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Flama

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Oso

vino

del norte.

Nívea y yo

éramos pequeñas;

de mofletes suaves

y barrigotas,

tan pequeñas que aún

nadie pensaba en nosotras

por separado.

Éramos «las niñas»;

«las mellizas»; dos retoños

de siete veranos

en una sola rama.

Nívea no fue más

que otra yo

hasta que una bestia

apareció

con la helada.

Al borde de la lumbre

del campamento,

Oso se irguió.

La compañía

al completo

echó a correr.

Incluso Nívea y mamá

quisieron arrastrarme

de un tirón.

Pero yo,

solo yo,

no me quise mover.

Desde la hoguera,

le hice una reverencia

con timidez.

Oso se inclinó también.

Le ofrecí

mi mano infantil.

Oso la tomó

entre sus zarpas

y la besó.

Se oyeron susurros

entre las sombras colindantes

y aplausos fascinados.

Mamá exclamó:

«¡Pero si está domado!

Justo lo que el Circo

de la Rosa necesita».

Y desde entonces,

Oso baila o hace de bestia

en todos nuestros números;

aunque, por supuesto,

los que hacemos en pareja, esos

son los mejores.

Guardo en mi corazón

la primera vez que vi a Oso:

su figura enorme y cálida,

oscura como el chocolate,

frondosa y dulce.

Un abrazo poderoso,

el pelo hecho

madriguera.

Un cuerpo que,

de inmediato,

fue mi hogar,

aunque tuve claro

que no lo era

para ella.

El Circo de la Rosa

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