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Nívea

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Flama y yo somos mellizas, pero también hermanastras.

Sucedió como puede imaginarse, por supuesto. Nuestra madre amaba a dos hombres a la vez y se acostó con ambos el mismo mes.

Nuestros padres quisieron que eligiera solo a uno, así que ella los dejó a los dos antes de saber siquiera que estábamos en camino.

De todas formas, los vimos tan poco durante nuestra infancia que, por lo que a nosotras respecta, podríamos ser hijas del mismo. Dos padres ausentes son iguales que uno solo.

Pero son hombres distintos y la gente siempre se sorprende.

Una cosa es que seamos hermanastras mellizas, pero… ¿que además nuestra madre sea una mujer barbuda que ha trabajado rodeada de bichos raros, como ella dice cariñosamente, desde que solo era una muchachita de catorce años con bigote incipiente?

Flama y yo llevamos el circo en la sangre. Jamás hubo posibilidad alguna de que nos dedicáramos a otra cosa.

Sin embargo, Flama nació para el espectáculo de una forma muy distinta que yo. Creo que su piel se estremece de frío si no está bajo la luz de los focos. Cuando recorre la cuerda floja con los brazos extendidos y una enorme sonrisa, su energía se restablece como si tomara el sol. Flota de un trapecio a otro como una sirena entre las olas de un mar resplandeciente, sin dudar ni un segundo que el aire la sostendrá. Resulta totalmente deslumbrante incluso cuando solo baila.

Resulta deslumbrante, y deslumbra al mundo entero.

Yo prefiero quedarme entre las sombras.

Me cambié de bando, abandoné la luz de los focos y me dediqué a ser tramoyista en cuanto me di cuenta de que podía hacerlo. Por suerte, nuestra madre no se lo tomó a mal. Renunció a sus sueños de contar con un número doble sin queja alguna, al menos que yo sepa, y pidió al equipo entre bastidores que me enseñara el oficio.

Yo me planté detrás de los focos y Flama se expuso a ellos.

Pero la luz la compartimos, incluso así.

El Circo de la Rosa

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