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ОглавлениеEntraron en tropel en el salón del desayuno. Todo estaba patas arriba no solo por el hecho de ser ellas quienes eran, sino también por la razón más prosaica de que habían llegado antes de lo esperado. Nadie parecía saber cómo comportarse, dada la sensación generalizada de agitación y contingencia creada por la llegada de la realeza; nadie, claro, excepto la real pareja, que parecía totalmente serena, a pesar del leve olor a vómito que despedía aún una de las niñas.
Sir William echó una mirada anhelante hacia la fila de botellas del aparador que había al lado de la chimenea: alineadas por tamaños, y desempolvadas una vez a la semana por la propia señora O’Hanlon. Probablemente fuese demasiado pronto para ofrecerles un jerez, y además no estaba muy seguro de a quién podía ofrecérselo. A Lascelles sí, pero ¿y al subinspector y a la institutriz, o lo que quiera que fuese, de las niñas?
Suspiró. No había podido declinar la oferta de dar cobijo a las princesas —era primo de su abuela, la reina anterior—, pero iba a ser muy delicado tenerlas allí. En realidad, la casa no estaba preparada para alojar a unas niñas. Lady Pamela, su mujer, había muerto veinte años atrás, sin descendencia, y, cuando lo dejó, él volvió a sumirse en un estado de soltería más o menos complacido.
La señora O’Hanlon apareció y se detuvo en el umbral, con las manos entrelazadas en el regazo. Había expresado ya algunas quejas no muy sutiles sobre la carga que supondría la presencia de las crías en su tiempo y sus energías. Si no hubiesen sido quienes eran, probablemente habría ideado algún modo de impedir su llegada. Aunque saber que era la única persona en la casa, aparte del duque, a quien se había informado de manera oficial de la verdadera identidad de sus jóvenes invitadas la había ablandado un poco.
El duque se volvió hacia las niñas, con otro sorprendente destello de dientes amarillentos.
—Supongo que querréis ver vuestra habitación —dijo, haciendo un esfuerzo por mostrarse cordial—. Señora O’Hanlon, ¿quiere acompañar a las niñas a su cuarto?
—¿Antes o después de pedir el té? —preguntó con marcado sarcasmo.
—¿El té? —dijo vagamente el duque, y luego hizo un gesto de impaciencia—. Sí, sí, llévelas primero a su habitación, tendrán que deshacer el equipaje y demás.
El ama de llaves se apartó, y las niñas pasaron a su lado para salir. Con el abrigo, el sombrero y los guantes parecían versiones reducidas a escala perfecta de dos mujeres adultas, muy atildadas y seguras de sí mismas.
Celia Nashe las siguió —por la mirada gélida del ama de llaves comprendió que la imponente y formidable mujer se había puesto en su contra—, y el duque, siempre contento de librarse de la presencia de las mujeres, se frotó las manos con un gesto vigoroso, como si se las estuviese lavando, y fue a por las botellas. Le daba igual lo pronto que fuese, él iba a tomar un trago de alguna cosa.
Se sorprendió cuando Dick Lascelles —que era evidente que necesitaba algo más fuerte— rechazó el jerez, y le preguntó si en vez de eso podía tomar un whisky. El inspector declinó el ofrecimiento con mucha educación.
—Siéntense, siéntense —les dijo sir William a los dos, mientras se entretenía con las copas y las botellas.
No había querido dar un sentido universal a su invitación, pero al darse la vuelta vio que no solo Lascelles sino también el subinspector le había tomado la palabra. El primero se había repantingado en un sillón al lado de la chimenea, como si llevase allí toda la vida, y el segundo se había sentado en un sofá delante de la ventana. Como veterano del ejército, el duque no estaba del todo seguro de que el policía, que, aunque fuese civil, sin duda debía ser considerado «de rango inferior», tuviera derecho a ponerse cómodo con tanta familiaridad. No obstante, lo pasó por alto; en esos tiempos tan revueltos había que pasar por alto muchas normas.
Le dio el whisky a Lascelles, y con una modesta copa de jerez para él se levantó y se plantó delante de la chimenea, de espaldas al fuego, o más bien al humo, pues la turba estaba húmeda y solo ardía con un resplandor hosco.
—En Inglaterra se están llevando una paliza espantosa —dijo, dirigiéndose a Lascelles—. ¿Cree que la gente aguantará?
Lascelles había dado un sorbo a su bebida y estaba alzando la copa ante sus ojos y contemplando el licor, denso y pardo como la turba, con un gesto de profunda apreciación. Al menos, se dijo, no era una casa de abstemios, como se había temido, por más que estuviesen en Irlanda; ni con los protestantes ni con los terratenientes rurales, que casi siempre eran una y la misma cosa, se podía estar seguro de cuáles serían las costumbres. Él prefería ocultarlo, pero por parte materna descendía de unos presbiterianos escoceses, así que sabía lo que decía. Aún tenía parientes allí a los que de vez en cuando se veía obligado a visitar. Un par de años antes había pasado unas navidades en una mansión de granito cerca de Auchendinny en Midlothian, cuyos horrores quedarían grabados para siempre en su memoria.
—¿Que si aguantará? —Se encogió de hombros—. Todo es cuestión de moral. Winnie insiste mucho en lo de la moral, ya sabe. En este momento, es la palabra clave.
—¿Winnie? —preguntó bruscamente el duque.
—El señor Churchill.
—¡Oh!, ¿así lo llaman?
Sabía muy bien que sí, pero desaprobaba un poco el desenfado con que Lascelles se había referido al primer ministro. Estaba claro que a esos jóvenes les faltaba respeto por la autoridad. La guerra tenía el deplorable efecto de relajar las normas sociales. Dedicó un torvo recuerdo al joven McLaverty y a su descuidada y chapucera forma de trabajar. En esa ocasión, Irlanda ni siquiera era uno de los combatientes, a diferencia de la vez anterior, pero, si se paraba a pensarlo, los principios estaban en decadencia igual que al otro lado del mar o tal vez incluso más. En los viejos tiempos era distinto. De hecho, nada había sido igual desde 1922, cuando el país, o veintiséis condados de los treinta y dos, había ganado, supuestamente, su supuesta independencia.
—Somos parientes —dijo Lascelles.
El duque, desconcertado por un instante, lo miró por debajo de las canosas cejas.
—¿Eh?
—Los Churchill y mi familia. Una especie de primos lejanos, de la época del primer duque de Marlborough.
—Entiendo. —Sir William carraspeó. Dudó de si aludir a sus vínculos familiares, aún más elevados: su prima, la reina María de Teck, se había alojado una vez en la mansión; pero prefirió no hacerlo; era mejor no parecer competitivo en esos asuntos. Además, supuso que el tal Lascelles ya debía de saberlo; diría muy poco de él y de la embajada si no hubiesen investigado esas cosas. Pero, si lo sabía, podía demostrar un poco más de deferencia. Era el típico tipo moderno y engreído—. Bueno, si alguien puede salvar la situación, ese es el señor Churchill —dijo el duque en tono concluyente.
Su copa estaba vacía —se había servido muy poco— y también, reparó, lo estaba el vaso de Lascelles. ¿Debería ofrecerle otro? No quería dar la impresión de que en la casa se pasaban el día bebiendo. En fin, correría el riesgo.
Cogió el vaso de Lascelles y volvió al aparador.
—¿Cuál es la impresión en la embajada? —preguntó—. ¿Cuánto tiempo costará quitarle la alfombra de debajo de los pies a ese tal Hitler?
Lascelles cogió el vaso lleno de whisky y le dio las gracias con un murmullo.
—No estoy seguro de que vaya a ser tan fácil. Si los alemanes cruzan el Canal, en fin... —Saboreó la bebida con placer—. Dicen —prosiguió— que hay un avión siempre dispuesto para llevar al primer ministro y a sus ministros más importantes a Canadá en caso de invasión.
El duque volvió a su sitio delante del fuego.
—Así hablan los derrotistas —dijo con tanta brusquedad que le aletearon los labios—. La última vez les dimos una buena.
—Me temo que esta vez es muy diferente. —Lascelles se volvió hacia Strafford, que estaba sentado con los dedos en punta debajo de la barbilla escuchando la conversación solo con relativo interés. De hecho, se arrepentía de haber rechazado la oferta de una copa; no porque necesitase el alcohol, sino porque se habría sentido más cómodo con un vaso en la mano: en presencia de los demás, siempre le resultaba difícil saber qué hacer con las manos; teníamos demasiadas extremidades, o eso le parecía a él.
—Quisiera saber, amigo —dijo Lascelles—, si podría disculparnos un minuto o dos. El duque y yo tenemos unos asuntos que hablar.
—Por supuesto —dijo Strafford, se levantó, cruzó la sala, salió y cerró la puerta sin ruido a su espalda.
—Qué tipo tan peculiar —dijo sombrío el duque—. Casi se me había olvidado de que estaba ahí.
—Tengo entendido que es uno de los suyos.
—¿Eh? ¡Ah!, sí... Iglesia de Irlanda, diría yo. ¿Qué hace en la Garda?
Lascelles no respondió, excepto para mostrar su temible dentadura; tenía un no sé qué de quien lleva en África mucho tiempo, un cazador de caza mayor o algo por el estilo. El duque no estaba seguro de que le gustara. ¿Qué clase de diplomáticos tenían en esos tiempos?
Por lo que podía ver, casi todo se estaba yendo al garete. Era difícil creer que en la última guerra las cosas hubieran ido tan mal. Había combatido en Passchendaele, donde lo licenciaron con un pulmón dañado por los gases y una esquirla de metralla en la rodilla izquierda, y cuando volvió a casa todo parecía seguir como antes de ir a la guerra. Los muchachos que habían muerto en esa batalla —¡tantos!— apenas reconocerían el mundo hoy, el mundo por el que creían haber luchado.
Lascelles encendió un cigarrillo y sacó del bolsillo de la pechera un pequeño libro de notas encuadernado en cuero y un portaminas de plata.
—En fin —dijo en un tono súbitamente enérgico y prosaico—, hablemos de las condiciones.
El duque volvió a toser, y se mostró claramente cohibido. La palabra «condiciones» le pareció demasiado grosera y mercantil, ¡como si estuviesen regateando!
—Habrá gastos, sí —concedió con hosquedad—. Es inevitable.
—¿Bisagras y cosas por el estilo? —dijo en tono bromista y sin sonreír.
Un rubor de resentimiento oscureció el ceño del anciano.
—No estamos preparados para alojar invitados mucho tiempo —le espetó—. Tendrían que haberlo previsto. Estas niñas... —Se encogió de hombros y se entretuvo bebiendo un sorbo de jerez. Al cabo de un momento volvió a hablar, esta vez con más templanza—: Lo siento, pero no tenemos lujos. Sus altezas tendrán que conformarse con lo que hay. Recuerde que no estamos en los condados de los alrededores de Londres..., esto es Irlanda.
Lascelles golpeó el cigarrillo contra el borde del cenicero.
—No debe, nadie en la casa debe, referirse a las niñas de ese modo —dijo con severidad—. No son sus altezas..., olvide que pertenecen a la realeza. Supongo, dicho sea de paso, que los criados no están al tanto del secreto.
—Bueno, si lo dice por eso, a nadie se le ha revelado la verdadera identidad de nuestras invitadas —respondió cauto sir William. ¿Quién podía decir lo que sabrían o dejarían de saber los criados?—. Tuve que decírselo a la señora O’Hanlon, claro, pero estoy seguro de que podemos contar con su discreción.
—Necesitaremos un poco más que discreción —dijo Lascelles.
—¡Oh, seguro que guardará el secreto —dijo el duque. Soltó una risa—. Se considera un escalón por encima de los demás criados. —Además, pensó, daba igual, la verdad se sabría antes o después.
Lascelles no le estaba escuchando. Miró fijamente la chimenea y negó con la cabeza.
—Este puñetero país lo dirigen bárbaros que creen que la guerra de Independencia aún no ha terminado. No es seguro.
—Entonces, ¿por qué traer aquí a las niñas? —lo interrumpió el duque. Estuvo a punto de reírse. Pues claro que no era seguro..., ¿cómo podía nadie haber pensado que lo sería?
Lascelles frunció el ceño con una mezcla de irritación y fastidio, y soltó una bocanada del cigarrillo.
—Yo me opuse. Pero el gobierno fue inflexible, igual, para mí sorpresa, que palacio. Si querían un sitio neutral, ¿por qué no Suecia o incluso Suiza? Tienen parientes en todos los reinos y principados de Europa. Pero no, tenía que ser aquí. Conque aquí estamos. —Abrió el libro de notas y se lo puso sobre la rodilla, sosteniendo en el aire el portaminas de plata—. En cualquier caso, la embajada está autorizada para cubrir cualquier gasto que pueda presentarse, y que tenga un coste razonable, claro. Por supuesto, habrá que llevar las cuentas al dedillo y entregar los recibos.
La frente ya ruborizada del duque se puso de color rojo ladrillo. ¿Cómo se atrevía ese advenedizo de las colonias a hablarle de ese modo? Entonces, un movimiento al otro lado de la ventana distrajo su atención. Una de las criadas estaba en el jardín colgando las sábanas en el tendedero. Mientras el anciano la miraba, la esquina de una de las sábanas se soltó y cayó en un charco de barro, la criada la sacó y empezó a frotar con fuerza la mancha, después de escupir en ella.
—Recibos —dijo resignado—. Muy bien, hablaré con la señora O’Hanlon. Es ella quien se encarga de esas cosas.