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ОглавлениеLa señora O’Hanlon, que efectivamente se encargaba de casi todas, si no de todas, las cuestiones prácticas de la vida en Clonmillis Hall, condujo a Celia Nashe y a las niñas por dos tramos de escaleras, el segundo más deslucido que el primero, y por una serie de pasillos tortuosos hasta lo que parecía un ala separada de la casa. Las niñas iban a compartir habitación; no porque no hubiese cuartos disponibles de sobra, sino porque alguien había pensado que sería mejor ponerlas juntas para que se hicieran compañía. Era un cuarto grande y austero de techo alto, con una amplia ventana de guillotina que daba a una franja de césped y a un bosque. Había dos camas estrechas una al lado de la otra, separadas por una cómoda de roble sobre la que habían dejado una jarra de agua y dos jofainas de esmalte. Había también un gigantesco ropero de caoba con un espejo en la puerta, un par de sillas larguiruchas de espalda recta y un sofá que no parecía muy cómodo lleno de bultos y con unas volutas de madera talladas en el respaldo. Habían subido las maletas de las niñas y las habían dejado una al lado de la otra, formando un pulcro pelotón delante del armario.
—¡Vaya, qué bonita! —dijo animosa Celia Nashe, mirando a su alrededor—. ¿No os parece bonita, niñas?
Ellen y Mary, como habían pasado a llamarse ahora, con sus abrigos y sus sombreros, se quedaron también una al lado de la otra, igual que las maletas, y le devolvieron la mirada en silencio. A pesar de esa actitud inflexible, que rozaba la mala educación, Celia sintió una oleada de simpatía por ellas, aunque se cuidó mucho de demostrarlo. Todos tendrían que tomarse las cosas según vinieran. No obstante, al igual que Dick Lascelles, dudó de si los padres de las niñas sabrían la clase de sitio al que habían enviado a sus hijas, ¿se habían alojado alguna vez en Clonmillis Hall?, ¿lo habían visitado siquiera?
Ella no habría dejado ni a un perro en un mausoleo tan siniestro como ese.
Pero, como todo el mundo sabía, los miembros de la realeza eran distintos de los demás, vivían en un mundo diferente, un mundo que se regía por normas que las personas normales desconocían y cuyas exigencias apenas podían imaginar.
Le sorprendió ver que las camas no estaban hechas. La señora O’Hanlon reparó en su mirada, y su tensa expresión se tensó aún un poco más.
—No esperábamos a sus alt... a las señoritas hasta después de comer —dijo—. Debe de haber habido algún malentendido. A mí no se me consultó, así que no sé qué puede haber ocurrido para que hayan llegado ustedes tan pronto.
Mary se sentó al lado de una de las camas sin hacer, botó un par de veces arriba y abajo e hizo una mueca. Tenía el bolsito sobre el regazo. El sombrero era una boina escocesa y debajo del abrigo llevaba una falda de cuadros decorada con un enorme imperdible. Celia, que era soltera y sin hijos, sabía no obstante algo de niños —su hermano tenía dos hijas, más o menos de la misma edad que esas dos— y notó que la pequeña estaba a punto de enfurruñarse. Sin duda, debía de echar de menos a sus padres, aunque era evidente que no tenía intención de admitirlo.
La señora O’Hanlon se detuvo al lado de la ventana y miró hacia el jardín. Chasqueó la lengua.
—Esa chica... —murmuró. Luego se volvió hacia Celia—. La hemos puesto en la habitación Azul —dijo—. Siguiendo por el pasillo.
—¿Podemos deshacer el equipaje? —preguntó Ellen, la hermana mayor. Se había desabrochado el abrigo, pero no se lo había quitado. El día se había nublado y el aire en la habitación de techo alto era gélido; hasta entonces el otoño había sido clemente, pero empezaba a avizorarse la inminente llegada de la humedad y la oscuridad del invierno.
Mary se levantó de la cama, fue a la ventana y se asomó para ver qué o quién había merecido la desaprobadora atención de la señora O’Hanlon. Vio a la criada en el jardín, debatiéndose aún con la sábana de lino húmeda y pesada. Desde esa parte de la casa, si Mary aplastaba la cara contra el cristal y miraba en ángulo hacia un lado, podía ver también al duque, en el salón del desayuno, de pie y de espaldas a la ventana. Mientras la observaba, la criada, una joven rolliza con el pelo negro recogido debajo de un gorro blanco de lino, cogió el cesto de la ropa y se fue con él debajo del brazo hacia una puerta abierta que parecía llevar a la lavandería. Cuando llegó a la ventana, que estaba unos centímetros entreabierta, aminoró el paso y, por el modo en que se demoró, agachándose un poco, Mary comprendió que estaba intentando escuchar lo que se decía dentro. Luego entró en la lavandería.
Ellen había subido una de sus maletas al sofá y la estaba deshaciendo.
—Deja que te ayude —dijo Celia, avanzando hacia ella.
La señora O’Hanlon fue hacia la puerta.
—Bueno, yo las dejo —dijo.
Nadie le hizo ningún caso. Celia se había arrodillado delante de la maleta, de la que Ellen estaba sacando un vestido de color azul pálido, y Mary reparó con interés en la mirada vengativa que le echó la mujer de más edad a la más joven antes de atravesar el umbral. Era evidente que esas dos no iban a congeniar. A Mary le gustaba observar a la gente y ver cómo se comportaba. Pensaba que podría ser una buena detective, probablemente mejor que el flacucho ese de la gabardina que les habían asignado, y de quien se suponía que ella ni siquiera tenía que saber que era policía.
Detrás de ella, su hermana le habló a Celia en ese tono mandón que adoptaba siempre que se dirigía a un criado.
—De verdad, señorita Nashe, puedo deshacer la maleta sola, gracias. Seguro que tiene usted sus propios asuntos de los que ocuparse.
Mary notó la sorpresa de Celia, por no hablar de su desconcierto, cuando le habló en ese tono tan arrogante. Bueno, tendría que acostumbrarse. Mary ya había ideado un apodo —doña Estirada— para su cuidadora de ojos gélidos.
—Bueno, si estás tan segura... —le dijo Celia, todavía de rodillas, a Ellen—. Y, por favor, llamadme Celia. —Miró a Mary, en la ventana—. No os importa, ¿verdad?
Ellen fingió no haberla oído. Estaba enfadada, lo que significaba que no estaba segura de cómo comportarse en esas circunstancias concretas.
Celia se puso en pie y se alisó la falda. Esbozó una sonrisa vaga y un tanto insegura en dirección a Mary y salió de la habitación.
Había que reconocerle una cosa a su hermana, pensó Mary: enfadada o no, sabía poner a la gente en su sitio con solo una mirada y un leve endurecimiento de la voz.
—Será mejor que tú también deshagas las maletas —le dijo entonces Ellen, sin darse la vuelta—. Pensaba que tendríamos al menos nuestra propia doncella, pero está visto que en Irlanda eso no se estila.
Mary podía oír en el cuarto contiguo —la habitación Azul— a la señora O’Hanlon y a Celia conversando en tono gélido.
—Si necesitan alguna cosa —estaba diciendo la señora O’Hanlon—, lo que sea, solo tienen que pedírmela. Yo soy la persona indicada para lo que puedan necesitar.
—Gracias, señora... —Celia había olvidado el nombre del ama de llaves.
La señora O’Hanlon dejó que pasaran unos momentos de tenso silencio —Mary imaginó el brillo de sus ojos azules y pálidos— y luego subrayando mucho las palabras dijo:
—Me llamo O’Hanlon.
—¡Claro, claro! —exclamó cohibida y apurada Celia—. Lo siento mucho. Señora O’Hanlon. Gracias.
El ama de llaves salió de la habitación, y Mary la oyó alejarse por el pasillo. Esperó un momento, abrió sin hacer ruido y siguió a lo largo de la pared hasta llegar a la habitación Azul. La puerta estaba entreabierta. Celia había dejado la bolsa Gladstone encima de una cómoda baja al lado de la cama y sacó de ella algo que Mary tardó un momento en reconocer: una pistolera de cuero marrón oscuro y brillante, con una solapa y cierre metálico. Celia abrió el cierre, levantó la solapa y sacó una pistola negra, azulada y reluciente. La comprobó un momento, volvió a meterla en la pistolera, abrió uno de los cajones de la cómoda, guardó en él el arma y la pistolera y lo cerró.
A Mary no le sorprendió lo más mínimo lo que acababa de ver, tan solo le pareció emocionante. Estaba segura de que alguien tenía que ir armado.
De modo que sí que estaban en peligro.
Oyó abajo a una persona que empezaba a subir las escaleras, así que corrió y se metió en lo que supuso que tendría que empezar a considerar su habitación, la suya y la de su hermana. Ellen había dejado de deshacer la maleta y estaba de pie delante de la ventana, inmóvil, contemplando la mañana nublada. ¿Por qué estaba tan quieta?, ¿y por qué tenía la mano delante de la cara? ¿Estaba llorando? Cuando reparó en la presencia de Mary a su espalda, volvió donde la maleta, pero continuó apartando la cara.
Mary se tumbó en la cama que había elegido. Seguía con el abrigo puesto. Cruzó las manos sobre el pecho —a menudo se tumbaba así, rígida e inmóvil, practicando cómo ser un cadáver— y se quedó mirando el techo. Le gustaba el aspecto de las sombras en los rincones; tenían un no sé qué de misterioso y de agradablemente melancólico. A todos los techos les pasaba lo mismo, incluso en las habitaciones más luminosas. A menudo deseaba poder flotar fuera de su cuerpo, flotar y quedarse allí, como una araña, suspendida en ese crepúsculo permanente y soñoliento.
La persona que subía por las escaleras había llegado al rellano, oyó unos pasos de hombre por el pasillo y giró la cabeza justo a tiempo de ver al subinspector pasar por delante de la puerta.
Volvió a pensar en la pistola de Celia Nashe. Un día que no estuviese Celia se colaría allí, la sacaría de su funda y la sostendría en la mano. Quería saber qué se sentía al empuñar un arma. Esta sería diferente de las escopetas que tenía su padre para cazar aves. No eran tanto armas como herramientas. La pistola de la señorita Nashe era muy diferente.
Se oyeron unos martillazos a lo lejos; debía de ser el joven de las pecas —McLaverty, se llamaba— ocupado aún en la reparación de la puerta. ¿Por qué recordaba su nombre, pero había olvidado el del subinspector? La vida estaba llena de extrañas contradicciones como esa. Pensó en el joven con el que se habían cruzado en el camino de entrada. Le habría gustado saber cómo se llamaba. Se parecía mucho a Jamie McDonald, el criado de Balmoral. Solo que este era más guapo que Jamie.