Читать книгу Las invitadas secretas - Benjamin Black - Страница 5
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ОглавлениеEl subinspector de la Garda Strafford se detuvo al pie de las escaleras del Kildare Street Club y miró irritado por tercera o cuarta vez calle arriba en dirección a los edificios del gobierno. El ministro llegaba diez minutos tarde, Strafford estaba seguro de que a propósito: los hombres que se creían importantes nunca desaprovechaban una oportunidad, por muy trivial que fuese, de demostrar su importancia.
Era la hora de comer de un cálido día de octubre. El sol se alzaba en el cielo en alguna parte, y el aire estaba impregnado de una suave y pálida neblina dorada. Strafford, congénitamente delgado, llevaba un terno de tweed oscuro que le quedaba grande a su figura alta y esquelética, una camisa verde oscuro y una corbata oscura. En la mano derecha tenía un suave sombrero de fieltro y en el brazo izquierdo, una gabardina doblada. Su pelo era tan claro que casi no tenía color, y un mechón de la frente tendía a caerle sobre los ojos, de modo que tenía que apartarlo constantemente con un rápido gesto de la mano y cuatro dedos extendidos y rígidos.
Volvió a mirar calle arriba.
Era raro pensar que en Europa estuviesen en guerra mientras ahí reinaba una paz soñolienta, o al menos eso parecía. La República de Irlanda se había declarado neutral en el conflicto y pensaba seguir así, por lo que ni siquiera llamaba a la guerra, guerra, y se refería a ella llamándola «La Emergencia». Los graciosos de los pubs hacían muchas bromas con eso.
El ministro de Asuntos Exteriores, Daniel Hegarty —Dan el Hombre de la Calle, como le gustaba que lo llamaran los fieles del partido y también la gente normal, sobre todo en época de elecciones—, la persona a quien esperaba con impaciencia Strafford, tenía fama de ser casi cultivado. En su juventud había estudiado una temporada en Heidelberg, y se decía que había cenado una vez con W. B. Yeats y lady Gregory en el hotel Russell. No obstante, él se quitaba importancia. Uno de los puntales de su estrategia política consistía en fingir que era un simple campesino, aunque no se dejaba engañar por nadie, y todo el mundo lo sabía.
Un coche enorme, negro y reluciente se detuvo al lado del bordillo, un chófer con un traje negro se apeó con elegancia y abrió la puerta trasera, y el ministro en persona salió y se puso el sombrero.
Rondaba los cuarenta años, aunque parecía mayor. Su figura recordaba a un barril de cerveza Guinness ligeramente comprimido y alargado. La impresión la subrayaba un abrigo negro, largo y amplio, un poco ceñido a la altura de donde debía de estar la cintura, si es que alguna vez había tenido cintura, por un ancho cinturón muy apretado. Su cabeza era grande, demasiado para sus rasgos, que se apelotonaban en el centro de una cara tan ancha y redonda como un plato. Llevaba gafas sin montura y un bigotito negro, como una mancha de hollín aplicada con el dedo debajo de la nariz, que era un regalo llovido del cielo para sus oponentes, que le apodaban Adolf. Sus ojillos azules estaban profundamente hundidos entre los pliegues de grasa, y su boca, que a Strafford le recordaba a la válvula de un balón de fútbol, estaba curvada hacia abajo por las comisuras. Se decía que era más ladrador que mordedor —aunque había algunas personas en política que podían mostrarte las huellas de dientes que les había dejado en varias partes blandas de su anatomía— y que, cuando estaba con sus amigos, le gustaba relajarse delante de una botella de cerveza o un vaso de whisky. Incluso se sabía que una noche, en la fiesta de la conferencia anual del partido, había hecho algún chiste que otro y que había cantado una canción rebelde, con una suave e inesperada voz de barítono.
—¿Es usted Strafford? —preguntó. Tenía un marcado acento de Cork—. ¿Qué edad tiene? Parece que vaya aún en pantalón corto.
Le estrechó la mano con indiferencia al policía. Era una mano suave y caliente y sorprendentemente pequeña, casi delicada, y por un momento a Strafford se le pasó por la cabeza que en el interior de los pliegues del enorme abrigo había escondida una mujer minúscula, una ayudante, o incluso una esposa o una hija, a quien el ministro llevaba consigo a todas partes para que estrechara las manos por él. A Strafford se le ocurrían a menudo esas ideas extrañas. Eso le hacía pensar que en esencia debía de ser muy frívolo, sin duda una grave debilidad en un policía, pero no sabía cómo ponerle remedio.
Los dos hombres subieron las escaleras, pasando entre las columnas de piedra pulida que había a ambos lados, y Strafford abrió la puerta con el gran panel cuadrado de cristal y se apartó para dejar pasar primero al ministro. ¿Convendría aludir a la leyenda de que habían colocado el cristal en la puerta en la guerra de Independencia para, en caso de asalto, ver llegar a los pistoleros por las escaleras? Por supuesto que no, pensó, recordando justo a tiempo que, en aquellos días, el propio ministro había sido un pistolero. Strafford pensó también en señalarle en la fachada el friso con los monos de piedra jugando al billar, una rareza —¿a quién se le habría ocurrido?—. Pero dudó de que a Dan el Hombre de la Calle le interesaran esos detalles imaginativos.
A diferencia de Strafford, el ministro Hegarty se tomaba a sí mismo muy en serio.
A través de la puerta abierta los recibió una corriente de aire caliente cargado del olor de humo de cigarro, ternera recocida, vino añejo y hombres viejos. El Kildare Street Club era el cuartel general no reconocido de la Irlanda protestante angloirlandesa. Strafford notó por el modo en que el ministro miraba aquí y allá, haciendo un esfuerzo por enderezar los gruesos hombros, encorvados e imposibles de enderezar, no solo que el sitio no le era familiar, sino que además lo intimidaba.
El ministro se quitó el sombrero y se debatió para desembarazarse del abrigo. Llevaba un traje cruzado de sarga azul marino, una camisa blanca de cuello alto y almidonado y una corbata de color azul oscuro con un nudo minúsculo que daba la impresión de no haber sido deshecho desde la primera vez que lo anudó. A Strafford, el ministro le había recordado a alguien desde el momento en que se apeó del coche, ahora recordó a quién era. Con ese traje ceñido y la asfixiante corbata, con la cabezota y el fino mechón de pelo negro y brillante pegado a la frente pálida y húmeda, era el vivo retrato de Oliver Hardy.
Un anciano encorvado de pelo blanco con un frac polvoriento se materializó de pronto ante ellos —como salido en ese mismo instante de una trampilla oculta en el suelo—, y el ministro retrocedió con un respingo y apretó posesivamente el abrigo y el sombrero contra el pecho.
—Vengo a ver a... —empezó.
—Sí, sí, señor Hegarty —lo interrumpió el conserje, cogiendo las cosas del ministro—, venga por aquí.
Hegarty echó una mirada perpleja al policía —¿cómo había sabido el conserje quién era?— y Strafford sonrió y le hizo un gesto con la cabeza para animarlo. Estaba acostumbrado a sitios así. Su padre había sido miembro del club, aunque hacía mucho que había dejado de pagar las cuotas. Cuando el padre de Strafford iba a pasar su acostumbrado fin de semana a la ciudad, se entretenía plantándose delante del enorme ventanal que daba a la calle Nassau, con su traje de cuadros más chillón y el chaleco a juego, las manos entrelazadas detrás de la espalda, la cadena del reloj y el pañuelo de seda, los atributos de su clase, bien visibles, y viendo pasar con mirada furiosa a los transeúntes.
El ministro accedió por fin a soltar el abrigo y el sombrero, y el anciano conserje se los cogió, se puso el abrigo en el brazo, colocó encima el sombrero y los acompañó al bar.
A Strafford se le ocurrió que, igual que Hegarty era clavado a Ollie Hardy, tal vez él mismo recordara a su vez al joven Stan Laurel, pálido y larguirucho como era, con el pecho hundido, la cabeza alargada y su actitud amable y distraída. Tuvo que apretar con fuerza los labios para contener una sonrisa. Su madre, muerta hacía mucho tiempo, decía, cuando él era niño, que tenía un sentido del humor raro, y él pensaba que en conjunto tenía razón, aunque, a medida que se fue acercando a la edad adulta, fue aprendiendo a mantenerlo a raya. Siempre había sido un solitario, y sus bromas privadas eran una especie de compañía, igual, suponía, que el amigo imaginario de un niño.
El bar estaba vacío, excepto por el barman, con pantalones de rayas y chaleco negro. El ministro pidió un Jameson.
—Imagino que no podrá usted beber, estando de servicio —le dijo a Strafford.
—Bueno, hablando estrictamente, no estoy muy seguro de estar de servicio, ministro. Tomaré un Bushmills.
Hegarty sorbió aire por la nariz. Bushmills, claro: la bebida de los protestantes.
El camarero colocó los dos vasos de licor de color tostado sobre la barra, señalando cuál era cuál, luego puso al lado de cada uno de ellos un vaso de agua.
Hegarty levantó el vaso de Jameson.
—Sláinte —dijo, con una leve provocación en la voz; se sabía que era muy radical en la cuestión de la lengua, y una vez incluso había propuesto un plan de diez años para que el irlandés fuese obligatorio en todo el país. Llevaba un pequeño alfiler circular de oro en la solapa y se proclamaba gaeilgeoir.
Strafford también cogió su vaso.
—Sláinte —respondió con resolución; la vida social era un campo minado en esa todavía joven nación.
Bebieron un rato en silencio, observando el espejo y las botellas alineadas detrás de la barra. Hegarty miró el reloj.
—Debería haber llegado ya, ¿no? —dijo malhumorado—. Pensaba que su gente era siempre puntual.
Strafford entendió con exactitud lo que quería decir con eso de «su gente». Era uno de los pocos no católicos en la Garda, hasta donde él sabía, el único protestante con el rango de subinspector. Había ascendido deprisa —solo llevaba un par de años en el cuerpo cuando lo sacaron de las calles y lo ascendieron a subinspector—, aunque aún no estaba del todo seguro de por qué había ingresado en la Garda. Tal vez quiso hacer un gesto de apoyo al nuevo orden. Los protestantes eran solo el cinco por ciento de la población de la República, y la mayoría se habían retirado discretamente de la vida pública con la llegada de la independencia, dejando que dirigiera el cotarro la nueva burguesía católica. Strafford era de ascendencia angloirlandesa —aunque como individuo no podía ser más diferente de los caballeros rurales aficionados a montar a caballo de Yeats— y había tenido un vago y levemente pudoroso sentido del deber, no habría sabido decir con exactitud respecto a qué. En cualquier caso, ahora se había reconciliado con su anómala situación como miembro protestante de una institución casi exclusivamente católica del Estado, y apenas pensaba en ello salvo en las ocasiones en las que se lo recordaban a la fuerza.
El ministro y él casi habían terminado la copa y el funcionario de la embajada británica, que era la razón de que estuviesen allí, seguía sin aparecer. Strafford podía oír al ministro respirando con fuerza por la nariz, el ruido de un hombre importante que se sentía ofendido y tenía dificultades para controlar su genio. El ministro Hegarty no estaba acostumbrado a que le hicieran esperar.
Al final pasó más de un cuarto de hora antes de que apareciera Richard Lascelles. Era uno de esos ingleses de aspecto lánguido —Strafford conocía bien el tipo— deliberadamente afectados, pero con una voluntad de acero templado y un brillo implacable que asomaba detrás de una sonrisa despreocupada y cuidadosamente mantenida. Llevaba un abrigo militar, unos zapatos gruesos y relucientes hechos a mano, y un sombrero hongo sujeto por el ala con el pulgar y en equilibrio sobre la parte interior de la muñeca; daba la impresión de que debía de haberle costado mucho tiempo y esfuerzo dominar ese truco, cuyo propósito no quedaba muy claro, como no fuese el placer que debía de proporcionarle llevar a cabo con tanta habilidad algo trivial y difícil al mismo tiempo.
Sí, decidió Strafford, Lascelles, detrás de esa apariencia tan cortés, debía de ser un poco guasón. Valía la pena tenerlo presente.
—Siento llegar tarde —dijo Lascelles, alargando el brazo, haciendo que el sombrero diera un salto mortal, cazándolo al vuelo con la punta de los dedos y dejándolo sobre la barra; sus llamativas habilidades eran inagotables—. Hemos tenido un poco de lío en la embajada. —Le estrechó la mano a Hegarty y echó una sonrisa extrañada en dirección a Strafford—. Pensaba que esta iba a ser una reunión privada —añadió con una sonrisa.
Hegarty le presentó al subinspector. Lascelles volvió a sonreír, con más calidez. Le había bastado otra mirada más detenida a la ropa y a la actitud de Strafford para identificar con precisión la clase social, la casta y la religión del joven.
«Vaya a ver qué quiere —le había dicho a Strafford su jefe, el inspector Hackett—. Usted habla su mismo idioma».
En el departamento del ministro se habían opuesto a que el subinspector estuviera presente, pero la petición para esa reunión había llegado desde la embajada a través de Hackett —los británicos lo conocían y confiaban en él, hasta donde confiaban en cualquiera en este país— y habían creído aconsejable que alguien del cuerpo acompañara al ministro.
Strafford pensó que todo era claramente irregular, dadas las tensiones con Gran Bretaña por la neutralidad, y por las presiones del gobierno británico por las exigencias de la Armada de tener acceso a los puertos irlandeses, que el gobierno irlandés se había negado en redondo a conceder. ¿Y por qué el Kildare Street Club? Aunque estos días casi todo era irregular, con las ciudades inglesas atacadas cada noche por los bombarderos alemanes y el Reino Unido preparándose para una invasión.
—Bueno —dijo Hegarty—. ¿Qué puedo hacer por usted, señor Lascelles?
Le habían ofrecido una copa a Lascelles, pero él había declinado. Entonces dijo:
—¿Por qué no vamos arriba y comemos? Aquí la carne no está mal y tienen una bodega muy buena.
Hegarty y el subinspector apuraron el whisky, que habían estado moviendo con cuidado, y los tres subieron las escaleras hasta el comedor del primer piso. Ahí, tres grandes ventanales inundados de luz daban a la calle Nassau, a las verjas del Trinity College y al campo de críquet que había detrás. Estaban jugando un partido, sin duda uno de los últimos de la temporada, y las pequeñas figuras de blanco se movían sobre la hierba como a cámara lenta, igual que los celebrantes de un arcaico ritual religioso, que, pensó Strafford, en cierto modo es lo que eran.
En la sala habría una docena de hombres comiendo, algunos de dos en dos, pero sobre todo solos. Ese día no había mujeres, aunque un par de años antes se había acordado, contra una fuerte oposición, que los miembros pudieran invitar a señoras a comer o cenar en el club. En un rincón había una mesa para tres claramente apartada: la gente de Hegarty había llamado para asegurarse de que no habría nadie sentado lo bastante cerca para oír lo que decía el ministro. Aunque la embajada no había revelado la naturaleza del asunto que iban a tratar en esa reunión, estaba claro que tendría cierto peso y relevancia y que, dada la delicada situación de las relaciones anglo-irlandesas en esa época de crisis y conflicto internacionales, no era conveniente que saliera a relucir.
Hegarty y el inglés eligieron sopa de rabo de buey de primer plato, y los tres pidieron lenguado a la plancha de segundo. Lascelles propuso tomar una copa de vino tinto, puesto que beberían una botella de blanco con el pescado.
—El burdeos de la casa es excelente —dijo.
Pidieron una botella de burdeos, aunque Strafford no bebió y dijo que prefería esperar un poco; por lo general apenas bebía, había pedido el whisky en el bar solo para dejar claras ciertas cosas, y ahora empezaba a notar los efectos.
Mientras esperaban a que llegase la sopa, Lascelles hizo un gesto con la cabeza en dirección a los lejanos jugadores de críquet.
—Quién pudiera estar ahí en vez de aquí —dijo melancólico, luego se volvió a toda prisa hacia los dos hombres sentados a la mesa y añadió—: Dicho sea sin ánimo de ofender a los presentes, claro.
—Bueno, señor Lascelles. —Las gafas sin montura de Hegarty brillaron con la luz reflejada de la ventana—. ¿Vamos al grano? Sospecho que quiere pedirme usted algo.
Lascelles volvió a dirigir la mirada hacia el partido de críquet, apoyándose con un codo en el reposabrazos de su silla y frotándose la barbilla lentamente con la punta del dedo justo debajo del labio inferior.
—Bueno, el caso es, ministro —dijo, y dudó un momento, era evidente que estaba escogiendo sus palabras con cuidado—, que nuestros jefes de Londres nos han ordenado, a la embajada, quiero decir, que hagamos una petición un tanto delicada a su gobierno.
—¿Qué clase de petición? —preguntó Hegarty, sin hacer el menor esfuerzo por disimular el tono de hostilidad y suspicacia de su voz. Lascelles no se dio por enterado; no llevaba mucho en su puesto, pero ya tenía bastante experiencia en tratar con la burocracia irlandesa.
—Se trata de dos niñas —dijo.
Hegarty lo miró con intensidad.
—¿Niñas?
—Eso es. De dos niñas pequeñas, para ser exactos.