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Strafford se dedicó a deambular a sus anchas por la casa, al principio por el primer piso —la biblioteca había sido una decepción nada inesperada: ejemplares mohosos, encuadernados en piel de Hudibras, el Ivanhoe, de Scott, y otros títulos por el estilo— y luego se aventuró en las regiones más elevadas. Era consciente de sentir un leve desaliento. Esa fue la única palabra que se le ocurrió para describir su estado de ánimo, aunque la sensación no fuese del todo negativa; de hecho, tenía algo de placentero: el tenue placer que por lo general le proporcionaba la nostalgia. Todo lo que encontraba le resultaba familiar desde la infancia, sobre todo los olores —a polvo, a desagües, a friegasuelos Cardinal en las baldosas rojas, a una miríada inmemorial de cenas más cocinadas de la cuenta—, así que se sentía como si anduviera en sueños por un lugar que hubiese conocido bien, hacía mucho tiempo, cuando estaba despierto.

Cuando llegó al segundo piso, pasó por delante de la puerta entreabierta de la habitación de las niñas, pero no se asomó ni se detuvo. Le resultaba un poco inquietante su presencia; seguían pareciéndole figuras de algún famoso cuadro antiguo que hubiesen cobrado vida por arte de magia.

Se asomó desde una ventana del rellano y vislumbró el Bentley de color castaño que arrancaba y se alejaba por el camino. «Lascelles fugit», pensó sardónicamente, recordando a su aún más sardónico profesor de latín en la escuela cuáquera de Waterford.

Siguiendo por el pasillo encontró otra puerta abierta y vio a Celia Nashe moviéndose por la habitación.

Dudó. De niño había pasado una semana no muy feliz en el hospital donde le extirparon el apéndice, y allí lo había cuidado una enfermera llamada Nashe. La enfermera Nashe era una persona gélida e intimidante con las manos muy grandes y un bigote ratonil, cuyas primeras palabras, cuando lo estaba metiendo en la cama la mañana de su ingreso, fueron que no iba a «pasarle ni una sola tontería». En el viaje hasta allí, esta señorita Nashe había tenido la misma actitud severa y glacial con él, y parecía dispuesta a seguir haciéndolo. No había duda de que estaba decidida a demostrar que era una profesional fría y distante, y él no tenía razones para dudar que lo fuera.

Suponía que no era la institutriz de las niñas —no tenía pinta de institutriz, aunque no estaba muy seguro de qué pinta tenían las institutrices—, sino una agente de los servicios de inteligencia británicos. Su jefe, Hackett, le había asegurado que le habían dado muy poca información sobre ella en la embajada, sobre ella y sobre cualquier otro aspecto de la operación. Strafford suponía que le preocupaba que al ser una mujer no la tomaran en serio en su papel, cualquiera que fuese este en una misión tan delicada y potencialmente peligrosa. Aun así, estaban en eso juntos, ella y él, tanto si les gustaba como si no, y tendrían que llevarse lo mejor posible. No le importaba que ella tuviese mayor rango que él. Tendría que asegurarse de decírselo; lo último que quería era discutir con ella por cuestiones de autoridad.

Llamó despacio a la puerta con los nudillos y la joven se sobresaltó y lo miró por encima del hombro.

—¡Ah!, pase, subinspector —dijo; parecía todo menos cordial.

Le habría gustado saber si iba a seguir dirigiéndose a él con tanta formalidad mientras estuvieran en Clonmillis; en tal caso, ¿cómo debería llamarla él? Sin duda, también debía haber alguna forma de tratamiento, aunque ella no parecía tener la menor intención de decirle cuál era. Creía recordar que a los oficiales del servicio secreto se los llamaba comandantes. Tal vez probase a llamarla así, a ver cómo respondía. Luego cambió de opinión. La mayor parte de las veces sus chistes no hacían gracia.

Estaba ocupada terminando de deshacer el equipaje. En un cajón abierto vio una pulcra pila de medias de seda dobladas, con otras prendas íntimas inidentificables, y, como era un hombre joven bien educado, apartó enseguida la mirada, aunque no antes de vislumbrar, casi oculta por la ropa, una pistolera debajo de cuya solapa era claramente visible el brillo de una pistola.

No debería, pero en cierto sentido le sorprendió. Esperaba que fuese equipada con algo mucho más sutil: veneno en un anillo, tal vez; una espada dentro de un bastón de caza o incluso un paraguas mágico, como Mary Poppins.

Celia preguntó qué había sido de Lascelles. Él le respondió que el inglés había partido hacia Dublín hacía solo un minuto —los neumáticos traseros del Bentley habían lanzado lo que parecía una burlona lluvia de grava, mientras se alejaba dando tumbos de la casa—, y el rostro de ella dejó entrever por un segundo un destello de dolida sorpresa. A él mismo no le había parecido muy educado por parte de Lascelles marcharse sin molestarse en despedirse de ellos. La fugaz expresión de la señorita Nashe, a no ser que estuviese equivocado, le dio a entender que Dick Lascelles había empezado a gustarle; debía de ser su tipo.

—Veo que está usted instalándose —dijo, cruzándose de brazos y apoyando un hombro contra el marco de la puerta.

—Bueno, lo intento —respondió con una sonrisita triste y estirada—. No esperaba que la casa fuese tan enorme.

Él creyó detectar un leve temblor en sus manos; el cansancio del viaje, supuso: las niñas y ella habían hecho un largo trayecto. ¿O estaba preocupada? Supuso que él también debería estarlo.

Un cigarrillo encendido, manchado de carmín por un extremo, estaba en equilibrio sobre el borde de un cenicero encima de la cómoda y emitía una fina y ondulante línea de humo.

—Cuando se acostumbre, verá que no es tan grande —dijo—. Estas casonas viejas siempre engañan.

En el acto, se lo reprochó para sus adentros; a esas alturas ya debería haber aprendido a no jactarse de estar familiarizado con las casas grandes y venerables. Ella pensaría que estaba intentando impresionarla.

—¿Y las... las niñas? —preguntó, ¿cómo diablos debía referirse a ellas?—. ¿Cree que se acostumbrarán a este sitio? Es un poco abrumador.

Ella colgó un cárdigan de color rosa pálido en una percha del armario.

—Se nota que ya echan de menos su casa —dijo—. Pero se acostumbrarán. Ellen animará a la pequeña.

—¿Eso cree? Yo tengo la sensación de que será más bien al revés.

—Estoy segura de que en gran parte es solo apariencia. Las niñas de diez años siempre parecen muy decididas hasta que algo va mal.

—Pues esperemos que nada... vaya mal, ya me entiende.

Ella no le devolvió la sonrisa, sino que frunció el ceño, cogió el cigarrillo y dio una calada. Strafford notó que hacía poco tiempo que fumaba, y que lo hacía como si llevase a cabo una tarea pequeña, difícil y delicada, sujetando el cigarrillo en un ángulo inexperto y sin tragarse el humo. Su madre fumaba así, recordó, cuando estaba nerviosa o disgustada. Miró con más atención a la señorita Nashe. Estaba claro que se sentía incómoda. ¿Sería posible que no fuese la doncella de hielo que quería aparentar? En cualquier caso, le pareció improbable que le dejara acercarse lo bastante para tomarle la temperatura.

Guardó el cárdigan en el armario y sacó un par de zapatos de la maleta.

—¿Y usted? —preguntó, sabedor de que se estaba aventurando en aguas peligrosas—. ¿Se acostumbrará?

Ella le echó una mirada cortante —sus ojos tenían un tono de gris particularmente luminoso—, pero luego se encogió de hombros.

—Sí, estoy perfectamente —dijo con energía, aunque en un tono de voz más suave del que él habría esperado; así que no era del todo impermeable a la compasión. Se quedó con la mirada perdida—. No se me van de la cabeza..., no sé. Los niños perdidos en el bosque. Los príncipes, o en este caso las princesas, en la torre. Es ridículo, claro. Solo que este país, este lugar... no son lo que esperaba.

Él volvió a sonreír.

—¿Y qué esperaba?

Ella se quedó pensando un instante, de pie en medio de la habitación con los zapatos en una mano y el cigarrillo a medio fumar en la otra.

—Algo menos abrumador, supongo —dijo—. Un poco más acogedor. Los irlandeses que una conoce en Inglaterra, siempre son muy cordiales. —Se interrumpió—. ¿Suena muy paternalista? Usted es irlandés, ¿no?

—Sí, claro.

Apartó la mirada y frunció el ceño. Se había sorprendido a sí mismo: ¿por qué «claro»?

—No parece usted como... como los demás irlandeses con los que he hablado a lo largo de estos años —dijo la joven. Se agachó y dejó los zapatos en el suelo del armario, uno al lado del otro, con la punta hacia fuera; eran negros, no nuevos, pero limpios y con el talón pulcro y cuadrado—. Quiero decir que su acento es distinto.

—Ah, ¿sí? Yo no me doy cuenta. —No era cierto, sí se daba cuenta, siempre, pero le pareció que era mejor decirlo.

Celia dio una última y rápida calada al cigarrillo y lo apagó en el cenicero.

—No me haga caso —dijo, visiblemente irritada consigo misma—. Me estoy comportando como una tonta..., y no lo soy. —Lo miró a los ojos—. Más vale que me crea.

Le pareció no tanto una súplica como una advertencia.

La creyó; tenía un no sé qué de dureza en el fondo, a pesar de esos ojos tan bonitos y del cárdigan rosa. No olvidaba, claro, que todas las mujeres inglesas le parecían más o menos duras; era algo en su forma de hablar, seca, rápida y siempre vaga y fríamente divertida. O eso le parecía a sus oídos irlandeses. Si no hablaba como los irlandeses que ella estaba acostumbrada a oír, tal vez también oyera diferente.

—No creo que se esté portando como una tonta —dijo, haciendo un esfuerzo por parecer caballeroso.

—Lo siento —dijo, sonrojándose un poco—, pero se me dan muy mal los nombres. Es horrible, lo sé. Antes he olvidado el del ama de llaves y se ha enfadado. ¿Le importa repetirme el suyo? —Él se lo dijo—. Strafford —repitió ella—, sí, debería haberlo recordado. No es muy frecuente, ¿no? Con erre, quiero decir.

Él cayó de pronto, para su sorpresa, en que le gustaba bastante aquella chica, a pesar de su actitud deliberadamente fría y distante o tal vez debido a ello. Y, sin embargo, no parecía sentirse muy atraído por ella. Quizá fuese más bien que la admiraba, que admiraba su aspecto, su forma de comportarse, estirada, firme, como un paquete envuelto con pulcritud en papel de estraza. Y tenía una sonrisa bonita, aunque rara y reticente. Podría haber sido su hermana, si la hubiese tenido.

De todos modos, esa demostración desprevenida de agitación e inseguridad le preocupó un poco. No habría llegado tan lejos para decir que pensaba que corría peligro de que le fallaran los nervios, pero había vacilado, eso era indudable. Recordó una vez más a Hackett subrayándole, o más bien advirtiéndole, que esa era la operación de Celia Nashe, y que su posición era estrictamente secundaria. Estaba ahí como refuerzo, le había dicho Hackett, solo como refuerzo, y también, claro, para servir de ojos y oídos del ministro Dan Hegarty en Clonmillis Hall, aunque nadie se lo hubiera dicho con tantas palabras. Pero ¿era esta señorita Nashe tan dura como pretendía aparentar? Esperó que sí.

El país estaba lleno de antiguos pistoleros, y de algunos nuevos, que albergaban un odio eterno a la pérfida Albión. ¿Y si le ordenaban intervenir? Era policía, no un agente secreto. Ni siquiera iba armado. Cuando ingresó en el cuerpo le dieron un arma —un revólver, un objeto grande y difícil de manejar con un cañón de seis pulgadas y un cordón trenzado en la culata—, pero nada más tomar posesión de él lo guardó en un cajón y procuró olvidarlo. Ahora, no obstante, empezaba a pensar que debería haberlo llevado consigo. Si la enfermera Nashe iba armada, ¿no debería estarlo él también?

¡La enfermera Nashe! Tendría que tener cuidado de no llamarla de esa forma burlona.

Sí, debería haberse llevado el arma. Todavía seguían cometiéndose actos violentos, sobre todo en el campo. A veces, una banda de pistoleros, miembros descontentos del IRA que añoraban la guerra, que había concluido hacía casi dos décadas, decidían salir a matar un policía, y a menudo los policías respondían matándolos a su vez. El Estado había llevado a cabo ejecuciones sumarias. Eran tiempos peligrosos, como habría dicho su padre. ¿Y si una banda de exaltados se presentaba allí una noche oscura con metralletas y granadas de mano? ¿Con qué se suponía que iba a rechazarlos? ¿Con su acento afectado?

En todo caso, lo último que quería era tener que matar a alguien. No era una cuestión de valor —se le ocurrían bastantes candidatos sobradamente merecedores de recibir un balazo—, pero sabía que lo cambiaría todo. Sería una persona que habría matado a alguien; una persona a la que, vista ahora ante la posibilidad del suceso, no reconocía; un extraño.

—Habrá patrullas militares alrededor del perímetro de la propiedad —informó—. Usted no las verá, pero estarán ahí. Todo irá bien, estoy seguro.

Lo cual era otra falsedad: no tenía esa certeza.

Celia soltó una risita breve, sorprendentemente firme y casi alegre; había recobrado la calma.

—Sí, no debo dejarme llevar por la imaginación —dijo ella—. ¿Quién iba a querer hacer daño a dos niñas pequeñas?

Una vez más, él no respondió; si hubiese dicho lo que pensaba de verdad, no le habría servido de consuelo. Irlanda había estado bajo el dominio británico durante ochocientos años, más o menos, según quién llevara la cuenta, y aunque ahora la mayor parte del país era independiente, el hecho de haber sido ocupado tanto tiempo tenía una importancia poderosa, duradera y visceral para una parte considerable de la población.

—Tiene razón, claro —contestó Strafford, optando otra vez por la falsedad tranquilizadora—. ¿A quién se le iba ocurrir hacerle daño a dos niñas?

Ella se lo pagó con una sonrisa, una sonrisa que transformó su rostro, haciendo que pareciera más suave, menos acerado.

Pero, si de verdad pensaba que no había peligro, ¿no le parecía superfluo que hubiese un pelotón de soldados armados vigilando el perímetro de la propiedad noche y día?

De abajo llegó el tañido reverberante y extrañamente ominoso de un gong golpeado con suavidad. Las campanas, tres en lenta sucesión, parecieron rebotar por las escaleras como livianos globos de cobre grandes, suaves y bruñidos.

—Debe de ser la hora de comer —dijo Strafford con una sonrisa.

Oh, qué fácil era sonreír, pensó, sobre todo cuando una sonrisa era lo último que requerían las circunstancias.

Las invitadas secretas

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