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Por su aspecto, Celia Nashe parecía la clásica rosa inglesa, pero su padre, que había servido varios años en el cuerpo de policía de Palestina, siempre decía que ella era con mucho la más dura de los dos. Tenía lo que un publicitario describiría como una tez de melocotón, pelo corto entre rubio y pajizo que nunca había necesitado una permanente, y una de esas sonrisas que cualquier aviador se sentiría afortunado si fuese su último recuerdo mientras su Spitfire caía chirriando hecho pedazos con el morro por delante hacia el mar. Había sido uno de los pocos miembros femeninos de la sección especial —su padre tenía buenos contactos allí—, pero cuando la posibilidad de la guerra se convirtió en una certeza, se las arregló para pedir el traslado al MI5, en parte gracias a sus propios méritos, pero sobre todo al recurso a numerosas influencias, una vez más de su padre, y también, y de manera mucho más notable, de un tío materno que era general de brigada en la Guardia Real.

Cualesquiera que fuesen sus expectativas sobre el servicio, la realidad había sido, tenía que admitirlo, una clara decepción. Desde el principio, sus colegas masculinos le habían dejado claro, sin lugar a dudas, que las «puñeteras mujeres» eran lo último que necesitaban o hacía falta allí; que solo la habían dejado entrar porque estaban en guerra y los hombres hacían falta en otra parte; y que no pensara que jamás podría llegar a ser un agente operativo. La dejarían en la reserva hasta que se presentara alguna tarea más fácil.

La misión que acababan de encargarle le parecía no tanto fácil como decididamente extraña. Sus jefes le habían dado poca información. Debía partir de Londres a un lugar no muy lejano —a Escocia, supuso, o incluso a Gales, aunque esperaba que no fuese allí— y llevar consigo ropa y bártulos para lo que podía ser una larga estancia. Su trabajo sería cuidar de «un par de crías», le había informado pomposamente Manling, su jefe directo, mientras se daba golpecitos en la nariz con el dedo índice.

—¿Puedo saber quiénes son esas niñas, señor? —había preguntado ella.

—No, no puede, jovencita —le había respondido Manling con una risa altanera—. Pronto lo averiguará. Mañana la llevarán a recogerlas, luego las trasladarán a las tres a la costa para coger un barco.

Así que no era a Escocia, pero tampoco a Gales, algo era algo.

—¿Un barco adónde?

Manling se había limitado a sonreír y a negar con la cabeza con fingido pesar; ella notó lo mucho que le divertía mantenerla en la inopia. Era gordo, de mediana edad, con un caso grave de caspa y las manos muy largas —lo había intentado con ella más de una vez, y en cada ocasión había sido educada pero firmemente rechazado—, y le gustaban la intriga y el misterio del mundo en que se movía.

Pero todos los hombres con los que trabajaba eran así, si es que podían llamarse hombres, porque, por lo que había visto, más bien eran como colegiales maduros. Esperaba que supieran lo que hacían. Había oído rumores de más de una operación que se había ido al garete porque los mandarines al mando habían sido desastrosamente arriesgados. Todos eran demasiado displicentes respecto a la vida de los hombres sobre el terreno. Después de un desastre total, en el que habían muerto tres agentes experimentados, había oído al jefe de Manling, que era incluso más pomposo que este, observar casi divertido: «Vaya, no ha sido uno de nuestros mejores momentos, ¿no?».

Las mujeres, por supuesto, lo harían mejor, pero las mujeres nunca llegarían a lo más alto, no en ese oficio, a no ser que, como en la Gran Guerra, muriesen los hombres suficientes. Pero los tipos como Manling —a menudo se sonreía por lo adecuado de su nombre— nunca arriesgarían el cuello entrando en acción. Eran un hatajo de chupatintas, a pesar de sus andares de guerreros endurecidos en la batalla, recién llegados de una ofensiva extremadamente secreta y peligrosa.

Le dieron una automática Browning —«Firme aquí y no me apunte a mí»—, un arma excelente y manejable, pensó ella, y una tarde la llevaron a un campo de tiro en Surrey para enseñarle a disparar. De hecho, resultó no ser tan manejable, y además era sorprendentemente pesada. Las lecciones sobre su uso fueron rudimentarias, pues nadie imaginó por un momento que tuviese que disparar un cargador con rabia. El cabo al mando la felicitó por la rapidez con que le había cogido el tranquillo y le dijo que tenía muy buena puntería, luego lo estropeó invitándola a ir con él al cine.

La noche en que iba a dejar Londres, un coche enorme, negro y reluciente como un animal salvaje, más parecido a un navío de guerra que a un automóvil, con los faros pintados de negro y solo unas pequeñas cruces visibles en medio de cada faro, la había recogido justo antes de las diez en su piso de Finchley Road y la había llevado a lo que ella supuso que era el centro de la ciudad: debido al apagón era difícil saber en qué dirección iban. Luego se produjo un bombardeo, aunque lo peor se concentró lejos, en los muelles. El chófer, un civil, o al menos con ropa de civil, la había saludado con sequedad y luego no había dicho ni una sola palabra. Ella hizo ademán de sentarse delante a su lado, pero él la empujó sin muchas ceremonias al asiento trasero.

Todo se volvió cada vez más irreal. Mientras viajaban en la oscuridad, apenas distinguía la silueta del chófer y empezó a pensar que era un autómata, y que seguirían así toda la noche, con el coche avanzando susurrante, los edificios cerniéndose a su alrededor y luego desapareciendo a su espalda, las bombas cayendo al este y el cielo inflamándose en llamas entre turbias nubes de humo y la vívida tracería del fuego antiaéreo.

Por fin terminó el bombardeo, aunque los muelles siguieron ardiendo, y continuarían haciéndolo hasta el amanecer y más tarde.

La noche estaba nublada, pero luego salió brevemente la luna y vio que estaban en el Mall, con la mole baja, grisácea y alargada del Palacio de Buckingham justo delante de ellos. Supuso que iban camino de la casa segura que había oído que el servicio tenía cerca de la estación Victoria. No obstante, cuando parecía que iban a dejar atrás el palacio y a encaminarse hacia el sur, el chófer, para su sorpresa y su súbita consternación, dobló por una puerta lateral, que se abrió lentamente ante ellos, y llegaron a un patio pequeño y adoquinado.

El rey y la reina —por poco se desmaya: ¡el rey y la reina!— la recibieron en un salón amarillo.

—¿Nadie la ha advertido de la naturaleza de la ta... tarea que se le ha confiado, querida? —le preguntó con amabilidad el rey.

—Bueno, sabía que tenía que acompañar a dos niñas en un viaje al extranjero, pero no quiénes eran las niñas o adónde íbamos a ir.

Fue evidente que a la pareja real le disgustó oír lo poco que le habían contado, y Celia notó que estaban haciendo un esfuerzo por no demostrarlo.

—Bueno —continuó su majestad, volviéndose hacia Celia—, no nos corresponde a nosotros pre... preguntarnos el porqué en tiempos como estos, ¿eh? Estoy seguro de que hará usted una labor espléndida. ¡Desde luego, le deseamos la me... mejor de las suertes!

Siguieron charlando unos minutos, aunque luego apenas pudo recordar lo que habían hablado: la reina había guardado silencio con una vaga sonrisa a media distancia. Al principio había sido abrumador, pero luego, en fin, bastante normal. La pareja real lo mismo podrían haber sido un tío y una tía acaudalados a quienes no hubiese conocido nunca, pero tan tibios, distantes y educados como tienden a ser siempre los parientes ricos.

Luego aparecieron las niñas, con sus abrigos de viaje y sus zapatos discretos y se las presentaron. Ella recordó hacer una reverencia: puede que fuesen unas niñas, pero también eran princesas. La mayor parecía incómoda y evitó mirarla directamente a los ojos, le resultó difícil decidir si por altanería o por timidez. La pequeña, lo notó enseguida, era dura como el pedernal, y la miró con frialdad de arriba abajo con ojos calculadores y, a menos que fuesen imaginaciones suyas, escépticos. ¡Menudo descaro, aunque fuese una alteza real!

Las dos llevaban bolsitos idénticos, de aspecto sorprendentemente vulgar, hechos de cuero rosa con el asa de cadenilla dorada, y, por alguna razón, la conmovieron y despertaron su instinto maternal y protector. Como todo el mundo, se estaba acostumbrando a la guerra, pero en ocasiones como esa reparaba en que cientos, incluso miles, de personas, entre ellas niños no muy distintos de esas dos, estaban siendo masacrados en las calles, en sus casas, en refugios antiaéreos improvisados, cada noche en las grandes ciudades industriales por todo el país. Durante la preocupante falta de incidentes de los primeros meses, los meses conocidos como la guerra Ilusoria, todo el mundo había especulado sobre cómo sería una guerra total en el frente doméstico; ahora ya lo sabían.

Salió del salón dorado y esperó discretamente en el pasillo mientras los padres se despedían de sus hijas. Todavía le temblaban las manos. ¡Pensar que acababa de estar en presencia de la realeza, del rey y la reina de Inglaterra, y que habían confiado a sus hijas, la mayor de las cuales era la primera en la línea de sucesión al trono, a su cuidado! La idea hizo que la cabeza le diera vueltas.

Luego, las niñas salieron, con aire valeroso, pero también pálidas, incluso la pequeña, a quien el labio le temblaba como si se esforzara por contener las lágrimas.

Las condujeron por pasillos oscuros y repletos de corrientes de aire y bajaron una escalinata, con las niñas por delante —al fin y al cabo conocían aquel lugar—, y luego volvió a estar en la oscuridad. Casi tuvo que pellizcarse para asegurarse de que estaba despierta y de que el último cuarto de hora no había sido un sueño.

Dos criados de palacio, hombres anónimos en mangas de camisa con delantales negros, estaban metiendo el numeroso equipaje de las princesas en el maletero del coche. Las bolsas eran de cuero con relucientes hebillas de latón, y hacían que su propia maleta rozada y su bolsa Gladstone parecieran lamentables y andrajosas. El chófer estaba en la puerta fumando un cigarrillo, pero al ver aparecer al grupo lo tiró a toda prisa, lo apagó con el pie e hizo una torpe reverencia a las dos niñas. Luego se sentó al volante y partieron.

Pero ¿adónde?

Las invitadas secretas

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