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Fue un viaje largo y fatigoso. Las niñas, que apenas le habían dirigido la palabra a Celia, pronto se quedaron dormidas, acurrucadas la una contra la otra debajo de una manta de lana de color pardo. Celia se sentó a su lado, viendo pasar el paisaje nocturno por la ventanilla. En cuanto salieron de la ciudad, el cielo se despejó, volvió a salir en parte la luna y bajo su reflejo plateado pudo ver kilómetros y kilómetros de campiña llana. Pasaron Reading y atravesaron los Downs de Berskshire, bordearon Bath y Bristol y siguieron el curso del Avon hasta la costa, donde se detuvieron por fin.

Estaban en un anónimo pueblecito de pescadores, sin el menor indicio de vida por ninguna parte y ni una sola luz encendida. En el muelle los esperaba una embarcación de la Armada. Habían pintado encima de todos los distintivos. Celia pensó que podía tratarse de una corbeta, aunque apenas sabía nada de barcos. Tuvieron que despertar a las niñas —la pequeña estaba murmurando en sueños y apretando los dientes— y subieron a bordo ayudados por personal claramente perteneciente a la Armada, aunque iban vestidos de marineros normales, con jerséis gruesos, monos de trabajo y gorras.

Debajo de la cubierta apenas había espacio para moverse y olía a aceite de motor y a sudor. Instalaron a las niñas en el camarote de proa, donde había dos literas. A Celia le asignaron una especie de cubículo detrás del mamparo, en el que el único sitio donde dormir era un sillón viejo y desvencijado con los muelles sueltos que se clavaban por todas partes y que no le dejaron disfrutar más que de breves intervalos de sueño agitado y plagado de pesadillas.

El capitán era desalentadoramente joven, no debía de tener más de veinticinco años. Era apuesto y tímido, habló a Celia con deferencia y se disculpó por la suciedad y la incomodidad a bordo.

—Los que mandan han pensado que una vieja bañera como esta atraería menos atención, Dios sabe por qué —dijo—. Una vez salgamos del estuario, la travesía será rápida, unas pocas horas, si no cambia el tiempo.

—Pero ¿adónde vamos? —preguntó Celia, molesta consigo misma por sonar tan irritada; estaba cansada y nerviosa después del largo viaje en coche.

El joven agachó la cabeza para disculparse de nuevo.

—¿No se lo han dicho? —empezaba a ser la muletilla de la noche—. A Irlanda. Iremos directos a Waterford, y las dejaremos en la costa. Las estará esperando un coche...

—¿Quiere decir que nos espera otro viaje al llegar?

Una vez más, intentó no parecer quejosa.

—Eso me temo.

—¿Tenemos que ir muy lejos?

Nunca había estado en Irlanda y apenas sabía nada de ella; lo mismo podía haberle dicho que se dirigía a una ignorante colonia en la costa africana.

—Eso no lo sé —dijo el joven—. Mis órdenes son llevarla allí y asegurarme de que suben al coche. Después...

Se encogió de hombros, mostrando su cordial compasión por medio de una sonrisa deliberadamente cómica y contenida.

Le dio las gracias, y él respondió con un torpe saludo y salió al puente. Ella se acomodó como pudo en el sillón.

¿Para eso había implorado a su tío el general de brigada que la recomendara para entrar en el servicio de seguridad?

Al cabo de un rato cayó en una especie de sueño, pero luego despertó alarmada con un sobresalto, incapaz al principio de saber dónde se encontraba o qué estaba sucediendo. El pequeño barco se balanceó sobre una ola larga y lenta. Celia se sentó con las manos sobre el reposabrazos del sillón y escuchó, o más bien sintió, el ritmo irregular de la hélice, que producía rápidos y sucesivos estremecimientos en la embarcación y hacía que las planchas de acero temblaran y traquetearan.

Debía ir a ver a las niñas.

Cuando abrió la puerta del camarote, girando el picaporte con mucho cuidado para no despertarlas con el ruido, notó que un escalofrío de terror le oprimía el corazón. Una luz en el techo vertía un leve resplandor azulado sobre el minúsculo camarote y vio que una de las literas estaba vacía. La niña mayor seguía allí dormida, con un brazo cruzado en diagonal sobre la cara, como para protegerse de un golpe. Había un fuerte olor a vómito.

Celia volvió corriendo al pasillo, se detuvo un momento y miró a su alrededor. ¿Qué camino seguir?

Reparó en que estaba rezando, murmurando: «¡Por favor, Dios mío!», una y otra vez para sus adentros. A la izquierda, el pasillo terminaba en una puerta de latón y caoba; a la derecha, un breve tramo de escaleras llevaba a la oscuridad de la noche. Recordó que por ahí era por donde había ido el capitán cuando se marchó. Sus zapatos resonaron sobre los escalones con un ruido terrible, como si fuese el latido, muy amplificado, de su propio corazón golpeando enloquecido en su caja torácica.

El barco chocó con una ola especialmente grande y dio una guiñada bajo sus pies. Casi perdió el equilibrio, y se habría caído de no haber habido una barandilla metálica a la que pudo agarrarse. La luna se había puesto, pero había un lívido resplandor en el cielo a popa, que supo que no era el amanecer.

Cuando vio a la minúscula figura recortada contra aquella lejana refulgencia, al principio pensó que debía de estar imaginándolo. Pero no.

—¡Estás aquí! —gritó, sujetando a la cría de los hombros y apretándola con fuerza contra sí.

Se le pasó por la cabeza una absurda incoherencia: ¿cómo debía llamarlas?, ¿cómo debía dirigirse a ellas? Sería ridículo llamar a una niña su alteza. Pero nadie se lo había dicho; en realidad, nadie le había dicho nada: solo que no debía dirigirse nunca a las princesas como tales, y que nadie debía conocer su verdadero nombre. ¿Cómo iba a arreglárselas si la habían dejado en la inopia de ese modo? No era justo, como diría su madre subrayando enfadada las palabras: ¡sencillamente no era justo!

—Estaba viendo el bombardeo —exclamó la niña, mientras se debatía para librarse del estrecho y aliviado abrazo de Celia.

Esta miró hacia el cielo encendido a lo lejos. Luego se enteraría de que el objetivo del bombardeo habían sido los astilleros de Pembroke.

—¡No deberías haber subido aquí! —casi chilló—. Podrías haberte caído por la borda y... y...

La niña se soltó y dio un paso atrás con la barbilla baja y los puños apretados contra los costados.

—¡Sé lo que se puede hacer en un barco! —dijo con voz malhumorada y ominosamente baja—. Mi padre tiene un yate del tamaño de... del tamaño de... —Le falló la imaginación—. Es veinte veces más grande que esta barcaza ridícula, y cuando estoy a bordo me dejan estar en cubierta y ver todo lo que hacen.

—Deberías haberte quedado en el camarote. ¿Por qué has salido?

—No paraba de vomitar.

—¿Tu hermana?

—Era asqueroso, hacía unos ruidos...; tendría que haberlos oído.

Por un momento ninguna de las dos dijo nada; luego, Celia bajó la cabeza arrepentida, como si se sintiera una idiota por habérselo tomado así.

—Perdona —dijo—. No debería haberte abrazado de ese modo. Pero me asustó que...

—Todo el mundo está asustado —declaró la niña con desdén—. Pero a mí me gusta ver los bombardeos.

—¡Oh, querida! —dijo Celia con un nudo en la garganta—. Mi querida..., mi querida y dulce Margaret, no debes decir algo así, sobre todo cuando sabes muy bien que no es cierto.

La niña volvió a reírse, pero esta vez con menos rudeza, aunque con idéntico desprecio.

—¿Me va a llamar así? ¿Quiero decir, por mi verdadero nombre?

—No, no, lo siento, quería decir...

—Papá me pidió que dijese que me llamo Mary. Dijo que sería como un juego, pero yo sé que no es verdad. ¿Cree que estaremos en peligro allí —movió la cabeza en dirección al oscuro horizonte al oeste— ya que tenemos que fingir que somos otra persona?

—No estaréis en peligro, te lo prometo —dijo Celia—. Por eso estoy con vosotras, para que estéis a salvo... y fuera de peligro.

Las invitadas secretas

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