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Sir William Fitzherbert, duque de Edenmore, cruz del Mérito militar, orden de Servicios Distinguidos, se detuvo ante la ventana del salón del primer piso de Clonmillis Hall y observó con sorpresa y no poca consternación el automóvil que se aproximaba por el camino rodeado de hierba. Debía de haber habido alguna confusión, porque no esperaban su llegada hasta después de mediodía. La señora O’Hanlon se llevaría un buen disgusto. La idea de ver a su ama de llaves con uno de sus ataques de mal humor le produjo una profunda aprensión. Temía a aquella mujer, no le importaba reconocerlo, al menos a sí mismo, pero sabía que la casa no podría funcionar sin ella.

El coche era un Bentley de color granate, largo, bajo y brillante, lo mejor para pasar desapercibido en los caminos menos transitados de Tipperary, reflexionó el anciano con ironía. ¿En qué estaban pensando esos tipos tan inteligentes en Whitehall, o dondequiera que estuviese en esos tiempos el servicio de seguridad? Toda la operación debía ser estrictamente secreta, ¿no? Él mismo había participado en unas cuantas misiones clandestinas en la última guerra, pero imaginaba, o al menos esperaba, que, en esta segunda ocasión de darles una buena tunda a los alemanes, el servicio habría mejorado y funcionaría de manera más profesional que en su época. La imagen de un Bentley granate dando sacudidas por el camino no le inspiró mucha confianza. Si se lo hubieran pedido, podría haber enviado a Hynes a buscarlos a algún lugar cercano en el viejo y destartalado Humber, lo cual no habría causado ningún comentario. Todos en el condado conocían el coche del duque.

Entretanto, en el ofensivamente ostentoso vehículo el ambiente, que al principio había sido tenso, se había relajado por el aburrimiento y la fatiga. El trayecto desde Waterford no había sido para tanto, pero se les había hecho largo después del viaje desde Londres y luego la travesía por mar. Lascelles iba al volante, pues el Bentley era suyo, uno de los pocos lujos que se había permitido en compensación por haber sido destinado a este ridículo país dejado de la mano de Dios. Había bajado la ventanilla, pero el aire en el interior aún conservaba el olor agridulce del vómito: la mayor de las princesas se había mareado y le olía el aliento.

El subinspector, sentado a su lado en el asiento del acompañante, no había dicho ni una sola frase completa desde que salieron de Ballymacpalurdo, o comoquiera que se llamara el lugar en la costa sureste donde había amarrado el barco de la Armada. Strafford estaba en el muelle esperando, una figura solitaria con una gabardina y un sombrero de fieltro, delgado e inmóvil. En la oscuridad, antes de amanecer, lo habían llevado hasta allí desde Dublín en un coche militar de las fuerzas de defensa y lo habían abandonado a su suerte en el muelle desierto.

El barco, ancho y plano como un barco de pesca, había llegado tarde porque habían encontrado mal tiempo en la costa de Pembroke; mejor así, puesto que el propio Lascelles también se había retrasado, no por la meteorología, sino por otra clase de tormenta, en concreto una riña, una más, con su novia en Dublín, la actriz novel Isabel Galloway —aún no había cumplido los diecinueve, como había descubierto con sorpresa y cierta alarma hacía poco tiempo—, de quien empezaba a pensar que no valía la pena tanto esfuerzo, pues tenía la mitad de años que él y su obstinación era agotadora.

La ropa de Strafford, cuando subió al coche, desprendió un frío vaho de aire salado y húmedo. A Lascelles le parecía un hombre ridículo y preocupantemente joven, casi tanto como su novia, Isabel, y, desde luego, demasiado joven para una operación tan delicada y costosa como esa.

Después de cambiar unos saludos murmurados y de estrecharse la mano, pasaron media hora en silencio uno al lado del otro, mirando por el parabrisas hacia la oscuridad, fumando —o más bien fue Lascelles quien fumó, pues Strafford no era fumador y, según se vio después, tampoco bebía mucho—, hasta que el barco de guerra, sin ninguna luz encendida, apareció de pronto detrás del muelle, un leviatán surgiendo de las profundidades.

El traslado de las niñas soñolientas y de su asistente femenina se llevó a cabo deprisa y en silencio. Luego, a un kilómetro y medio del pueblo, dos coches salieron de detrás de una cerca y los acompañaron, uno delante y el otro detrás. En cada uno viajaban cuatro hombres con sombrero muy rígidos y erguidos, como los maniquíes de un escaparate. Habían advertido a Lascelles que habría una escolta de la sección especial. Los coches, con los faros atenuados, mantendrían una velocidad constante y una distancia discreta, y los acompañarían hasta su destino.

Estaban llegando a Tipperary cuando amaneció, y una luz neblinosa que parecía agua de lavar los platos cubrió la ladera de unas montañas llamadas Knockmealdowns, nombre que a Lascelles le sorprendió recordar; aunque, bueno, era difícil de olvidar.

Ahora, mientras el Bentley avanzaba por el camino, las niñas en el asiento trasero miraron con ojos indiferentes por la ventanilla los acres de terreno que estaban recorriendo. Iban sentadas cada una a un lado de su..., ¿qué era aquella joven? ¿Su acompañante? ¿Su guardaespaldas? Ambas cosas, supuso Lascelles. Ella tampoco habló mucho. ¿Cómo se llamaba? Maldita sea: se lo había dicho, pero no lo recordaba. ¿Cómo iba a presentársela al dueño de la casa?

Suspiró. Había sido un candidato para el puesto de segundo secretario de la embajada en París, antes de que estallara el globo. ¡París! Un mundo perdido, al menos para él.

De todos modos, era muy guapa, la rubia señorita Como-sellame, hecho que contrastaba con la seriedad de sus modales: se comportaba como un joven oficial de permiso que estuviese deseando volver al frente.

¡Celia!, recordó al menos el nombre. Pero ¿cómo se apellidaba?

Cuando llevaban recorrido medio camino de acceso —debía de ser cerca de un kilómetro, calculó Lascelles—, apareció un joven andando en dirección contraria. Llevaba pantalones de pana, un chaleco de cuero sin mangas sobre un jersey de lana y una gorra plana de tweed; en el hueco del brazo izquierdo portaba una escopeta abierta por la recámara. No miró siquiera al coche, sino que siguió con los ojos bajos y no aminoró el paso. Cuando pasaron a su lado, la niña más pequeña se volvió y ladeó el cuello para mirarlo por la ventanilla trasera. Una mata de rizos negros y relucientes asomaba por debajo de la gorra. Le recordó a uno de los criados en Balmoral; a uno en particular, igual de hosco y moreno, un tipo agitanado y justo con esos mismos rizos.

Lascelles describió un amplio círculo a la derecha sobre la gravilla con el coche —le gustaba jugar con esa máquina enorme y maravillosa, le encantaba cómo vibraba la parte de atrás al tomar una curva cerrada, igual que una chica tímida bailando el jitterbug— y se detuvo delante de las escaleras. Dejó el coche en marcha, por el placer de escuchar su ronroneo exquisitamente calibrado, pero también para tener ocasión de hacer un rápido reconocimiento visual de la mansión. Había musgo entre las losas de las escaleras, un pasamanos oxidado que llevaba hasta una puerta principal muy estropeada por las inclemencias del tiempo, un dintel de granito picado de viruelas por los siglos. El aire general de decrepitud de una mansión que aún no estaba en ruinas, pero sí camino de estarlo. No había duda de que, financieramente, Edenmore no tenía mucha suerte.

¿Es que nadie había ido a revisar aquel lugar antes de escogerlo como cobijo de las refugiadas reales?

Aunque tal vez, pensó, ahí estuviera la clave: en ocultar a las niñas donde nadie lo esperara, en una casa en ruinas que se encontrara en el quinto pino.

En el asiento trasero la niña que se había mareado se movió aletargada. La joven les estaba diciendo a ella y a su hermana que recordaran bajar todas sus cosas del coche. Strafford estaba aplanando las abolladuras del sombrero. Lascelles reparó en que el subinspector apenas se había tomado la molestia de mirar hacia la casa; probablemente conociera una docena de sitios así: le habían asegurado que Strafford era un auténtico descendiente de colonos protestantes del siglo XVII. Pero, si era así, ¿qué demonios hacía en el supuesto cuerpo de policía de Paletolandia, que por lo que él sabía no era más que una panda de pistoleros con pensión, embutidos en uniformes de sarga azul a los que habían dado la orden de portarse bien?

—Esperen aquí un minuto —dijo Lascelles—. Avisaré de que hemos llegado.

Se apeó del coche y subió las escaleras, y, nada más alargar el brazo hacia el aldabón, la puerta empezó a inclinarse despacio por arriba. ¿Qué diablos...? Se sintió como Buster Keaton, allí de pie con la boca abierta y la mano levantada mientras la puerta se alejaba con un lento desvanecimiento hacia atrás en el recibidor.

Un tipo con un mono de trabajo y una camisa sin cuello soltó las manos de la puerta y lo miró con la boca abierta. Los dos se quedaron igual de perplejos. Luego, detrás del operario, apareció el duque ceñudo, colérico e irritado.

—¡Por el amor de Dios, McLaverty —le espetó—, se suponía que tenía que haber terminado hace una hora! ¡Quite ahora mismo esa puerta de en medio!

McLaverty, que era joven, pelirrojo, de rostro sonrosado y con pecas, cogió la puerta y la arrastró hacia el recibidor —igual que si fuese un cadáver aplastado con una apisonadora y rígido por el rigor mortis—, la levantó y la dejó apoyada de lado en la pared. Por el suelo empavesado de piedra había desperdigadas varias herramientas, y un caballete de madera apoyado sobre las patas robustas igual que un burro recalcitrante. Olía a virutas de madera y a podredumbre seca.

—Lo siento, lo siento —le dijo sir William a Lascelles, abriéndose paso entre las herramientas del suelo—. Edenmore. ¿Cómo está? Disculpe el desorden. Las bisagras estaban oxidadas y pensé que sería mejor arreglarlas antes de que llegasen, pero es evidente que no ha salido como había planeado. ¿Quién es usted: Lascelles o el otro tipo, el policía?

Lascelles ejecutó el truco con el sombrero hongo, balanceándolo sobre la parte inferior del brazo y luego lanzándolo sobre la mano, lo que hizo que sir William parpadeara y frunciera el ceño.

—Richard Lascelles, señor. De la embajada. Hablamos por teléfono.

—Sí, por supuesto. —Se habían dado la mano de forma brusca y torpe—. ¿Y sus altezas...? —se interrumpió, y enseguida se corrigió—, las señoritas, quiero decir.

Las niñas, seguidas de Celia y de Strafford, estaban subiendo los escalones. Andaban con paso lento y decidido, como les habían enseñado a hacer desde que dieron sus primeros pasos. Con sus abrigos de viaje abotonados hasta el cuello, los pulcros sombreros, los guantes de lino blanco y los bolsos rosas sobre la muñeca, tenían un aire solemne y pintoresco; podrían haber sido, pensó Strafford, un par de infantas sacadas de uno de los retratos cortesanos de Velázquez.

Entonces, otra persona surgió de las profundidades de la casa, una mujer menuda, regordeta y casi de forma cuadrada con un vestido del color de las gachas y un cárdigan negro. Su pelo era un amasijo de espesos rizos grises, como volutas de lana de acero, amontonadas en la espalda y arracimadas por delante sobre la frente. Tenía la cara pequeña, que podía haber sido bella en otra época; fríos ojos azules y la boca fruncida. Era la señora O’Hanlon, el ama de llaves del duque. En realidad se llamaba Bean Ó Hanlúain, pero el duque, a pesar del miedo que le inspiraba, se negaba en redondo a dirigirse a ella por la versión gaélica de su nombre. Avanzó con paso regio y el duque, sin verla, retrocedió un paso, chocó con ella y estuvo a punto de pisarla. Strafford, que acababa de llegar al umbral, vio a un joven pelirrojo esforzándose en recoger las herramientas de su oficio.

Lascelles les presentó a las niñas. Dijo que se llamaban Ellen y Mary, y el duque lo miró sorprendido un instante con gesto inexpresivo.

—Ah, sí —dijo a continuación, dejando de fruncir el ceño—. Ellen y Mary. Entiendo. —Miró a las niñas y esbozó una especie de parodia de una sonrisa, espantosa de contemplar, con una hilera de dientes descoloridos y mal colocados—. Bienvenidas a Clonmillis ... —Se interrumpió—. Queridas, sed muy bienvenidas.

Sujetó al ama de llaves por la parte superior del brazo y la empujó con fuerza, colocándola delante de él y convirtiéndola en una especie de escudo humano. La señora O’Hanlon empezó a hacer una reverencia, pero Lascelles negó rápidamente con la cabeza para advertirla.

Celia Nashe —¡sí, Nashe, pensó Lascelles, así se llamaba!— estaba escudriñando con recelo las sombras del pasillo. La cabeza y la cornamenta de un animal muy grande, debía de ser un ciervo o un alce —¿no había leído en alguna parte que todavía quedaban alces en Irlanda?— estaba montada en la pared de la derecha y se contemplaba a sí misma con mirada vidriosa en un espejo con marco dorado y cagadas de mosca que había enfrente.

Debajo del espejo había una enorme mesa de caoba oscura con un estilizado jarrón chino con la base desportillada, en cuyo interior había un ramo de crisantemos secos. Strafford, que había pasado su infancia en un ambiente igual de frío e intimidante, sintió lástima por la joven, que sin duda estaba pensando, igual que él, en las semanas, tal vez meses, que les quedaban por delante, cuando la humedad del otoño diese paso al férreo frío del invierno y la casa se sumiera en un estado de semihibernación.

Hasta ese momento ninguna de las niñas había dicho una palabra, y ahora la que iba a llamarse Ellen tomó la iniciativa: se apartaron de la melé que se había formado en la puerta y pasaron al recibidor, se detuvieron y se dieron media vuelta para mirar a los demás. McLaverty estaba apoyado en una rodilla, recogiendo virutas de madera y metiéndolas en un saco de arpillera. Las niñas ni siquiera lo miraron mientras estaba ahí arrodillado, el plebeyo suplicante. De hecho, daban la sensación de estar ignorándolos a todos, bien entrenadas como estaban en el sutil arte de no reparar más que en aquellos objetos e instancias en las que se centraba específicamente su atención.

—Sí, sí —dijo el duque—, sí, entremos. —Buscó al ama de llaves, que había vuelto a colocarse detrás de él—. Señora O’Hanlon, ¿podría preparar un poco de té tal vez?

Encabezó la marcha, y los demás lo siguieron. Strafford y Celia Nashe se quedaron en la retaguardia. Strafford le rozó el codo con el dedo a la joven.

—Todo irá bien —murmuró.

Ella le dedicó una mirada dura y fría.

Por supuesto, había sido una tontería por su parte, pensó divertido y desazonado al mismo tiempo, dar la impresión de que quería ponerse a su misma altura al intentar ofrecerle consuelo. No dudó de que para ella ocupaba una posición muy baja en la escala de importancia, en alguna parte entre ella, en la cúspide, y, digamos, el joven carpintero pelirrojo en el suelo.

La señora O’Hanlon estaba preguntando a las niñas si el viaje desde Inglaterra había sido agradable.

—Ella vomitó —dijo la pequeña, señalando a su hermana con un placer vengativo.

Las invitadas secretas

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