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En ese momento les llevaron la sopa, y la frugal ensalada verde, que había pedido Strafford para no llamar la atención mientras los otros dos tomaban el primer plato. No obstante, Hegarty miró con desprecio la lechuga un poco ajada; sin duda pensaba que Strafford estaba siendo ostensiblemente sobrio, o eso pensó Strafford; con un hombre como Hegarty no había término medio; ¿qué debían de haber pensado Yeats y lady G. de él?

Strafford vio que los jugadores de críquet habían parado para hacer un descanso y se dirigían al pabellón. Despreciaba todos los deportes, menos el tenis, que le gustaba por su fluida elegancia: no era que se le diese bien, pero había admirado, y en algunos casos envidiado, a los pocos jugadores de talento que pasaron por su colegio.

—Las niñas tienen diez y catorce años —estaba diciendo Lascelles, rociando vigorosamente la sopa de sal—. Tienen que salir de Londres cuanto antes. Desde que empezó el Blitz, no hemos sabido qué hacer con ellas. Pero es primordial que estén a salvo en algún sitio, en un lugar del que podamos estar seguros.

Hegarty, con la cuchara sopera suspendida en el aire, estaba observando a Lascelles con la mayor atención.

—¿Y puede saberse quiénes son esas «niñas»?

Lascelles también dejó de comer y volvió a esbozar una sonrisa, mostrando los dientes. Era apuesto, en un sentido refinado aunque algo brutal, con la frente estrecha, los pómulos marcados y los ojos oscuros y con un brillo extraño. Su piel tenía una textura correosa, como si hubiese pasado muchos años en un clima ecuatorial. Los diplomáticos, por la experiencia que tenía Strafford de ellos, eran una raza aparte; su frecuente desarraigo y los traslados a diversos sitios del mundo les daban, además de su actitud estudiada e insulsa, un no sé qué de nervioso y agitado, como si temiesen que en cualquier momento pudiera llegar un mensajero con la orden de hacer las maletas y partir al cabo de una hora.

Hegarty seguía esperando la respuesta a su pregunta. Lascelles miró a un lado un momento con los labios apretados.

—Digamos solo, ministro —respondió en voz baja—, que son de buena familia..., de muy buena familia.

—Entiendo —dijo Hegarty, y volvió a meter la cuchara en la sopa. Estaba sonriendo con gesto astuto, lo cual tenía el efecto de hacer que se le contrajeran los rasgos faciales, de modo que parecían apelotonarse aún más—. Su rey y su reina, tengo entendido —dijo en tono conversacional, tapándose los ojos—, insisten en quedarse en Londres mientras duren los bombardeos nocturnos para... —alzó la vista, con las cejas arqueadas— compartir el sufrimiento de la gente corriente.

—Sí, desde luego. Sus majestades son inflexibles, no se dejarán convencer.

—Muy noble por su parte, estoy seguro —observó Hegarty, con un leve y seco gesto desdeñoso—. ¿Y su familia se quedará también con ellos?

—Se supone que sí —dijo, midiendo sus palabras—. Pero, claro, en tiempos así, hay muchas cosas que es mejor ocultarle a la opinión pública. Podría afectar a la moral, ya me entiende.

—Ah, ¿sí? —dijo Hegarty con una risa ronca.

Sentado entre el ministro y el diplomático, Strafford estaba fascinado al observar el avance de la negociación que estaban llevando a cabo, aunque todavía no se habían planteado las condiciones de ningún trato que pudiesen llegar a hacer.

Dos niñas, de una familia de la más alta sociedad inglesa; tenía bastante idea de quiénes podían ser. Aquel encuentro se había vuelto muy interesante de pronto.

Hegarty terminó la sopa, apartó el cuenco a un lado, se llevó la servilleta a la boca pequeña y rojiza y tosió en el puño minúsculo; a pesar de su corpulencia, varias partes de su cuerpo estaban hechas en miniatura, como si se hubiese detenido su desarrollo, los últimos vestigios, por así decirlo, del niño que, por implausible que pudiera parecer hoy, debía de haber sido.

—Irlanda es neutral en esta guerra, señor Lascelles —dijo puntilloso—. Como usted sabe muy bien.

—Por supuesto. Pero también sé, de hecho creo que los dos lo sabemos, qué es lo más conveniente para los intereses de Irlanda.

El camarero, un gorila de pelo cano con chaleco de rayas, se acercó a la mesa. Les ofreció la carta de vinos, y Lascelles la cogió y la estudió con el ceño fruncido y toqueteándose el labio inferior entre el dedo índice y el pulgar. Hegarty miró a Strafford y, sin modificar lo más mínimo su expresión, le guiñó el ojo.

Lascelles miró al camarero.

—Creo que tomaremos el Riesling seco, Dudley —dijo.

—Muy bien, señor Lascelles —gruñó el camarero. Tenía la piel de las mejillas y la barbilla enrojecida, con manchas y pelada con escamas grises. A Strafford le pareció que tenía pinta de boxeador retirado. El personal de esos sitios siempre era interesante, y le resultaba frustrante no haber podido dar con la manera de hacer averiguaciones sobre su pasado sin parecer prepotente u ofenderlos. Lo último que podía imaginarse era que Dudley se llamara Dudley. Pero así se llamaba, a no ser que Lascelles se lo hubiera inventado, lo cual era muy posible, en vista de su idea de la diversión. Los tipos de mirada dura como él disfrutaban burlándose de lo que ellos habrían llamado las clases inferiores.

—Lo más conveniente para nuestros intereses, dice usted —observó Hegarty, mirando pensativo a los jugadores de críquet—. ¿Y de qué se trata, según usted?

La niebla se estaba espesando sobre el campo de juego, y al sol le costaba más que nunca atravesarla.

—Lo cierto es que, en mi opinión, nuestros intereses, los suyos y los nuestros, coinciden en este caso —respondió en voz baja Lascelles, mirando a izquierda y a derecha, asegurándose dos veces de que nadie podía oírle.

—Los ingleses fusilaron a mi padre hace veinte años, en la guerra de Independencia —dijo Hegarty en tono cordial e incluso amistoso—. ¿Lo sabía, señor Lascelles?

Lascelles apuró el vino de la copa, la dejó sobre el mantel y le dio vueltas y vueltas despacio sobre la base, mirándola fijamente.

—Sí, lo sabía —dijo en voz baja—. Pero, por lo que he oído, en esa época tan lamentable su padre también se las arregló para fusilar a unos cuantos de nuestros muchachos. De hecho —volvió a sonreír, mostrando otra vez los dientes—, si no estoy equivocado, usted mismo empuñó las armas, de joven en..., ¿dónde fue? ¿La Brigada del Oeste de Cork? —Se volvió y miró hacia la ventana—. ¡Muy buen lanzamiento, sí, señor! —exclamó.

Lascelles rellenó su copa y la del ministro, Strafford puso la mano sobre la suya. Mientras asistía a la conversación de aquellos dos hombres, había ido teniendo cada más la sensación de estar perdiendo la pigmentación, de modo que, muy pronto, acabaría volviéndose transparente del todo. De hecho, por lo que se refería a la pareja sentada con él a la mesa, era como si fuese ya invisible, una figura hecha de cristal, hasta ese punto lo estaban ignorando. No le importó; en las relaciones sociales era, y se alegraba de serlo, un espectador nato, más a menudo un observador, rara vez un agente.

Dudley el Improbable llegó con el pescado, ayudado por un joven pelirrojo —un crío, en realidad— de nudillos agrietados, que parecía un ternero asustado. Trajeron el Riesling y Dudley lo descorchó con una brusca pericia de la que se sentía vanamente orgulloso. Sirvió un poco en la copa de Lascelles y esperó, con el antebrazo detrás de la espalda. Lascelles probó el vino, se enjuagó la boca con él, llenó una mejilla y luego la otra antes de tragárselo, después asintió con la cabeza en dirección al camarero.

—¿Debo entender, señor Lascelles —dijo Hegarty, cuando se marcharon Dudley y su ayudante—, que querría usted separar a esas dos niñas de su muy buena familia y enviárnoslas una temporada para que cuidemos de ellas?

Lascelles había cortado trocitos de pescado y patatas en cubos individuales del tamaño de un bocado. Debía de haber pasado al menos parte de su juventud en Estados Unidos, decidió Strafford, pues sabía que así era como enseñaban a comer a los niños estadounidenses. Igual que pasaba con el personal del club, era imposible saber, en el caso de esos tipos de la embajada, de dónde procedían o cuáles eran sus antecedentes. Este parecía y sonaba como el típico alumno de Eton y Oxford, pero podía haber sido de cualquier parte. ¿Era Lascelles un apellido inglés? Aunque Strafford creyó recordar que el secretario personal del rey tenía un apellido parecido..., de hecho, entonces recordó que no era parecido sino idéntico: Tommy Lascelles. Le habría gustado saber si este sería algún pariente suyo; no podía haber muchas familias con ese apellido.

—Esa es la idea general, sí —dijo entonces Lascelles, todavía diseccionando con habilidad su comida—. Como acaba de señalar, ministro, Irlanda es neutral, y me alegra decir que es un lugar muy pacífico —hizo una pausa— hoy en día. Y, por tanto, resulta ideal para nuestro propósito. Al principio pensamos que lo mejor para ellas sería Canadá, pero los submarinos de los jerries empiezan a ser preocupantemente eficaces en el Atlántico norte. ¿Australia?, está demasiado lejos. ¿Sudáfrica...?, en fin. Así que se nos ocurrió, quiero decir que a Londres se le ocurrió, que tal vez ustedes aceptarían acoger a esas pobres niñas desamparadas y darles protección por un tiempo. —Dio un sorbo al vino y frunció apreciativamente los labios—. No está mal este vino blanco del Rin, ¿verdad?

Hegarty siguió con la cara inclinada sobre el plato —igual que una oveja sobre la hierba, pensó Strafford—, aplastando las patatas en la salsa del pescado y metiéndose bocados de la papilla resultante en la boca, proceso acompañado de pequeños sorbidos de apreciación, sin duda inconscientes.

—Y dígame, señor Lascelles —dijo, masticando todavía y sin alzar la mirada—, ¿qué...? —Hizo una pausa de un instante y luego continuó—: Para no andarme con remilgos, ¿qué sacaríamos nosotros de esto?

Lascelles estaba absorto en separar, medir y cortar la comida. A pesar de su manera yanqui de comer, tenía que haber estudiado en un colegio privado, decidió Strafford: solo alguien que hubiese asistido a uno de los establecimientos educativos más exclusivos de Inglaterra podría comer el lenguado aguado y las patatas blandas con una indiferencia tan natural, aunque también él había dejado los gruesos guisantes, que no eran verdes sino de un tono grisáceo y polvoriento muy poco apetitoso. Irlanda, pese a su neutralidad, también sufría algunas de las privaciones de la guerra.

A pesar de las apariencias, Lascelles estaba escuchando. Dejó el cuchillo y el tenedor, bebió otro trago de vino y, secándose la boca con la servilleta, acercó la silla a la mesa y se inclinó hacia delante como quien hace una confidencia.

—Su país, según tengo entendido, necesita carbón —dijo en voz baja, hablando por la comisura del labio—. E Inglaterra, señor Hegarty, tiene carbón en abundancia...; es uno de nuestros pocos recursos inagotables en estos tiempos tan difíciles.

—No lo dudo —respondió Hegarty, entornando los ojos de párpados ya gruesos de por sí—. Las cuencas de Yorkshire, los valles de Gales... —dejó la frase en unos soñolientos puntos suspensivos; Irlanda solo tenía su turba.

—Exacto —dijo Lascelles, asintiendo con la cabeza—. Pues bien, el gobierno de su majestad, por medio del Foreign Office, propone la posibilidad de un envío quincenal al puerto de Dublín de..., bueno, digamos de momento X toneladas de ese material como regalo del antiguo opresor —esbozó una sonrisa burlona— al antiguo oprimido.

—¿Un regalo? —dijo Hegarty, adelantando el labio inferior y mostrando el interior purpúreo y brillante, en lo que parecía al mismo tiempo una sonrisa y un gesto desdeñoso.

—Un incentivo, entonces —concedió Lascelles sin darle importancia.

De pronto se volvió hacia Strafford como si acabara de recordar que estaba allí, y se dirigió a él:

—Y a usted, joven, ¿qué le parece el lenguado?

—Muy bueno —respondió Strafford del modo más inexpresivo e indiferente posible.

De hecho, había dejado el pescado, que además de insípido estaba tibio. Lascelles seguía comiendo el suyo con infatigable celeridad, llevándose las porciones individuales del plato a la boca con rapidez de experto. Strafford especuló sobre qué edad podía tener. Debía de rondar los cuarenta, supuso, como Hegarty, pero, a diferencia de este, parecía más joven de lo que era, con esos grandes dientes blancos y la piel bronceada, que en los pliegues de debajo de los ojos y detrás de las orejas tenía un tono decididamente negruzco. Sí, sin duda había estado en las colonias.

Entretanto, Hegarty miraba por la ventana e intentaba quitarse un trozo de pescado que se le había quedado entre las muelas.

—Pide usted mucho —dijo por fin, dirigiéndose a Lascelles—. Si la legación alemana llegara a olerse el trato que propone, nos veríamos todos en una situación muy delicada.

—¿Cómo iban a «olérselo»? —preguntó riéndose Lascelles.

—¿Y si alguien las reconociera?

—Nuestra impresión es que su presencia en las regiones más remotas..., su presencia en la Irlanda rural resultará tan improbable que a nadie se le ocurrirá que puedan ser ellas. Se las ha advertido de que tendrían que usar un nombre falso, Ellen y Mary. Estoy seguro de que se lo tomarán como una especie de juego, y se dejarán llevar por el espíritu de la idea.

—Es arriesgado.

—Desde nuestro punto de vista, dejarlas en Londres sería un riesgo mucho mayor. Todo se ha tenido en cuenta. Podemos enviar a las niñas en avión una noche oscura o en un navío de la Armada sin distintivos, y nadie se enterará.

—No, para empezar solo los empleados y las limpiadoras de la embajada británica —respondió con sequedad Hegarty. Siguió un rato intentando quitarse el trozo atrapado entre las muelas—. Y dígame —quiso saber—, ¿qué se supone que debemos hacer con esas crías si dejamos que vengan?

El inglés cerró los ojos un momento e hizo con la mano izquierda un gesto como para limar asperezas.

—Hemos hablado con el duque de Edenmore —murmuró—, y está dispuesto a alojarlas. Su casa está en Clonmillis Hall, cerca del pueblo de Clonmillis en el condado de Tipperary... —Se interrumpió—. ¿Sabe que hasta que me destinaron aquí nunca caí en que Tipperary era un sitio real? Pensaba que era un nombre inventado en la vieja canción bélica. —Se rio y negó con la cabeza. Luego volvió a ponerse serio—. El duque es una especie de pariente de... de la familia de las niñas. La propiedad de Clonmillis es muy grande, está bastante aislada y es segura. Según nuestra gente, no podría haber un sitio mejor para esas pobrecitas.

Hegarty echó una mirada inquieta por la sala. Daba la impresión de que quería poner fin al encuentro.

—Lo único que puedo hacer es trasladar su petición a... a nuestra gente —dijo.

—¡Excelente! —Lascelles dio un alegre golpecito en el borde de la mesa con la punta de los dedos de ambas manos—. En ese caso, esperaré su respuesta. —Volvió a ponerse solemne—. Pero debo subrayar que es un asunto de la mayor urgencia.

—Lo entiendo —dijo Hegarty, con un toque de irritación—. De todos modos, tendremos que evaluar los diversos aspectos del asunto. Está la cuestión de la seguridad, la confidencialidad y... todo lo demás. —El almuerzo había concluido. Volvió a mirar a su alrededor con aire indeciso. Era idéntico a Oliver Hardy en esos momentos en las películas en las que el gordo empieza a darse cuenta de que algo está a punto de ir muy mal—. ¿A quién le pido la cuenta en este sitio?

—¡Oh!, no se preocupe por eso, lo cargarán automáticamente a la cuenta de la embajada —dijo Lascelles con un gesto cordial—. ¿Tomará un café antes de irse?

—¿Cree que podrían prepararme una taza de té?

—Seguro que sí, ministro, seguro que sí. ¿Y usted, señor Stafford..., prefiere café o té?

—Es Strafford —dijo Strafford, y sonrió—. Con erre. No se preocupe, todo el mundo lo dice mal.

Las invitadas secretas

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