Читать книгу Las invitadas secretas - Benjamin Black - Страница 4
ОглавлениеLa niña se quedó de pie en la oscuridad delante de la alta ventana y observó con emoción y fascinación las bombas que caían sobre la ciudad. El cielo en el este, donde estaban los muelles, se incendiaba y centelleaba con toda suerte de colores —amarillos y azules y rosas y malvas—, mientras ascendían grandes nubes de humo ribeteado de rojo. Era como si se hubiese adelantado la noche de Guy Fawkes. O no: parecía una especie de acontecimiento teatral, como el último acto de una ópera, y que toda la actuación la dirigiera el barrido de la batuta de los reflectores.
De hecho, se veía a sí misma como una figura en un escenario, ahí de pie, con la enorme habitación en sombras a su espalda y el cielo incendiado a lo lejos.
Entonces, algo llegó volando a toda prisa de la oscuridad y golpeó contra el cristal de la ventana que tenía delante, y le hizo dar un respingo. Después del primer sobresalto, se acercó a la ventana y vio al pájaro fuera sobre la gravilla, tumbado de espaldas con las alas recogidas contra los costados con una pulcritud antinatural. Estaba estremeciéndose y tenía los ojos abiertos, vio cómo brillaban igual que pequeñas cuentas negras bajo el resplandor del cielo. ¿Qué tipo de pájaro era? Un búho no —¿habría búhos en medio de la ciudad?—, pero podía ser un estornino o incluso un cuervo pequeño. Ella sabía que iba a morir, y, mientras aún lo estaba mirando, las convulsiones cesaron y las alas se relajaron.
Imaginó a la gente en los muelles, a los obreros, a los marineros, a los bomberos, a las personas que iban por la calle e incluso a las que estaban en sus casas, muriendo así, con los brazos apretados con fuerza contra los costados y mirando el cielo en llamas, y luego imaginó sus ojos apagándose y los brazos relajándose.
La puerta se abrió a su espalda.
—¿Qué haces? —preguntó con aspereza su hermana.
La niña no se apartó de la ventana.
—Nada —respondió.
Su hermana se adelantó deprisa y corrió las gruesas cortinas, lo que hizo que las anillas sonaran arriba en el riel.
—¿No sabes que hay que apagar las luces?
Su hermana era cuatro años mayor que ella, y muy mandona.
—Las luces no estaban encendidas.
—Da igual..., la norma es tener las cortinas echadas en todo momento después de que oscurezca.
La niña suspiró. Se llamaba Margaret. Tenía diez años.
—Un pájaro se ha estrellado contra la ventana y se ha matado —dijo—. Está fuera, en el suelo, si quieres verlo.
—No deberías estar aquí, de pie al lado de la ventana. Si cayese una bomba, habría una explosión y el cristal se haría pedazos y te mataría.
—¿Lanzarían bombas aquí, contra nosotros?
Era una posibilidad que no se le había ocurrido. Sintió curiosidad por saber cómo sería que te volaran por los aires. Pero el palacio era tan grande que no se desplomaría, ¿no? Solo se dañaría el tejado y se caerían las chimeneas.
—Lanzan las bombas en todas partes —respondió su hermana—. Vamos..., mamá y papá nos están esperando.
Salió la primera de la habitación. Fueron por un pasillo ancho donde había arañas de cristal, e hileras de sillas doradas a ambos lados unas enfrente de otras, y grandes espejos ornamentados en las paredes, impasibles como centinelas.
Mientras andaban, Margaret estudió a su hermana con interés.
—Estás temblando —dijo.
—¿Qué?
—¿Te dan miedo las bombas?
Su hermana no la miró.
—Pues claro que no.
Llegaron a una ancha puerta doble, con dos lacayos con librea en posición de firmes, uno a cada lado.
—Vete a saber por qué habrá volado el pájaro hacia la ventana —dijo pensativa Margaret—. A lo mejor también tenía miedo de todo ese ruido y de las luces.
Los lacayos se adelantaron con elegancia y abrieron cada uno una hoja de la puerta para dejar pasar a las niñas.
El enorme salón de techo alto tenía un empapelado dorado descolorido y una alfombra de color amarillo oscuro. También ahí había una araña de cristal. Cuadros grandes y borrosos, retratos en su mayoría, en diversos tonos de marrón y negro y rojos descoloridos, se inclinaban un poco de las paredes, como si las personas en ellos escucharan con atención todo lo que ocurría en la sala. Había una enorme chimenea de mármol con un fuego de carbón absurdamente pequeño que humeaba detrás de la rejilla: en época de guerra todo el mundo tenía el deber de ahorrar combustible.
El padre de las niñas, alto, delgado y con un terno de tweed gris, estaba de pie junto a la repisa de la chimenea con una copa de jerez en una mano y un cigarrillo en la otra. La madre, con un vestido de seda gris y un peinado como un casco de cabello ondulado, estaba sentada en un sofá de cretona; también ella tenía un cigarrillo y una copa, aunque la suya estaba llena de ginebra.
—¡Vaya, hola a las dos! —dijo el padre alegremente. Una serie de bombas cayeron no muy lejos y estremecieron los cristales de las ventanas en sus marcos, por lo que él añadió—: Vaya un estruendo, ¿eh?
Tenía un ligero tartamudeo que empeoraba cuando estaba nervioso o enfadado.
Al cabo de quince minutos las sirenas dieron la señal de todo despejado. Margaret y su padre se habían sentado a una mesita redonda de patas retorcidas y pies como garras de león. Estaban jugando a las damas. Su madre, todavía reclinada en el sofá, hojeaba un ejemplar de Punch. La hermana mayor estaba en un sillón con un libro abierto sobre el regazo. Era evidente que fingía leer, Margaret la miró y luego volvió a mirarla con los ojos entornados; notó que su hermana seguía asustada, aunque el bombardeo hubiese cesado, de momento.
Su padre hizo un movimiento en el tablero.
—¡Ajá! —exclamó triunfal—. ¿Ves?, estoy a punto de coronar.
Margaret se rio despreciativa.
—Así serán dos coronaciones.
—Es ve... verdad —dijo su padre, sonrojándose un poco por la dificultad al pronunciar la palabra; le avergonzaba su tartamudeo o su «impedimento en el habla», como insistía en que lo llamara su madre, aunque de hecho rara vez aludía a él y nunca en su presencia. A Margaret le inspiraba lástima. No conocía a ningún otro adulto que tartamudeara.
—Lilibet, cariño —le dijo la mujer del sofá a su hija mayor, que estaba sentada con el libro en las rodillas—, ¿estás segura de tener todo listo y empaquetado? La señorita Nashe llegará enseguida.
—Sí —replicó la niña—, todo está preparado.
La niña siguió con los ojos fijos en el libro. Margaret volvió a mirarla. El ambiente en la sala se había vuelto tenso.
—Vais a tener que ser valientes —dijo su madre, con voz suave—. Será solo una temporada y luego volveremos a estar juntos.
—¿Por qué no podemos ir a Escocia y así podríais venir con nosotros? —preguntó Margaret.
—Porque tu padre y yo debemos quedarnos para estar con el pueblo y compartir su... su...
—¿Su qué? —quiso saber la niña.
—Su valentía —dijo el padre—. Y para demostrarle al señor Hitler que no tenemos miedo ni de él ni de sus bombas y que nunca nos rendiremos a sus a... amenazas. —Se volvió hacia su hija mayor—. ¿Verdad, Lilibet?
—Sí, papá —dijo la niña del sillón. Su padre hizo ademán de mover una ficha, cambió de opinión y se sentó pensativo.
Margaret volvió a mirarla de cerca, y, sin que la vieran sus padres, hizo una mueca y le sacó la lengua.
—No entiendo qué tiene que ver la valentía con enviarnos a Irlanda —le dijo a sus padres—. A mí me parece huir.
Su padre y su madre cruzaron una mirada.
—A veces pienso —dijo el rey, sonriéndole a su hija pequeña por encima del tablero— si no deberíamos enviarte a ti con el señor Hitler, cariño. ¡Estoy convencido de que le darías un susto de muerte solo con mirarlo!
Fuera volvieron a sonar las sirenas. La niña del sillón apartó la vista de su libro para mirar las cortinas que tapaban las ventanas y pasó la página.