió Strafford. Harry Hall se limitó a encogerse de hombros. A Strafford siempre le sorprendía que su ironía pasara desapercibida tan a menudo.

—Lo apuñalaron arriba y, de algún modo, se las arregló para llegar aquí —dijo Harry Hall—. Supongo que intentando huir de quien le había apuñalado. Mi suposición es que entró y se cayó, había perdido ya litros de sangre, y que yacía en el suelo cuando le cortaron el aparejo: los cojones, la polla, todo el tinglado. Que, dicho sea de paso, no hemos encontrado. Alguien debe de habérselos quedado de recuerdo. Un corte limpio, a propósito, con un cuchillo afilado como una cuchilla de afeitar, un trabajo de profesional.

Dio otra calada al cigarrillo. Al aspirar hizo un sonido sibilante y se volvió para mirar el cadáver del suelo. Strafford se preguntó distraído cómo alguien, cualquiera, podía haber realizado un número suficiente de castraciones para ganarse el título de profesional.

—Como puede ver —prosiguió Harry Hall—, alguien lo adecentó. Fregaron la sangre del suelo, pero después de que estuviera seca. Menudo trabajito.

—¿Y cuándo debieron de hacer el trabajito?

El hombretón se encogió de hombros; estaba aburrido, no solo con este caso, sino con su trabajo en general; le faltaban siete años para jubilarse.

—A primera hora de esta mañana, lo más probable —dijo—, teniendo en cuenta que la sangre estaba seca. También limpiaron la alfombra de la escalera; todavía se ven las manchas.

Se quedaron un momento en silencio contemplando el cadáver. Hendricks estaba sentado en el brazo de un sillón de respaldo alto con la cámara en el regazo: su misión allí había concluido y estaba descansando un poco antes de subir a hacer más fotografías. De los tres, Hendricks daba la impresión de ser el más despierto, cuando en realidad era el más perezoso de todos.

Willoughby seguía arrodillado al lado de la puerta, todavía aplicando los polvos.Al igual que los otros dos, sabía que la escena del crimen había sido totalmente alterada, y que su trabajo casi seguro sería una pérdida de tiempo; aunque no parecía importarle mucho.

—El ama de llaves —dijo Strafford apartándose el mechón de pelo de los ojos con cuatro dedos rígidos—, ella fue quien hizo la limpieza, o al menos lo intentó.

Harry Hall asintió con la cabeza.

—Siguiendo órdenes del coronel Siniestro, supongo.

—¿Se refiere al coronel Osborne? —preguntó Strafford con una sonrisa imperceptible—. Es probable. Tengo entendido que a los viejos soldados no les gusta ver sangre: les trae demasiados recuerdos o algo por el estilo.

Volvieron a guardar silencio, luego Harry Hall dio un paso hacia el inspector y bajó aún más la voz.

—Oiga, Strafford, esto pinta muy mal. ¿Un cura muerto en una casa llena de protestantes? ¿Qué van a decir los periódicos?

—Probablemente, lo mismo que los vecinos —respondió distraído Strafford.

—¿Los vecinos?

—¿Qué? ¡Ah!, al coronel le preocupa que pueda producirse un escándalo.

Harry Hall resopló.

—Diría que la probabilidad es bastante alta, la verdad —dijo con sequedad.

—¡Oh! Yo no estaría tan seguro —murmuró Strafford.

Se quedaron allí, mientras Harry Hall apuraba el cigarrillo y Strafford se acariciaba pensativo la mandíbula enjuta. Luego fue a donde estaba Willoughby.

—¿Qué hay?

Willoughby se incorporó con movimientos dificultosos haciendo muecas.

—Esta espalda mía —jadeó— me está matando. —Tenía gotas de sudor en la frente y en el labio superior; era casi mediodía, y necesitaba una copa cuanto antes—. Hay huellas, claro —dijo—, cuatro o cinco diferentes, una de ellas ensangrentada, que supongo que podemos asegurar que es del reverendo padre. —Sonrió, levantando el labio por un lado en lo que pareció más una mueca—. Debía de ser un tipo fornido, para llegar aquí desde el rellano.

—Puede que lo trajesen.

Willoughby se encogió de hombros; estaba tan aburrido como los otros dos. Los tres estaban aburridos: aburridos, helados y deseando largarse de ese sitio lúgubre, frío y sanguinolento y volver a su acogedor despacho en Pearse Street. Eran dublineses: estar en el campo les daba escalofríos, al menos a Harry Hall y a Hendricks, pues Willoughby ya los tenía.

—¿Y en el candelabro? —quiso saber Strafford.

—¿Qué?

—¿Ha encontrado huellas en él?

—Aún no lo he comprobado. Lo he mirado por encima... parece que lo han limpiado.

Harry Hall se acercó al tiempo que encendía otro cigarrillo. Fumaba Woodbines, no porque fuesen baratos, sino porque eran fuertes. «No hay nada mejor para arrancar las flemas», decía, y tosía con fruición para demostrarlo.

—Bueno —dijo—, ¿cómo vamos a manejarlo?

—¿Manejarlo?

—Ya sabe a qué me refiero. Esto va a traer muchos problemas, más de uno podría quemarse los dedos.

Strafford miró las manchas de nicotina en las manos rollizas de aquel hombretón.

—¿Ha llamado alguien a una ambulancia? —preguntó.

—Hay una del hospital general de Wexford de camino —respondió Harry Hall—. Aunque a saber cuándo llegará con este tiempo.

—No es más que nieve, por Dios —dijo Strafford con un destello de irritación—. ¿Por qué tiene que repetir todo el mundo lo mismo?

Harry Hall y Willoughby cruzaron una mirada; hasta el menor estallido de Strafford se consideraba una prueba de su frialdad aristocrática y de su desprecio por quienes lo rodeaban; sabía que lo llamaban lord Estirado por un personaje de un tebeo del colegio. Y no le habría importado de no ser porque su reputación de ricachón dificultaba aún más su trabajo.

—En cualquier caso —dijo Harry Hall—, ya hemos terminado.

—Sí —respondió Strafford—. Gracias, sé que no podían hacer mucho dadas las...

—Hemos hecho todo lo posible —le interrumpió Harry Hall entornando los ojos—. Espero que lo refleje en su informe.

Strafford suspiró; estaba harto de esos Tres Chiflados y tenía tantas ganas de perderlos de vista como ellos de marcharse. Harry Hall se alejó y empezó a ayudar a los otros dos a recoger el equipo; los tres tenían una sufrida expresión de agravio. El inspector fue hacia la puerta, se detuvo al llegar y se volvió hacia Harry Hall.

—¿Han advertido al doctor Quirke de que hay un cadáver de camino?

Hacía poco que habían nombrado al doctor Quirke patólogo del Estado.

Harry Hall volvió a mirar a Willoughby y sonrió.

—No está —dijo.

—¡Ah! ¿Adónde ha ido?

—¡De luna de miel! —exclamó Hendricks—. ¡Yuju!

Y disparó el flash, para celebrarlo.

Pecado

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